SOCIEDAD
Vivir en el borde
Desde que se mudó al barrio Bonorino –ahora absorbido por el enorme complejo de la conocida Villa del Bajo Flores–, Magtara Ferez trabaja con sus vecinos y vecinas para capacitarse, generar proyectos y acercar solidaridad a quienes están un poco más abajo en la escalera de la miseria. Han pasado cuarenta años desde entonces, pero ella sigue en pie.
Por Noemí Ciollaro
Del Bajo Flores y de su gente suele hablarse poco y mal. Con frecuencia sus habitantes aparecen en las crónicas policiales asociados a la inseguridad, la delincuencia, los aguantaderos y la mala vida que amedrenta a la buena gente. La mayoría de los políticos en campaña, a pesar de todo, se dan una vuelta por allí, cambian promesas por votos y se sacan fotos. La gente de las villas de la zona dice que cuando pierden no vuelven y cuando ganan, tampoco. Dicen, además, que la realidad de lo que ocurre tras los muros que encierran la miseria es rigurosamente silenciada.
Magtara Ferez, presidenta de la Asociación Vecinal del Barrio Rivadavia 1, en el Bajo Flores, tiene 72 años, el pelo muy blanco y un aire juvenil e impetuoso.
–El mío es un nombre árabe, originalmente era Mugtara Farez, que significa “elegida para campeonato”, pero me lo cambiaron al sacar los documentos, no admitían nombre y apellido árabes. Nací en 1932, en Paso de los Libres, Corrientes, y allí empecé mi militancia social en los años ‘50. Mi papá, un libanés que admiraba más a Eva que a Perón, me autorizó a militar por el voto femenino, yo tenía dieciocho años. Y no paré más, aunque del peronismo me desencanté cuando dejó de luchar con el pueblo. Hoy no estoy en ningún partido político. Lo mío está aquí, en el barrio, en la lucha contra la miseria, el hambre, la corrupción, la discriminación de los pobres como yo.
Ella y su esposo, Carlos Zelaya, un maestro ya fallecido a quien conoció militando, llegaron a Buenos Aires en 1960 y, tras un breve paso por Claypole, se afincaron en el Barrio Rivadavia cuando apenas se dibujaba como un montón de casitas de provincianos que abordaron la Capital buscando trabajo y educación para sus hijos; la famosa movilidad social. Allí crecieron sus tres hijos, dos mujeres y un varón.
–En Claypole estábamos bien, pero Carlos tenía dos horas de viaje hasta la escuela en la que trabajaba. En esa época, el Banco Hipotecario daba créditos para comprar viviendas en este barrio y la cuota era accesible; esto que ahora se ve lleno de casas estaba casi vacío, con calles de tierra, sin electricidad.
Magtara recuerda su llegada al barrio después de un accidentado viaje desde Claypole; el camión de la mudanza se rompió en el camino y llegaron al Bajo Flores a las doce de la noche, en medio de una tormenta y de la oscuridad.
–Por primera vez supe lo que era la Capital, ni bien bajamos del camión nos rodeó la policía montada que custodiaba los lotes porque había gente que quería ocuparlos, nos exigían los papeles de la adjudicación. Cuando entramos, se empezaron a acercar vecinos con velas, baldes de agua y platos de comida caliente para toda la familia, era gente pobre que venía de vivir en las villas, de una gran solidaridad. Enseguida nos integramos.
Mi marido era un maestro de vocación, en su familia todos eran maestros; y la gente empezó a conocernos, traían a los chicos que tenía dificultadesen la escuela para que él los ayudara. Hasta que un señor, González, que todavía vive y era el papá de uno de los pibes, le contó a mi esposo que su mayor sueño era aprender a leer y escribir. Carlos empezó a enseñarle, en esos años aquí la mayoría de los grandes eran analfabetos, cuando supieron que Carlos enseñaba empezaron a venir y se armó “la escuelita de los mayores”.
Entretanto, Magtara se acercó a la Iglesia de la Medalla Milagrosa y se integró a los grupos de trabajo social.
