SOCIEDAD

Playa Chica, un clásico plagado de ritos y fans

Hay quienes, más que en Mar del Plata, veranean en Playa Chica, esa bahía sin arena y pura roca que alberga a amigos en plan de charla, parejas besuqueras o simples enamorados de las olas.

 Por Carlos Rodríguez
desde Mar del Plata

“En los inicios del siglo pasado, en las tardes de verano, los residentes del barrio Los Troncos, el más aristocrático por aquellos años, bajaban hasta Playa Chica, acompañados por la servidumbre, tendían la mesa con finos manteles y tomaban el té.” El ritual es recordado a Página/12 por Hugo Alfonso, jefe de prensa del Ente Municipal de Turismo (Emtur), un baqueano al que le gusta rastrear en la historia de la ciudad en la que vive. Más profano es el recuerdo que trae Gerardo Fernández, propietario de la villa marina Bahía Playa Chica, un restaurante con solarium y pileta de natación, que se levanta sobre las piedras de uno de los balnearios más tradicionales de Mar del Plata. “Playa Chica era un lugar tranquilo y los atardeceres eran ideales para ‘chapar’”, rememora Fernández, utilizando un término de los sesenta que es sinónimo de “transar”, como dicen ahora los más jóvenes. En aquellos años, los donjuanes alardeaban que las rocas de Playa Chica eran de goma porque ellos las habían ablandado a fuerza de franelear con sus novias de verano.

Las leyendas del pasado y la belleza que todavía mantiene, a pesar de cierto olvido, hacen de Playa Chica un lugar ideal para charlar con amigos, tomarse unos mates al amparo de las paredes de piedra que la cierran en una curva pronunciada, escuchar el ruido de las olas que rompen a cada segundo y si hay con quien, se puede chapar, transar o franelear. Cada cual decida el término que mejor concuerde con su edad. Playa Chica se ha quedado sin arena desde hace muchos años. Sus adoradores, por lo general gente de más de 30 años, van saltando de piedra en piedra, como jugando a la rayuela, hasta encontrar una superficie plana y lo suficientemente amplia como para depositar sobre ellas dos o tres reposeras, sentarse a tomar sol, incluso en los días de mucho viento porque la bahía está al final de un profundo declive que sirve de amparo.

“Nosotras somos de Rosario. Siempre venimos a Mar del Plata y a Playa Chica, porque nos parece un lugar mágico, tranquilo, delicioso. Está tan lejos del tránsito (el que pasa por la avenida Peralta Ramos, que bordea el mar) que no llegan ni los ruidos. Lo único que se sienten son los latigazos del mar sobre las piedras.” Las rosarinas Andrea y Lily se llenan de poesía y eso que recién acaban de llegar a la ciudad. Están esperando a un amigo marplatense, Gabriel, que las acompaña siempre. Luego de bajar por una de las tantas escaleras (ninguna llega hasta los sitios que eligen los amantes del lugar), están obligadas a hacer lo mismo que todos: iniciar el descenso como si fueran montañistas de un pequeño Aconcagua. Todos quieren estar lo más cerca posible del mar, pegados a las rocas que, a fuerza de recibir cachetazos salados, han tomado los colores que tienen las algas y los caracoles que se adhieren a sus paredes. Un sinfín de tonos del marrón al negro, pasando por el gris, el amarillo o el verde musgo.

“Este es un lugar íntimo, para estar con los amigos y disfrutar del mar, sin mojarse en el mar”, insiste Andrea. “Me parece que estoy viendo caras muy rosarinas”, anuncia Carlos Alberto, que comparte una de las rocas más lisas con otros cuatro amigos. Es el primer día de Playa Chica para Andrea y Lily. Eso indica que Carlos Alberto, y los otros, las conocen del año anterior o de 1998, el primer año en que ambas veranearon en Mar del Plata. Todos se conocen. Para mojarse, en este lugar, hay que tirarse a la pileta de la villa marina que construyó, hace 16 años Gerardo Fernández. Uno de los que más disfruta del agua es Valentín, su hijo de 9 años. A pedido de la fotógrafa se vuelve a zambullir en la pileta y después dice convencido: “Ahora ya soy famoso”. Después de hablar hasta por los codos, se declara como “un pibe muy serio” que acaba de pasar de grado “con un 8,60 de desempeño global”.

