SOCIEDAD › OPINION
Otra vez mala sangre
Por Pedro Lipcovich
La reacción de medios periodísticos y autoridades ante el presunto contagio de VIH por una transfusión de sangre en Santiago del Estero vuelve a mostrar cómo la precipitada búsqueda de responsabilidades penales individuales para hechos culposos sirve para ocultar las causas institucionales que los sustentan: en este caso, las graves deficiencias del sistema de donación de sangre en la Argentina.
Para el VIH –y también para las hepatitis B y C, la sífilis, el Mal de Chagas y otras infecciones– existe un “período de ventana” a partir de la infección, durante el cual el virus no es detectable en la sangre. Esto quiere decir que, por ejemplo, si una persona se infectó hace una semana y dona sangre hoy, es probable que el VIH no sea detectado y que, por lo tanto, se transmita al receptor de la sangre. Para reducir al mínimo este riesgo, la mejor respuesta que se ha encontrado internacionalmente es apelar a un sistema de provisión de sangre para transfusiones basado en donantes voluntarios habituales, con vocación de donar sangre periódicamente. En Europa occidental, Costa Rica, Cuba y otros países, el 90 por ciento de la sangre transfundida tiene ese origen.
En nuestro país –tal como se publicó en Página/12 el 27 de julio y el 11 de noviembre de 2003–, el 90 por ciento de la sangre viene de donantes “de reposición” o “coercitivos”: parientes y amigos convocados especialmente para una determinada persona, que a veces, en esa situación de alto compromiso y exposición, prefieren ignorar haber tenido conductas de riesgo recientes. El donante voluntario habitual, en cambio, se precave de conductas de riesgo, o si eventualmente tuviera una, no vacilaría en comunicarlo, bajo secreto profesional y en una situación que no compromete sus relaciones personales.
Claro que en el caso de Santiago del Estero, como en cualquier otro, debe investigarse la posibilidad de una negligencia en las personas a cargo de la obtención de la sangre, pero hay que presumirlas inocentes: arrancar de la suposición de que lo sucedido se debió a la falla de una persona conduce a desconocer las causas estructurales del problema. Y el caso muestra cómo la presunción de inocencia no es una exquisitez garantista inventada para proteger a los acusados, sino una condición necesaria para la recta investigación de los hechos judiciables.
Entretanto, el indignado reclamo de que “esto no debe volver a pasar” es inútil: la trasmisión de VIH y de otras enfermedades por transfusiones sanguíneas va a seguir ocurriendo en la Argentina mientras sus causas no sean rectificadas.