Viernes, 30 de octubre de 2015 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Carlos Rozanski *
Desde la antigüedad, las niñas, niños y adolescentes han sido víctimas de maltrato y abuso sexual. En su inmensa mayoría, cometidos por adultos varones integrantes de su entorno más cercano, familia o grupo conviviente. Igualmente, los abusos han sido detectados en instituciones educativas o religiosas. Sobran los ejemplos históricos, pero resulta ilustrativo recordar que emperadores romanos –hace casi dos mil años–, como Tiberio, abusaban de bebés, sin que los historiadores tradicionales o la academia respectiva –facultades de Derecho, por caso–, incluyeran esta información en la enseñanza de la vida y obra de personajes como el citado. Así, el silencio, el poder y las amenazas, junto al resto de las características y consecuencias del aberrante fenómeno, lo han transformado en el delito más impune de la tierra. Es recién hace pocas décadas, con la historiografía crítica, la valentía de madres protectoras y el esfuerzo de profesionales sensibles –psicólogas, trabajadoras sociales, sociólogas, periodistas y algunas abogadas–, que se pudo avanzar en la visibilización de los hechos. Estos avances generaron, como todo progreso social, diversas reacciones generalmente muy agresivas. Tanto los abusadores como quienes hacen negocio con ese delito, así como quienes se identifican con sus autores –en muchos casos por complicidad de género e ideológica–, muestran a diario sus peores armas contra las víctimas en primer término, y contra todo aquel dispuesto a ayudarlas. Para evitar las denuncias y las consecuentes investigaciones, una de las claves de la impunidad es el silencio. El poder del victimario y la asimetría con sus víctimas es de tal magnitud que las criaturas abusadas, en innumerables casos se ven impedidas de hacer saber el calvario que viven y que dejará huellas profundas en sus existencias. Es por eso que pasan con frecuencia muchos años –cuando no sus vidas enteras–, sin poder contar los hechos que padecieron, quedando impunes sus autores. En aquellos casos en que de adultos logran exteriorizar lo sufrido, los largos años transcurridos, y la indolencia del propio sistema judicial, desalientan toda posibilidad de investigación y consiguiente castigo de los abusadores. Una nueva cachetada frustra toda ilusión de reparación, cuando aquella niña, hoy adulta en condiciones de gritar su dolor y exigir justicia, recibe como respuesta que los hechos que sufrió prescribieron. Esos distintos tiempos, los de la justicia tradicional y los de las desvalidas víctimas, marcan la distancia que tantas veces hay entre la teoría ideal de las leyes y la cruel realidad de la vida cotidiana. Desde ayer, en nuestro país, esa distancia se acortó, al menos en este tema. Ambas Cámaras del Congreso de la Nación asumieron la responsabilidad de poner fin a semejante inequidad. De ese modo, cuando la presidenta de la República promulgue la nueva ley que beneficia a miles de víctimas, Argentina habrá dado un nuevo gran paso en materia de derechos humanos. El día en que los tiempos de la Justicia coincidan con los de las víctimas de todos los delitos, sin duda el dolor será más soportable y la impunidad será cada vez menor.
Q Juez federal.
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