SOCIEDAD › LA SUPERVIVENCIA Y LOS NUEVOS REBUSQUES DE LAS ESTATUAS VIVIENTES DE BUENOS AIRES
Cómo ganar plata sin mover un dedo
Son parte del paisaje de Buenos Aires. Pero para sobrevivir ahora no sólo posan en la calle: decoran el jardín de una fiesta, promocionan productos y muestran ropa. Aquí las estatuas cuentan cómo se vive inmóvil: desde los halagos del público hasta las meadas de los perros, que los confunden con árboles. También, las técnicas para sobrellevar tanto picazones como acosos.
Por Andrea Ferrari
Muchos pueden creer que es el trabajo ideal: ganar plata sin mover siquiera una pestaña. Pero ahí justamente está la dificultad, porque estar horas sin moverse, sin bostezar ni rascarse –y sin tampoco caer desmayado por el esfuerzo– no es algo que haga cualquiera. Integradas al paisaje de Buenos Aires, las estatuas vivientes cuentan que ya no es fácil sobrevivir, como años atrás, de lo que deja la gente en sus alcancías callejeras. Por eso ahora también son contratadas para inmovilizarse en eventos empresariales, como objeto decorativo junto a la mesa dulce de un casamiento o para promover desde un jabón en polvo a una academia de inglés. Aquí cuentan cómo soportan en sus pedestales frío y calor, chicos que les tiran de la peluca y se les meten bajo la pollera, pesados que los quieren abrazar y hasta perros que se toman en serio su inmovilidad y les hacen pis como si fueran un árbol. Pero no todo es negro: también reciben oleadas de afecto y sus oídos se endulzan con piropos que jamás llegarían a una estatua de bronce.
Alejandro Lewin es el Rey. Todos lo conocen así porque este actor y ex profesor de educación física de 43 años se para en la puerta de las Galerías Pacífico con un traje dorado en invierno –Luis XIV, dice él– y blanco en verano –Fernando VII–, sean cual fueren el clima y el día. Lo hace desde hace siete años: seis horas de inmovilidad los días de semana y hasta diez los sábados, con un solo descanso en la mitad. El Rey estuvo en pie aquel fatal 20 de diciembre hasta que olió la pólvora en el aire y corrió a refugiarse. También un día de enero en que la térmica trepó a 43 grados y cinco canales fueron a entrevistarlo para saber cómo aguantaba.
–Abajo del traje estaba como en la ducha: chorreaba agua.
Para una estatua, el estado físico es la clave para poder soportar horas de inmovilidad. La mayoría hace ejercicios antes y después, cuida la alimentación, pero además tiene sus secretos: en algunas posturas se aguanta y en otras no.
–Cuanto más pegados tenés los codos, o los brazos más cerca del cuerpo, más podés resistir. Yo juego con posturas extremas a veces: arriesgo que si hay mucha gente pronto vendrá una moneda y voy a cambiar de postura. De lo contrario, no estoy con los brazos separados una hora y media, porque me internan.
Como ejemplo, vale uno de los trabajos que obtuvo recientemente, para un reality show que se filmó en Buenos Aires aunque se emitirá en Colombia. A su cargo quedó una de las prendas, en la que los dos participantes debían mantener como estatuas una posición indicada por él todo el tiempo posible.
–La producción me pidió que les dijera algunos secretos, pero que no pudieran aguantar demasiado tiempo y los puse con los brazos extendidos. A la media hora la piba se desmayó y cayó al piso. Yo me quería morir, pero para ellos fue bárbaro, por el rating.
La antorcha móvil
A Lewin le tocó hacer en algunas oportunidades la Estatua de la Libertad. “Tener la antorcha arriba implica una preparación de los músculos, igual a veces cambio la antorcha de mano –explica–. Una vez estaba trabajando en la Feria Internacional de Turismo y viene un tipo y me dice ‘tenés la antorcha al revés’. Pero mucha gente ni se da cuenta.”
También Carla Giudice tuvo que hacer de Estatua de la Libertad para la inauguración de una cadena de institutos de inglés. “Hay que concentrarse, relajarse, tratar de reducir la tensión. A veces uno baja un poco la antorcha y descansa la parte superior del brazo y a veces la cambio de mano.” Giudice, de 39 años, tiene como actual personaje la Bella Bruja, que suele ser tanto estatua como personaje de una obra de teatro infantil que protagoniza. Pero en su vida inmóvil hizo un poco de todo. Enumera: “Una campaña donde nos hicieron vestir a seis estatuas con distinto tono de blanco para un jabón de lavar, una de celulares en que nos llevaron a Chile y posamos con trajes futuristas. Hice de china en una convención, mostré vestidos de novia y participé como estatua en la ópera Rigoletto, en el Colón.”
