SOCIEDAD
Inquietante libertad
¿Qué es lo más inquietante de esta familia que se presenta en sociedad como tal a pesar de la (supuesta) sobreabundancia de hombres (dos) y la ausencia de mujer (en el rol de madre)? ¿Es que los jefes de la misma son homosexuales? ¿Es que los niños vayan a la escuela, como cualquier otro hijo del barrio de Belgrano, y que no manifiesten más anomalías que cenar a las siete (según padre 1 dixit)? ¿O es la forma en que decidieron tener a esos niños? A simple vista, lo llamativo, al menos en este costado del mundo, sería una suma de las preguntas previas: dos hombres que deciden tener hijos, que obvian a la sacrosanta madre –tan tanguera y sufrida aun en nuestro imaginario– y que encima se embarcan en la aventura de la crianza pero no de cualquier niño, no un niño o niña abandonado y sin amor a quien rescatan de su destino de miseria, sino de un hijo biológico, un hijo que lleve la carga de la herencia que impone el ADN. ¿Sería distinto si fueran mujeres? Probablemente. De hecho, el 30 por ciento de las familias argentinas tiene en la punta de la pirámide a una mujer sola y eso no genera ningún espanto. Aunque la cantidad de polvo que levantó el caso de la pareja de lesbianas madres en Córdoba no alienta a buscar la perspectiva de género en estos casos. Mucho menos el destino de hijos e hijas sin padre o madre, ya que poco le importó a esta sociedad ese tema en el caso de los hijos e hijas de desaparecidos, por ejemplo. El quid de la cuestión es la familia. A qué llamamos familia, a quién madre, a quién padre y a quién hijo o hija. O mejor, ¿de qué maneras es “tolerable” convertirse en padre o madre? Hace siglos que la figura de la adopción indica que para ser padre o madre no es necesario el vínculo biológico sino el deseo e incluso el ejercicio de la maternidad/paternidad. ¿Por qué entonces empeñarse en ser padres o madres biológicos? ¿Cuál es el plus de controlar la carga genética del niño o niña por venir? ¿Es un acto de amor maternar/paternar a otro? ¿Y entonces por qué se busca a otro de sí mismo, otro con la misma cadenita de ADN que enlace las generaciones?
Claro que estas preguntas valen tanto para parejas del mismo sexo como para las heterosexuales. Y las respuestas no dejan de ser inquietantes tanto para unos como para otras. Porque en sintonía con la perplejidad por las nuevas tecnologías de reproducción –que están ahí para todos y todas con recursos– que mueven el piso de la familia tradicional, también hay cierta mirada de sospecha sobre quienes adoptan niños pobres de lugares remotos del mundo para después pasearlos por Miami. En definitiva, es la libertad lo que espanta. Y peor aún, su ejercicio.