Valentín juega en el agua con dos jovencitas que llegaron de Morón: Romina y Fiorella. La única que habla es Romina, estudiante de comunicación en la Universidad de La Matanza, que sueña con trabajar como productora de televisión. “Es la primera vez que venimos a Playa Chica. Nos gustó el lugar y la pileta. Nos cobran 25 pesos para usar todo el complejo. No es caro y la gente que viene es tranquila, buena onda. Es un lugar bárbaro, lejos de los ruidos” de una ciudad que está llena de turistas. Marcelo, su esposa Adriana y la pequeña Aynée llegaron de Moreno, en el Gran Buenos Aires. “Encontramos nuestro lugar”, dicen, mientras almuerzan, a las cinco de la tarde, como corresponde en vacaciones, en el restaurante Bahía Playa Chica.

“Gerardito, ¿cómo se te ocurrió hacer esto en este lugar?” El dueño del boliche se emociona cuando recuerda la frase de su abuela materna, Mamina, que murió a los 101 años “sin poder comprender el negocio que había abierto su nieto, es decir yo”, le cuenta a Página/12 Gerardo Fernández, nacido en el barrio porteño de Flores, aunque su vida transcurrió en Villa Luro. Cuando llegó a Playa Chica “había cuevas en la que vivía gente sin techo, todo estaba abandonado y nadie se ocupaba de nada”, afirma Gerardo. Ya había quedado muy atrás la época de esplendor de la bahía, en la cual sólo la oligarquía vacuna dominante era la que tenía el derecho de gozar en forma excluyente del sol y la sal.

“Yo soy abogado y hasta hace 16 años vivía de mi profesión. Mi mamá, Martha, a la que quiero que nombres en la nota, fue la que me hizo conocer y querer a Playa Chica. Acá pasamos un montón de veranos y un día me volví loco, cerré mi estudio en Buenos Aires y me vine a vivir a Mar del Plata. Mi hijo, Valentín, nació acá y ahora mi vida se llama Playa Chica todo el año.” Su villa marina está abierta, en su totalidad, durante los meses de verano, pero el restaurante y el bar funcionan todo el año. “Uno de los salones lo alquilamos para fiestas y reuniones empresariales. La plata que gano me alcanza sólo para vivir. No da para más, pero de acá no me mueve nadie.”

De noche, desde los ventanales del restaurante de Gerardo, la vista de Playa Chica es imponente. Este viernes se inauguró un segundo boliche, chiquito, para “tomar tragos, licuados, alguna birra”, le comenta a este diario Juan Manuel, el encargado de Bahía Chica, el nuevo emprendimiento, que está sobre el límite norte de Playa Chica, pegado al balneario gay (ver aparte) que se ha establecido en el rincón más discreto y caliente de la zona. Gerardo Fernández sueña con un pase mágico, de su autoría, que serviría para que la arena retornara a la playa de sus amores. “El proyecto de ingeniería hidráulica es mío y ha sido aprobado por el municipio, pero el problema es que nadie me quiere ayudar a ejecutar la obra. El costo es de medio millón de dólares y ni loco puedo afrontarlo yo solo.” La recuperación de la arena serviría apenas “para hacer una playa pequeña, sobre el extremo norte de la bahía, mediante la construcción de un espigón en forma de banana, muy similar al que hay en Cabo Corrientes”.

Gerardo dice que “es muy duro vivir en Mar del Plata durante el invierno. Yo mantengo abierto mi negocio a pérdida y recién me recupero en el verano. Y eso que ahora estamos bastante bien, porque en la crisis del 2001-2002, esta ciudad fue la más afectada de todas. Teníamos el índice más alto de desocupación, incluso por encima del de Rosario. Ahora estamos bastante mejor, pero igual es muy duro subsistir en esta ciudad. Mi abuela tenía razón, pero yo soy muy cabeza dura”.

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Valentín en plena zambullida en la pileta del complejo construido en medio de Playa Chica.
Imagen: Ana D’Angelo
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