Como toda estatua que come de la inmovilidad, su ingreso mensual se nutre principalmente de eventos privados: casamientos, fiestas de 15, presentaciones. “Suelen pedirte que estés en la recepción y te muevas, por ejemplo, para entregar una flor a las mujeres que entran.”
El Rey también decora las fiestas. “Me hacen parar junto a la mesa dulce, o en la ceremonia de las velas –cuenta–. O quizás en un jardín, sin establecer relación con los invitados.”
Hay a veces pedidos insólitos. Paola Zacarías Timonel es actriz, tiene 28 años y a la calle lleva o bien una estatua blanca o bien una muñeca a la que llama Mafrina. Pero en fiestas, hace lo que piden: “Hace poco en un Bar Mitzvah contrataron a trece estatuas y nos hicieron poner la camiseta de Racing para la ceremonia de las velas. El nene dedicaba cada una a un familiar y tenía una familia enorme, eran discursos larguísimos. Estuvimos una hora arrodillados”.
–¿Cómo aguanta una estatua la sed, el hambre, las ganas de ir al baño?
–Yo en la calle hago una sola interrupción en la que tomo y como algo. Pero no voy al baño –dice Lewin, el Rey–. Haciendo esto vi que uno puede regularse. Así como regulo las posturas y la inmovilidad, igualmente descubrí la posibilidad de regular con mi cabeza mi organismo y no ir al baño.
–¿Y un brazo que pica? ¿Los mosquitos?
–Al principio como estatua me bancaba cualquier picazón, a rajatabla –sostiene–. Hoy, si quiero mantener la inmovilidad y me pica algo, trato de buscar la manera de resolverlo. Primero abro los ojos y veo si no hay nadie, y en ese caso me rasco. Si hay alguien mirando me aguanto o busco la manera elegante de rascarme: como tengo una capa puedo moverla y rascarme por debajo sin que se vea.
Adolfo Morales, en cambio, dice que llegó a ver un mosquito reventarle en la mano sin moverse. El fuerte de él es el “estatuismo”, es decir la representación de obras clásicas. En estos casos, la estatua no se mueve para saludar, sino que mantiene constante la inmovilidad durante largos períodos. Su record, cuenta, fueron ocho horas seguidas. Para que el público compare se pone una foto del original al pie. Y también un cartel que explica qué obra es y para agradecer la colaboración.
Volviendo al mosquito, dice Morales que lo observó picarle su enguantada e imperial mano de Julio César. “Un mosquito es un glotón que se alimenta sin parar –sostiene–. Yo lo miraba a través del guante hasta que reventó. Es posible controlarse. Uno se dice que un mosquito no puede arruinarte la obra. Una docena de mosquitos quizá sí. Además –agrega sonriendo–, existe el repelente.”
Clin, caja
¿Cuánto gana una estatua viviente? Todos dicen que en otras épocas, cuando aún eran una novedad, se podía vivir sólo de lo que se obtenía en la calle. Carla Giudice, que hizo de estatua tanto en la calle Florida como en Puerto Madero y en la avenida 3 de Villa Gesell, recuerda que “en buenos días sacaba 25 pesos en una hora”.
Morales obtuvo más de lo que esperaba con algunas obras de a dos, como El Beso o La Piedad. Esta última –en la que él yacía como Jesús en los brazos de una compañera, y una tela tapaba la estructura que lo sostenía— tuvo un enorme éxito entre el público. “Cuando la hicimos en el ‘97, creía que no íbamos a recoger mucho dinero –cuenta–. El día de prueba, cuando vaciamos la urna, nos quedamos helados: contamos en total 530 pesos. No lo podíamos creer. Y volvió a repetirse en los siguientes fines de semana. Eso duró unos seis meses y después decayó.”
El Rey trabaja con los ojos cerrados. El clin de la moneda al caer en la lata le avisa que debe saludar y entonces los abre. En algunas oportunidades fue un billete lo que cayó y no se dio cuenta. Pero lo que encontrará al final de la jornada siempre es un misterio. Lo mismo dice Carla Giudice, la Bruja: “A mí me han puesto desde 20 dólares a billetes de diez pesos, monedas de un centavo y hasta cascotes. Eso lo hacen los nenes: después que pusieron la moneda que les dieron quieren verte mover de nuevo y van a buscar piedritas”.
