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“Y ahora ¿adónde cortaron los piqueteros?”, preguntó una mujer, desorientada, a un guardia de seguridad que ayer recibió “cientos de puteadas”, según él mismo contó, de pasajeros que no sabían que el servicio sufría demoras. “¿Ya se normalizó?”, consultaba un hombre. “No, hay demoras de 25 minutos”, respondió el custodio. El conflicto desatado en el ex Sarmiento cambió el microclima de la terminal de Once. El hall seguía con los locales abiertos para la venta de cualquier tipo de cosas, pero la cantidad de gente que lo transitaba estaba “muy por debajo de la mitad” de lo habitual, admitieron desde la empresa. Los cinco andenes, prácticamente vacíos. Los trenes, como de costumbre: con gente viajando hacinada, asomada peligrosamente por las puertas abiertas.
Eran las 18. Hora pico. Los trenes llegaban del conurbano y los que esperaban en los andenes eran suficientes como para completar los asientos en cuestión de segundos. Al rato, los vagones desbordaban. “Llegué muy tarde al trabajo pero mis jefes tuvieron consideración”, relató Diego, asomado bajo la axila de Guillermo Alvarez, que con razón decía que “la mayoría de la gente está en la plaza (Once), en las paradas de colectivos”.
La gente dormía, leía, reflexionaba. “Entiendo la situación, pero tiene que haber una solución para nosotros también”, concede Marcela Nappe desde una puerta. Sentado en una de las 20 ventanas sin vidrios del furgón, Héctor creía que el conflicto había empezado porque “los que perdieron una elección le pegaron a los que ganaron y se pudrió todo”. En la espera, muchos comían y tomaban algo. Pero Mario, un puestero, vendió “500 pesos menos que de costumbre” y Olga tenía “las mismas facturas de la mañana”. Veinte policías con palos y armas lanzagases estaban prestos para la acción. Mientras, los pasajeros compraban boletos en las máquinas expendedoras, tranquilamente, como de costumbre.

Informe: Adrián Figueroa Díaz.