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Viernes, 30 de julio de 2004

VIOLENCIAS

El NO de Carmen

El acoso sexual en las relaciones laborales suele ser un hecho invisible que, según las últimas estadísticas –pocas y sin actualizar– de la OIT, alcanza casi a un 20 por ciento de las trabajadoras. La falta de legislación y jurisprudencia convierte en una odisea denunciar el hecho y conservar el puesto de trabajo. Un caso en Rosario devela una trama que muchas más sufren en silencio.

por Sonia Tessa, desde Rosario

Carmen lleva la angustia en los ojos. Sueña lo mismo desde hace dos años. Se ve detrás de las rejas del frente de la empresa Mastellone y mira cómo todos entran a trabajar. Ella quiere llamar por teléfono para que le pidan perdón, pero no puede. La sensación de impotencia es la misma que entonces, cuando sufrió el acoso sexual, un ciclo de propuestas y hostigamiento que duró más de un año. “Siempre ruego que todo esto que me pasa sea una pesadilla”, dice ahora. Le cuesta hablar sin que se le llenen los ojos de lágrimas. Hace un esfuerzo, y desgrana con frondosos detalles la historia de su paso por la sucursal Rosario de la comercializadora láctea más importante del país, signada por una relación conflictiva con el gerente. Su caso terminó con el despido tanto del acosador como de la acosada, que fueron igualados por la empresa en la exclusión. Carmen tiene 35 años, un apellido y un número de expediente que se tramita en la Justicia. No volvió a conseguir trabajo desde octubre de 2001. Y siente una infinita vergüenza, que la hace preguntar varias veces durante la nota si se cumplirá el compromiso de ocultar su nombre. “Bastante lo mancharon desde la empresa, diciéndoles cosas terribles de mí a los clientes”, justifica el pedido de anonimato.
No hay una sola Carmen, sino muchas, y la mayoría no llega a presentar una demanda. El subregistro se alimenta de la falta de legislación adecuada que proteja los derechos laborales de la denunciante y la dificultad de probar el acoso, que termina convirtiendo el proceso judicial en una nueva victimización.
Pero los números recogidos por la Organización Internacional del Trabajo son elocuentes. Según un informe de 1996, la Argentina es uno de los países con más alta tasa de acoso sexual en el mundo. El 16,6 por ciento de las mujeres dieron cuenta de incidentes de carácter sexual en su ámbito laboral. A pesar de las recomendaciones del organismo, no existen cifras estadísticas ni estudios sobre el tema. Los únicos números disponibles pertenecen a una encuesta de 1994, entre empleadas de la Unión del Personal Civil de la Nación, donde se consigna que el 47,4 por ciento de las entrevistadas sufrieron acoso.
Desde su larga experiencia, Mabel Gabarra, abogada del Instituto de Estudios Sociales y Jurídicos de la Mujer (Indeso), considera que “no hay conciencia de la gravedad de esta violencia. En el imaginario social existe la idea de que la mujer que sufre un acoso es porque se lo buscó, por cómo se vistió o se maquilló. En verdad, lo que subyace es la dificultad para aceptar el no de una mujer. Y por eso, cuando me preguntan cuándo se puede hablar de acoso, es muy simple. Si a la mujer le molesta, lo es”.
Para Susana Treviño, abogada especializada en acoso sexual que trabaja para la Asociación de Empleados de Comercio de Rosario, la falta de una ley nacional es el escollo más grave. Pero no cree que deba hacerse por la vía de una modificación del Código Penal. “Estimo que sin más dilaciones debe dictarse una ley nacional. Es curioso cómo la presencia de legisladoras con trayectoria en temas de género produjo una legislación sobre abundante sobre otras problemáticas, pero este tema sigue siendo tabú, no se pudo avanzar más allá de la existencia de proyectos”, analiza la profesional, que atribuye esta situación a la falta de conciencia sobre la problemática. “Crear nuevas penas no conducirá a mejorar un problema social. Creo que al acoso se lo considera un tema menor. En otros países, se cuidan de decirle una grosería a una mujer por la calle porque saben que son pasibles de una denuncia por acoso sexual”, afirma Treviño.
