“COMO PASAN LAS HORAS”
Los paisajes de un viaje interior
El film de Inés de Oliveira Cèzar esquiva los cánones narrativos convencionales.
Por Horacio Bernades
“Los pies están fríos”, musita la alumna de Renée, mientras desgrana unas notas al piano. “Hay escarcha... un árbol pelado, sin hojas... Hielo... miedo... muerte.” Así, como quien se conecta con una zona interior, de modo impresionista y a partir de notas o imágenes sueltas, es el modo en que Como pasan las horas ha sido concebida y pide ser vista. No hay en el film de Inés de Oliveira Cèzar una narración en el sentido convencional –con escenas que lleven de unas a otras en función de una ilación dramática–, sino una serie de momentos cinematográficos que, a la manera de un haïku (ése es el modelo que ha seguido la realizadora) aspiran a describir antes que narrar, a transmitir una sensación antes que inducir a una conclusión. Y sin embargo no es que este haïku cinematográfico vaya en contra de lo narrativo, en tanto no deja de narrar la circunstancia de cuatro personajes en el curso de un día. De lo que la película de Oliveira Cèzar reniega es de una trama entendida como el reino del acontecimiento: de la narración clásica, en suma.
Tan atípica como la película misma es el modo en que se le dio forma. Oliveira Cèzar, que venía de una frustrante experiencia en el largometraje (su opera prima de 2002, La entrega) decidió instalarse en la zona de Monte Hermoso, junto con un pequeño grupo de actores y equipo técnico, para delinear entre todos historia, clima y personajes. Presentada en febrero pasado en el Festival de Berlín, más tarde en Mar del Plata y en días más en San Sebastián, Como pasan las horas es el producto del trabajo de esa suerte de comunidad creativa junto a la playa, cerca del bosque y en medio de los fuertes vientos de la zona. Playa, bosque y vientos tienen en el film tanta presencia como los cuatro personajes protagónicos. Aunque si hubiera que elegir un verdadero protagonista, es posible que éste sea el paso del tiempo, tal como el propio título de la película sugiere.
Como pasan las horas se inicia un día cualquiera con los primeros rayos y finaliza al final de la tarde, cuando el sol se va escondiendo. Teniendo en cuenta cierto acontecimiento, tan extremo como inesperado, que tiene lugar hacia el final de la película, en ese recorrido hacia la caída tal vez podría sospecharse un sentido metafórico. Pero no conviene abusar de interpretaciones, en tanto el film de Oliveira Cèzar –coescrito con el dramaturgo Daniel Veronese– rehúye esa enfermedad del sentido llamada simbología. Durante ese día, Renée (Roxana Berco) irá a visitar a su madre, Virginia, internada en un geriátrico (Susana Campos, madre de Berco en la vida real). Al mismo tiempo, su marido, Juan (Guillermo Arengo), se va de paseo a la playa, en compañía del hijo de ambos, Santi (Martín Alcoba). Eso es lo que todo lo que ocurre, podría pensarse, si la película se atuviera a la lógica del acontecimiento.
Pero como no es así, pasan muchas más cosas: se adivina cierta distancia entre Juan y Renée, se desprende una enorme tristeza de la relación entre Renée y su madre agonizante (en su último papel cinematográfico, Susana Campos está intensa y conmovedora), se palpita el cariño de la relación padre/hijo, se siente el paso de las horas y se percibe el influjo, recóndito y misterioso, que aquello que los rodea ejerce sobre los personajes. Filmada en un formato sumamente infrecuente para el cine argentino, como es el cinemascope, sonorizada de modo también impresionista por Martín Pavlovksy y fotografiada en sistema digital de alta definición por Gerardo Silvatici, el asombroso trabajo de este último –basado en la difusión de la luz y la utilización de tonalidades suaves y apasteladas– es esencial para la consecución del efecto de contemplación y apreciación sensorial que el film aspira a alcanzar, y sin duda alcanza.
Así, tan importantes como el gesto o la actitud de un actor son esas olas que vienen y se retiran en silencio, las nubes sobre el mar, el modo en que la ruta desfila a toda velocidad, casi como arte cinético. Y, por supuesto, esos planos prolongados que muestran a una mujer en medio de un bosque, un hombre y un niño vistos sobre un muelle a la distancia o unos pescadores hablando en guaraní, mientras tienden y distienden sus redes. Si algo afecta el conjunto es, en tal caso, la búsqueda estética más notoria y a la larga más rechinante que el film emprende, y que imita la clase de distorsión fotográfica inventada por Alexander Sokurov en Madre e hijo. Mientras que allí la compleja técnica de lentes deformantes y espejos cumplía una función orgánica, en el caso de Como pasan las horas queda como una rémora tímida y esporádica, producto de la admiración que el film de Sokurov produjo sin duda en Oliveira Cezar, y a la que seguramente hubiera sido preferible desoír.