SOCIEDAD › OPINION
El cuento de los Belsunce
Por Susana Viau
El caso García Belsunce quedó relanzado estos días. Muchos medios lo hacen en la dirección que la familia pretende imprimirle desde el momento mismo en que la versión del resbalón en el baño se desvaneció para transformarse en media docena de tiros metidos en la cabeza de la directiva de Missing Children. Lo ideal, para el conglomerado del Carmel, sería que uno de afuera terminase cargando con el sambenito. Y el vecino Nicolás Pachelo, como el Bal Xavier de The Fugitive Kind, es candidato: mal visto por los socios del club, conducta irregular, pecadillos menores y un padre cuyo suicidio los defensores de Carrascosa mencionan en clave de sospecha. Si falla, el plan B ideal apuntará a un grupo de vigiladores del country que tampoco son muy trigo limpio.
Pero ni la hipótesis del iracundo Pachelo, ni la de los vigiladores chorizos alcanzan para despejar las dudas que despierta el comportamiento extraterráqueo de los miembros del clan: un padrastro médico que no advierte tres orificios de bala en el parietal (“es pediatra”, justifican); el hallazgo, debajo del cadáver, de un objeto de plomo con culote de cobre al que, luego de una especie de simposio celebrado entre el hermano, el hermanastro, el cuñado y el padrastro, los hombres de la familia identifican como un soporte de biblioteca. Logrado el consenso y todavía con el cadáver tibio en piso, los caballeros envuelven el objeto en papel y lo arrojan al inodoro, previo inventario de los estantes para verificar si corresponde a alguno. No muy convencido de que haya sido una canilla la que perforó el cráneo de María Marta, el hermanastro John Hurtig sugiere a cuñados y hermanos y “sin armar quilombo” la consulta con un forense (“Yo quería que me digan si de mil había una posibilidad que era un accidente, yo me agarraba de eso y seguía mi vida normal, pero si no hay ninguna quiero saber quién la mató a mi hermana”). La idea cae en saco roto, los seres queridos decretan muerte accidental y el “pituto” de biblioteca emprende su navegación cloacal hacia la inmortalidad. La verdad es que la gente, por refinada que sea, tiene comportamientos sorprendentes. Sorprendentes como la tercera y recién descubierta llamada de Horacio García Belsunce al comisario Casafús cuatro horas antes de la muerte de su hermana (¿se le habría perdido algo a H.G.B. esa apacible tarde de fútbol?); sorprendente como la negativa familiar a la prueba de ADN, con el argumento de que temen ser objeto de un complot.
Entre los elementos pintorescos del caso no son menores la graciosa declaración judicial de Bártoli diciendo “agarro el auto y salgo a los pedos”, o la de su esposa hablando de Pachelo como “el flaco este”, o la de Horacio García Belsunce relatando que tras recibir la noticia fue hasta el colegio de sus hijos, regresó y esperó la vuelta de su mujer, su cambio de ropa y al llegar dos horas y media más tarde a lo de los Carrascosa, subió “como una tromba” la escalera que lo condujo hasta su hermana.
Algunos periodistas coinciden, incluso a pesar suyo, con las hipótesis que alegran a la familia García Belsunce. Su opinión es discutible, pero forma parte de las presunciones honestas de cada uno en este caso. Sin embargo, no sucede lo mismo con todos. En esto hay algo más escandaloso que la absurda historia construida por los deudos, y es que hayan convertido en portavoces del disparate a periodistas que, se huele, nos están mareando la perdiz. A esas maniobras concertadas las llaman operaciones y una consultora famosilla por influir de muchos modos en las opiniones de la prensa las conoce mejor que nadie. Lo imperdonable es que esta perdiz chorrea sangre y la operación compromete la libertad de un grupo de perejiles. El cuento fantástico de los García Belsunce es un lodazal.