SOCIEDAD › OPINION

Blumberismo

 Por Leonardo Moledo

Juan Carlos Blumberg vuelve a descargar su Sermón de la Montaña. Ahora pide que se eche al rector de la Universidad de Buenos Aires, Guillermo Jaim Etcheverry. Las razones que esgrime, en verdad, son más que suficientes: consumo de drogas (según propaló una revista) y grafittis en los baños. “Yo cuando visito las fábricas reviso los baños –dijo–, y me aseguro de que estén limpios.” No hay por qué dudar de su palabra y puede apostarse a que los baños de la o las empresas de Blumberg seguramente están limpios, aunque sería interesante saber qué biólogos, ingenieros, abogados, médicos, filósofos y científicos –que todo eso produce la UBA con sus baños mugrientos– salen de allí. ¡Bienaventurados los que gozan de limpios baños en privadas universidades, porque ellos recibirán compensación!
Sacerdote laico, legitimado por la sangre de su hijo, promotor de una cruzada para rescatar la paz del Santo Sepulcro (y ahora la universidad de Buenos Aires), Blumberg cometió la imprudencia de no sugerir quién debería reemplazarlo. Grave omisión en un ungido por el dolor, ya que la Universidad podría precipitarse en el Apocalipsis y una anarquía moral aún más perniciosa y peligrosa que la actual que podría arrastrarla a los males que tan bien los norteamericanos supieron combatir con su voto: el consumo esta vez masivo (y en una de esas obligatorio) de drogas, el casamiento entre gays y la práctica sistemática del aborto.
¿Quién sería el que Blumberg no nombró? ¿Qué tal Nito Artaza (o tal vez el injustamente olvidado ingeniero Santos) para reemplazar a Jaim Etcheverry, que al fin y al cabo no es más que un científico de prestigio, un pensador sobre la situación universitaria?, ya que es de suponer que el propio Blumberg declinaría ese honor, ya sea por modestia o megalomanía. Al fin y al cabo, Nito Artaza, en su propio estilo, más ruidoso, y más espástico, más propio del teatro de revistas y no del recato moral, es también un perfecto representante de ese mínimo sentido común, o mejor “sentiduelo común” que eleva al rango de premisa general una tragedia, una experiencia o un impulso personal y momentáneo. Sentiduelo común que el ingeniero ha llevado a una expresión –tanto oral como escénica– bastante redondeada, a un discurso cadencioso y profético, a un susurro moral y entrecortado –¿Demóstenes lo envidiaría?–, que bien merece ser llamado el blumberismo. ¿Se entiende?
Discurso recatado que de la seguridad de la gente pasó al terreno de la educación y, junto a la sociedad, generosamente pretende rescatar la universidad, limpiar sus baños y proveerlos de papel higiénico, ya que estamos, por el simple expediente de echar al rector y entronizar a Nito Artaza. Sería un acto revolucionario, ya que el blumberismo, que solamente circula por los altos ideales, no se detiene en detalles como que la universidad tiene cuerpos intermedios, consejos electivos, claustros representativos y el libertinaje de permitir la repartija de carteles y, en el extremo, de escribir en los baños. Tampoco repara en que los rectores no se ponen y se sacan. Salvo en períodos autoritarios, claro está.
Decir que el blumberismo es autoritario ya puede resultar fastidioso, no lo es tanto recordar que no se trata de autoritarismo circunstancial: el blumberismo es necesariamente autoritario, autoritario por principio. Ya que al tratar de encajar en corsés simples problemas complejos, forzosamente necesita recortar lo que sobra, sea con tijeras de podar, o con mano dura, con armas cortas o largas, o echando al rector de la universidad. El blumberismo intenta que las sociedades o las personas encajen en esquemas, y encima en esquemas locales y limitados. Es el simplismo prepotente, el ignorar que los reclamos siempre son más simples que las soluciones, dato que al faltar lleva a no pocas decepciones, políticas y de las otras.
Pero quizá lo peor del blumberismo sea su inocencia (o su aparente inocencia), y su buena fe, al ampararse en causas razonables o que generan empatías inmediatas: el asesinato de un hijo a manos de una banda de criminales, o la buena fe con la que muchos ahorristas depositaron dólares. Y con ese amparo –como los que tan entusiastamente defendía Nito Artaza– puede filtrar el autoritarismo en el discurso, un discurso que, justamente debido al atractivo del simplismo y la prepotencia de adquirir, junto al discurso, la verdad indubitable obtura cualquier forma de razonamiento y análisis.
Las velas de Blumberg, los gritos de Nito Artaza, las Malvinas son argentinas, los argentinos somos derechos humanos, Macri sosteniendo que puede administrar la ciudad porque administró un club de fútbol, Castells representando un patético papel de mártir, un consejero superior de la universidad cortándose la mano con un vidrio y mostrando la herida y clamando “ésta es la sangre que los estudiantes estamos dispuestos a derramar”; la oposición en la Facultad de Exactas acusando al oficialismo de “reprimir igual que durante el Proceso”; la universidad piquetera, que nadie sabe qué quiere decir.
Los baños del país están sucios de blumberismo.

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