SOCIEDAD › OPINION
La punta de un iceberg
Por Lucas Rubinich *
La muerte violenta de dos vecinos en Arequito y Arrecifes, a partir de las cuales sectores importantes de sus habitantes manifestaron frente a las respectivas comisarías, pone sobre la mesa la discusión por la definición del problema de la seguridad pública de una manera singular, y permite atisbarlo desde una mirada sociológica. En este caso la singularidad tiene dos aspectos: el contexto general en el que se define el problema y el espacio social particular en que se manifiesta.
En lo relativo al primer aspecto hay que considerar la crisis de las instituciones públicas. No es extraño para las ciencias sociales imaginar que la definición de un problema en un momento histórico determinado como problema de una población o una institución particular supone una construcción social de esa definición. Esa construcción social implica la existencia de un espacio social en el que intervienen distintos grupos o agentes a lo largo de un período histórico, algunos de los cuales tienen mayor capacidad, mayor habilitación política y cultural para imponer una determinada visión del mundo; en este caso, la capacidad de delimitar cuáles son los elementos que conforman el problema de la seguridad. Producto de la relativa resolución de esas disputas las definiciones mentadas se transforman en instituciones, en leyes; en reglas del juego. Cuando esas definciones del problema están sostenidas en instituciones en distintos grados de crisis y entonces no hay suficiente capacidad para abordar las situaciones particulares que expresan el problema se desconfía de ellas y también surgen formas de caracterizarlo desde diversos espacios con intereses (en el sentido más flexible) también diferentes. Si desde una asamblea de vecinos afectados por la situación de inseguridad se propone como medida tendiente a resolver la cuestión el destierro de una familia entera, es posible lanzar una mirada culpabilizadora desde perspectivas que sostengan cualquier modelo de organización de una sociedad moderna, contra una población indigndada y desprotegida, o verlo como el indicador más dramático de una situación de crisis de instituciones públicas.
El segundo aspecto de esta singularidad tiene que ver con las características de estas comunidades en las que se produce este tipo de hechos. Son comunidades pequeñas (menos de 30.000 habitantes) donde como es común decir “todos se conocen”. En lugares así no hay demasiados misterios, las relaciones son cara a cara, no hay anonimato. Para decirlo más contundentemente, hay (para bien y para mal) un gran control social. Los ladrones de poca monta son conocidos y también los que realizan actividades ilegales tradicionales para las cuales la comunidad y sus instituciones manifiestan cierta tolerancia. En un contexto de estas características, las instituciones encargadas de velar por la seguridad pública, deberían poder realizar su tarea casi exclusivamente con estrategias preventivas. Si un vecino cualquiera bien informado sabe quién es quién, los profesionales de la seguridad pública presumiblemente también y quizás con más detalles.
Si como algunos vecinos sostienen hay filtraciones en estas instituciones públicas encargadas de la seguridad que posibilitan la promoción de un tipo de ilegalidad no tradicionalmente tolerada y que provoca hechos conflictivos permanentes en la vida cotidiana de los habitantes de estos pueblos hasta llegar a la extrema violencia, la definición del problema seguramente deba incluir no solo el hecho delictual puntual, sino un entramado complejo de relaciones, entre distintos espacios de la sociedad y sus instituciones públicas. En una comunidad pequeña hay muchas más posibilidades de pensar
hechos puntuales como los acontecidos sólo como la punta de un iceberg.
* Sociólogo, ex director de la carrera de Sociología, UBA; director de la revista Apuntes de Investigación.