La falta de una ley nacional obliga a los abogados del sindicato de Carmen –Asociación de Trabajadores de la Industria Láctea (Atilra)– a recurrir a la figura del daño moral para que el delito obtenga un castigo. El caso se tramita en el juzgado laboral número 2 de Rosario, a cargo de Francisco Collado. Si un fallo favorable significará una reparación simbólica, es algo que Carmen no puede resolver con psicoanálisis, por ejemplo, porque después del despido se quedó sin obra social. Está desganada, le cuesta salir de su casa, se atemoriza cuando enfrenta una entrevista laboral, y no se cansa de contar que durante los cinco años que trabajó en Mastellone fue “la mejor vendedora”, que tras su despido sus clientes firmaron una nota para que permaneciera. Ella misma los contactó, en una tarde de sábado lluviosa, recorrió los negocios donde llevaba los productos con la misma moto de siempre, que ese día no respondía. Fue de almacén en almacén toda mojada, pero convencida de la justicia de su reclamo, y obtuvo el aval de todos los comerciantes de su zona, en el norte de la ciudad.
No es el único orgullo que siente Carmen, también menciona que fue escolta de la bandera en el instituto terciario donde estudió Administración de Empresas. Envía a su hijo de 13 años a una buena escuela privada y también a estudiar inglés. No tiene pareja, como muchas de las víctimas de acoso, elegidas por sus empleadores por ser más vulnerables. Además, Carmen vive con sus padres. Más bien, sobreviven con la jubilación de empleado de Agua y Energía del padre y los 300 pesos de la cuota de alimentos por su hijo. Cuando trabajaba en Mastellone, Carmen estaba acostumbrada a tener un buen sueldo. “Como siempre hacía muy buenas ventas, mis comisiones eran altas”, recuerda.
Poco tiempo después de ingresar, el gerente Sergio Cufré comenzó a apuntarla para ascender. Vendía muy bien, y por eso él la llevaba a su oficina, aislada del resto de las preventistas –sus compañeras–, y alentaba sus ambiciones de progreso. “Di mi vida en esa empresa, creía que iba a ser supervisora y que me iba a quedar ahí para siempre”, dice todavía en pleno duelo por la pérdida tanto de su empleo como de su estabilidad emocional.
El gerente tenía mala relación con el resto de las empleadas, y lo primero que hizo fue aislar a su, hasta entonces, protegida. Cuando llegaba una compañera nueva, era la elegida para enseñarles el trabajo. Si personal jerárquico de la sede central de la empresa llegaba a Rosario, visitaban la zona de Carmen. Su orgullo eran los abultados números de sus planillas de ventas.
Mientras tanto, entre el gerente y la preventista se había formado lo que ella calificó como “una amistad”. Hasta que Cufré traspasó los límites. “Aparecía en mi casa, iba a buscarme a los negocios donde sabía que yo tenía que estar, y me decía que le pasaban otras cosas conmigo. Me invitó a viajar con él. Pero yo no sentía lo mismo”, afirma. Cuando ella expresó el rechazo, el proceso fue inverso. Se acabaron las bonificaciones para mejorar los precios de los productos, y con ellas bajaron las chances de vender. También le prohibía a las compañeras conversar con ella, el jefe no le dirigía la palabra.
Después, se enteraría de que otra compañera había pasado por lo mismo. Carmen trabajaba en Mastellone desde 1997, aunque los dos primeros años estuvo contratada por medio de una agencia de empleo. Ese lapso no fue considerado en la indemnización. Cuando el hostigamiento ya estaba en pleno ejercicio, Carmen se afilió al sindicato el último día de noviembre de 2001. Una afrenta a las expresas órdenes en contrario que bajaba la empresa. “Estaba totalmente prohibido. Pero yo necesitaba que me defendieran. También pienso que si ellos no me echaban, todo el mundo se iba a afiliar al sindicato”, afirma. En verdad, ahí empezó un proceso de casi un año. Acompañada por el secretario general del gremio, Edgardo Barbero, Carmen llegó a hablar con el jefe de Recursos Humanos de Mastellone a nivel nacional, Jorge Roldán, en marzo de 2002. Le prometió que se ocuparían de su caso.