–Nos juntábamos un montón de mujeres y recorríamos casa por casa para ver qué necesitaba cada familia, si había enfermos, si todos los chicos iban a la escuela. Y le pedíamos de todo a Cáritas, la presidenta de Cáritas era mujer de un militar y nos daba bolsas llena de ropa sucia. Yo sacaba la ropa roñosa y la tiraba a un tacho, la milica se enojaba, pero le dije que no podíamos llevar eso, que éramos pobres, pero que no tenían que denigrarnos.
Entre 1963 y 1966, las villas de la Capital Federal crecieron aceleradamente, la pobreza en el interior del país acrecentó la emigración hacia la ciudad, y para ese entonces los censos registraban 70 mil habitantes en las villas de emergencia.
–Al final, después del golpe militar del ‘66, nos declararon definitivamente villa de emergencia y nuestra vida empezó a complicarse mucho. Aumentó la discriminación y la persecución policial, los vecinos ya no querían dar su dirección porque si decían que vivían aquí, los rechazaban. Fueron años de lucha y resistencia, estábamos muy unidos y nos defendíamos. Cuando volvió la democracia, en 1973, estos barrios eran una fiesta y hasta el ‘76 avanzamos mucho en la construcción con la gente y en la defensa de los derechos que habíamos perdido durante la dictadura. Pero después vino la destrucción total.
Magtara habla con dolor del golpe militar, de la persecución y el ensañamiento del intendente de facto, Cacciatore. De los asesinados y desaparecidos que les costó la lucha y la resistencia contra la topadora y los desalojos.
–No importaba si eras propietario, si habías pagado tu crédito. Las malditas topadoras de Cacciatore arrasaron con todo, lo único que dejaron en pie fue la capilla del padre Ricciardelli (un cura tercermundista que aún vive allí). Destruyeron todo, nos robaron los telares, las máquinas, la lana. Fue una masacre, la topadora no sólo volteó las casas, también destruyó el espíritu combativo y la construcción social y de lucha. Mataron a los mejores compañeros.
En 1983, con el advenimiento de la democracia, las villas del Bajo Flores se poblaron de nuevo hasta llegar a los casi 30 mil habitantes de hoy. Los años transcurridos, según Magtara, no mejoraron la vida de esos barrios.
–Lo más terrible que padecemos es el tema de la droga y la discriminación. En lugar de ayudar a los chicos que se drogan para que salgan de ese infierno y llevar presos a los traficantes, la policía mete presos a los pibes. No hay oportunidad para ellos, tenemos muchos chicos muertos, toda una generación. No es culpable el que se droga sino el que hace la plata vendiéndola en colaboración con la policía. Lo digo públicamente, aunque sea lo último que haga en mi vida. En la Bonorino es peor, porque al tráfico de droga se suma el de las armas y quienes lo manejan son muy peligrosos y gozan de protección y complicidad policial y política. La gente tiene miedo, pero algunos trabajan para ellos porque están desocupados y desesperados.
Mientras Magtara habla con Las/12, entran y salen mujeres de la casa, y las nietas la reemplazan en su tarea. Actualmente trabajan coordinadamente con la Red Solidaria de Villas, e integran la Red de instituciones delBajo Flores, conformada por organizaciones vecinales de la zona. A su vez, reciben y reparten las cajas con comida que envía el gobierno de la ciudad. Organizan talleres de aprendizaje de oficios para adultos y jóvenes, y procuran impulsar microemprendimientos e iniciativas generadoras de trabajo.
–Pero es todo muy difícil, hay mucho deterioro, hay prostitución de menores, nenitas vendidas por sus padres que están en la miseria. Se mezcló la miseria con lo humillante de vender el cuerpo de sus hijos. Esto empezó a pasar en la época del menemismo. ¿Cómo es que no ven lo que ocurre aquí? Yo quisiera decirle al presidente Kirchner que venga y lo vea con sus propios ojos, que así no vamos a tener más jóvenes, esto pasa aquí y en todas las villas y barrios pobres. Nos merecemos otra vida, tenemos gente valiosa, inteligente, los chicos van presos porque sí, los matan y ya nadie se sorprende. Hay cada vez menos chicos que estudian. ¿Cómo podemos hacer para que los funcionarios vuelvan a fijar su mirada sobre estos dramas? Mandar comida está bien, hace falta y la envía el gobierno de la ciudad; pero lo que más necesitamos son ojos reparadores.