Domingo, 22 de mayo de 2016 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
Pensar en el derrocado gobierno de Dilma Rousseff es fuente de contradicciones. Las interferencias por simpatías políticas son inevitables. El PT es un partido popular que durante sus casi cuatro períodos de gobierno sacó a millones de brasileños de la pobreza e hizo crecer el nivel de vida de amplias capas de la población. Finalmente esto es lo que diferencia a los gobiernos populares de los regímenes oligárquicos. Para completar, la presidenta fue desplazada de su cargo por un golpe institucional vergonzoso luego de haber sufrido durante años el asedio del poder judicial y traiciones legislativas. La acción golpista fue festejada abierta o silenciosamente por toda la derecha regional, incluido el gobierno argentino que, por boca de su ministro de Hacienda, afirmó que el panorama político emergente era “una oportunidad para relanzar el Mercosur”, una incoherencia completa.
La simpatía por la historia del gobierno depuesto, entonces, vela parcialmente el análisis de los hechos más crudos. El primero, destacado por el economista Eduardo Crespo, docente de la Universidad Federal de Río de Janeiro, es que el PT nunca rompió con la macroeconomía neoliberal. El dato sería secundario a la luz de las importantes mejoras sociales conseguidas en los primeros tres gobiernos, pero cobra otra dimensión cuando se recontextualiza bajo las primeras medidas del cuarto gobierno.
Luego de ganar a duras penas su reelección con un discurso heterodoxo, Rousseff puso al frente del área económica al ultraortodoxo Joaquim Levy, un cuadro de la banca. Para dimensionar el hecho basta imaginar a CFK poniendo al frente de su ministerio de Economía a Carlos Melconian o Miguel Angel Broda. El resultado de esta decisión fue absolutamente predecible: la aplicación de un ajuste neoliberal clásico arrasó las variables macroeconómicas del vecino país y se plasmó en un indicador de síntesis: una caída del PIB en 2015 del 3,8 por ciento. La contracción del Producto conlleva siempre aumento del desempleo y, en consecuencia, conduce al deterioro de las condiciones globales de todos los trabajadores, pues se debilita la capacidad de negociación del conjunto.
Estas son las variables económicas realmente importantes cuando se piensa en el bienestar de las mayorías. La estabilidad macroeconómica y los bajos niveles de inflación siempre son deseables, pero se vuelven nominalidad pura si coexisten con contracción económica y alto desempleo. El resultado político también fue predecible. Como enseña la historia, el ajuste macro no logró calmar la presión de quienes estaban a la derecha del PT y, en cambio, condujo a la pérdida de sustentación y consenso de la base propia de la alianza gobernante. Sobre este dato duro pudo montarse toda la campaña de desprestigio y de presunta lucha contra la corrupción. El resultado fue el peor imaginable. El gobierno de Dilma y del PT fue sacado por la ventana.
Pocas cosas hay más concretas que el imperialismo y las alianzas de clases que lo sostienen en los países de desarrollo dependiente. Pero la perspectiva no alcanza para explicar la salida de Rousseff. Una línea de análisis enfatizó sobre la nueva atención de Estados Unidos a su “patio trasero”, dato que se combinó con dos hechos fuertes y correlacionados: el cambio de ciclo del precio de las commodities, con fortalecimiento del dólar, y el subsiguiente cambio del signo político de los gobiernos de la región. En particular interesa preguntarse por la secuencia de los hechos. El peso de la economía de Brasil obliga a considerar si no fue su caída la que arrastró al resto de la región y forzó el cambio de ciclo político. En tanto esta caída fue autoinfligida, el detalle inquieta. Sin embargo, un análisis completo demanda profundizar sobre la totalidad de los flujos comerciales intrarregionales.
Una segunda línea de análisis es el de las políticas frente a los ciclos. En la parte baja de la curva del ciclo Brasil aplicó un ajuste procíclico y su PIB se desplomó el 3,8 por ciento en 2015. Bajo las mismas circunstancias, y con Brasil frenando toda la región, Argentina se volcó sobre su mercado interno, aplicó políticas contracíclicas y creció el 2,1 por ciento. No fue magia: la ciencia económica resolvió estas cuestiones en la década del 30 del siglo pasado.
El problema más grave se encuentra posiblemente en la tercera línea de análisis: la evolución del largo plazo regional. Tras la bonanza del súper ciclo de las commodities y con gobiernos de izquierda para los estándares regionales, sedicentes desarrollistas, la existencia de una nueva restauración neoliberal funciona como un indicador doloroso del fracaso relativo de la etapa. Si bien los 2000 serán recordados por lo mucho que se hizo en materia de redistribución del ingreso, los resultados en términos de transformación real de la estructura productiva fueron entre escasos y nulos. En este proceso Brasil representa el caso extremo y demanda, para toda la región, repensar líneas de acción mucho más agresivas para futuros gobiernos desarrollistas.
Queda para el final la consideración del escenario futuro. El primer dato es que en Brasil existe un nuevo gobierno abiertamente de derecha, bastante heterogéneo en su conformación y con al menos tres patas visibles: los agronegocios, un sector relativamente nuevo en un país que hasta hace pocas décadas tenía una agricultura tropical, la burguesía paulista y el amplio espectro de las iglesias evangélicas. A su vez, el nuevo gobierno interactúa con las demandas cotidianas de los poderes territoriales; una sumatoria de gobernadores e intendentes que deben seguir pagando sueldos. Esto permite prever que no habrá mayores cambios económicos por múltiples razones. La primera es que el ajuste ya lo estaba haciendo el PT, lo que condujo al desplome económico y a la caída de su gobierno. La segunda es que en un marco en el que toda la actividad cae, el nuevo gobierno, aunque tenga una agenda conservadora en el largo plazo, necesita estabilizar la economía para ganar legitimidad política. Algunos números lo grafican: El año pasado Dilma planeaba para 2016 un superávit fiscal de 24.000 millones de reales. Hoy ya se asume que el ajuste no podrá ser el deseado y el déficit sumará unos 200.000 millones, alrededor del 3 por ciento del PIB. Esta semana se anunció que se suspende el plan Minha Casa, un parate para la construcción. Petrobras está caída, las exportaciones no responden y el consumo, con un alto endeudamiento de las familias y el desempleo en el 10,9 por ciento, está desplomado. Ningún indicador de actividad responde y 2016 también será un año de fuerte contracción. Si a esto se suma el poco affectio societatis de los nuevos gobernantes brasileños hacia el Mercosur comienza a entenderse la caída interanual de más de 6 puntos que en abril registró la industria argentina, altamente dependiente de la realidad del vecino. La única pesada herencia que encontró la Alianza PRO es la provocada por la aplicación en otros países de las recetas que comenzó a aplicar fronteras adentro. No habrá sorpresas.
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