Pero el aporte del público no está sólo en el dinero que dejan caer, sino también en el cruce de las miradas, en las palabras que sueltan a veces en susurros junto a la estatua, en las frases de aliento. Una relación que a veces puede tener vueltas inesperadas. Dice Morales que la estatua de La Piedad despertaba emociones que lo sobrepasaban. “Venía gente que la había visto en el Vaticano y se conmovía. Algunos me agarraban de la mano, otros se persignaban o me rezaban al oído. Había quienes lloraban. Mi compañera de ese entonces alguna vez lagrimeó de la emoción, e imaginate, si la Virgen lloraba las reacciones eran cada vez peores.”
Distinta fue la experiencia con El Beso, de Rodin. “La gente no podía creer que nos estuviéramos besando tanto tiempo. Nos ponían las cámaras pegadas a la cara. Decían cosas como ‘¡esta gente se ama!’.” O se paraban junto a nosotros en el pedestal y gritaban: “¡Se están besando de veras!”.
Las estatuas
no son de piedra
A Paola Zacarías su personaje la acercó a los chicos. Con su 1,47 de altura y su traje marinero no es difícil verla como una muñeca grande. “En la carterita llevo unos papeles doblados en el paso anterior al barquito. La rutina es que les abro el barquito con técnicas de mimo, me saco besos, se los pongo y se los entrego.”
Pero no sólo se acerca el público infantil. “Yo pensé que el personaje se dirigía a los chicos. Al público masculino no lo tenía pensado y se interesó mucho por la muñeca –sonríe–. Cuando les entrego el barquito lo van abriendo despacio, buscando algo, un teléfono, quizás.” También tuvo situaciones difíciles de manejar: “Un colombiano se quería sacar fotos a toda costa, me quería tocar, abrazar, no había cómo pararlo. En esos casos uno decide hasta dónde permite: entonces habla y rompe con lo que la gente espera que pase”.
También la Bella Bruja fue acosada. “Me sucedió que pasaran y me tocaran la cola. He llegado a pegar un salto, a gritarles, o a quedarme quieta, porque tenía cincuenta personas y chicos alrededor y no quise hacer un escándalo.”
Y están los chistes, agobiantes de tan clásicos. “Algunos hombres me dicen ‘Uy, igual que mi suegra’, cuenta la Bruja. También los oye Lewin, el Rey: “Siempre hay un pavote que te grita ‘andá a trabajar’.”
Morales, en su faceta de Julio César, tuvo que enfrentar a un loco. Estaba en su pedestal en la Recoleta, cuando el hombre lo golpeó por atrás y lo hizo caer de rodillas. Después se confundió entre la gente. Julio César decidió hacerle frente: “Me saqué los guantes, lo busqué y le dije que si lo volvía a hacer lo cagaba a trompadas. Me tiró un golpe y lo esquivé. Un muchacho de pelito corto lo intentó agarrar, el loco lo empujó y el tipo sacó la placa: era policía y se lo llevó”. No terminó ahí: al día siguiente un chico de la zona le contó que había pasado la noche en la comisaría y había visto allí a su agresor.
–¿Y cómo sabías que me pegaron? –le preguntó.
–Porque el tipo se pasó toda la noche repitiendo “¡Le pegué a una estatua! ¡Le pegué a una estatua!”.
Ladran, Sancho
Casi peores que los locos pueden ser los perros. Todos han sufrido la experiencia de que uno los tome por estatuas de verdad y levante la pata junto a ellos. “A mí en Caminito uno me meó el mantel que pongo en el pedestal, que era de mi bisabuela”, cuenta Paola, la muñeca. Morales dice que suele tirar algún producto desinfectante alrededor del pedestal para disuadirlos, aunque no siempre es efectivo. Y Carla, la Bruja, apenas ve un perro dando la vuelta en torno de ella se mueve para espantarlo.
Lewin cuenta que no sólo sufre las meadas, sino los ladridos. Intrigado por la cantidad de perros que le ladraban cuando representaba a una estatua blanca, consultó a un veterinario. “Me dijo que tiene que ver con que los perros no identifican la mancha blanca, lo toman como algo amorfo, no definido, y ladran.”
La recompensa son las decenas de personas que los felicitan, el escalofrío que describe la Muñeca cuando une nena ciega recorrió su cuerpo inmóvil o la emoción de la Bella Bruja cuando los chicos de la calle sacrifican sus monedas para verla moverse.
O aquella pareja mayor que un día la invitó a tomar un café para contarle que se habían conocido mirándola y desde entonces habían unido sus soledades. “Ese día –dice la Bruja– me sentí una Celestina.”