Sin poder soportar las agresiones, Carmen pidió una licencia por razones psicológicas en mayo. “Estaba enferma, me pasaba todo el día llorando, nerviosa, sola. Ni siquiera podía respirar ahí adentro”, rememora. Cuando volvió, en agosto, subsistía la prohibición de conversar con ella para el resto de las empleadas. El acosador fue separado de su cargo el 31 de agosto. Carmen siguió haciendo su tarea, aunque el clima en el trabajo no había mejorado del todo. Un día, el 11 de octubre de 2002, estaba recorriendo su circuito de ventas cuando recibió un llamado telefónico del nuevo gerente, Fabio Ramallo, quien la hizo regresar a la planta. Cuando llegó, intuyó lo que pasaba. Estaba el mismo Roldán, quien le comunicó el despido y argumentó que era mala compañera de trabajo. “Me trató tan mal que tuve una crisis de nervios”, cuenta Carmen con lujo de detalles. Le dijo: “Si está deprimida, búsquese otro trabajo y retírese”. Para ella, esa imagen es imborrable, y se repite en sus pesadillas. “Estaba sola, del otro lado de la reja de la empresa, y no podía entrar. Miraba a mis compañeros”, cuenta todavía conmovida. Ese día hubo un piquete del sindicato en la puerta de la empresa, pero el despido sin causa quedó firme. Desde entonces, está en curso la denuncia judicial por daño moral.
Para entender la magnitud de ese daño, hace falta conversar un rato con Carmen y entender la metamorfosis que el acoso significó en su vida. “Nunca me ibas a ver con el cabello sin planchar, y siempre iba bien vestida. Nada que ver con ahora, que no tengo ni ganas de levantarme de la cama, y estoy siempre atemorizada. Necesito trabajar, pero tengo miedo de volver a pasar por lo mismo”, expresa.
Desde principios de los años ‘90 se presentaron varios proyectos legislativos, como los de Irma Roy y Graciela Caamaño, con distintos enfoques. Pero ninguno llegó a prosperar. Durante el gobierno de Carlos Menem, el 18 de noviembre de 1993, se promulgó el decreto 2385, que contempla el acoso exclusivamente en el ámbito de la administración pública nacional, y sólo si el acosador es un superior jerárquico. Queda un amplio espacio en blanco que es el de la actividad privada.
En la actualidad, existe un proyecto de ley elaborado por varios diputados y diputadas, entre ellas María José Lubertino, que fue presentado en julio de 2003 para el abordaje integral de la problemática. Pero todavía no fue tratado.
“Tendría que haber instancias de contención, para que la mujer pueda hacer la denuncia sin problemas. Debiera existir en el Ministerio de Trabajo de la Nación un organismo que trate el tema desde todas sus aristas”, opina Gabarra, quien también estima necesaria la confección de un registro de acosadores sexuales elaborado por el Estado. En sus largos años de trabajo, atendió casos de los más diversos, como una mucama de hotel que recibió órdenes de atender sexualmente a los huéspedes para no perder el empleo. Otro caso común es el de la extorsión para obtener un puesto laboral, a partir de acceder a un encuentro sexual.
Treviño también atendió a muchas víctimas de este delito. Una mujer sufrió durante años esa situación en un estudio jurídico prestigioso de Rosario. No sabía qué ropa ponerse para no resultar provocativa, pero uno de los profesionales tenía diferentes técnicas, como pedirle alguna carpeta del archivo y aprovechar la ocasión para tocarla. “Sigue existiendo el pudor, al principio prima el temor, por las amenazas de los acosadores para que no los denuncien. Pero después no aguantan más”, describe la profesional. Por la falta de una ley específica, cuando una persona la consulta por un caso de acoso sexual, Treviño le dice que no será fácil el camino judicial, pero se intentará. “La jurisprudencia reconoce un alto valor a las presunciones”, afirma la abogada, ya que el acoso se produce siempre sin testigos. “El acosador busca la víctima y el ambiente propicio. Puede haber insistencia. Y después de la negativa, viene el hostigamiento”, agrega. Sabe que a mucha gente le resulta difícil reconocer que el acusado es un acosador. “Son simuladores, ejercen cierta seducción. Pero el acoso existe siempre que haya un acto con connotaciones sexuales que no es aceptado por la víctima”, concluye.
Otra característica común es que las mujeres que sufren este tipo de agresión suelen sentirse culpables. Se preguntan qué hicieron para provocarlo. En general, son mujeres viudas, separadas o solteras, a cargo de sus hogares, que tienen alta dependencia de su empleo. Las que pueden, terminan abandonando el trabajo. Y las que no pueden, llegan a enfermarse, como Carmen. “Siento impotencia, a lo mejor por no poder descargarme. Siempre voy a sentir bronca contra él, porque me arruinó la vida. Yo tenía planes de progresar, pero no pude. Muchas veces me doy la cabeza contra la pared, porque fue tanto lo que me esforcé por esa empresa. Y ahora no puedo salir, no tengo fuerzas”, dispara sobre la trampa en la que se siente metida desde que fue fiel a su deseo y dijo que no.

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