Viernes, 25 de febrero de 2005 | Hoy
INTERNACIONALES
“La mujer más poderosa del mundo”, “el arma secreta de Bush”, “la doncella de hielo”. La sorpresa y el sarcasmo se combinan para atrapar en una frase a Condoleezza Rice, la flamante secretaria de Estado del segundo mandato de George W. Bush. Vocera de su controvertida política exterior, mujer, negra, Condoleezza encarna el “quien quiere puede”, pero ¿qué hay tras esa apariencia?
En enero, cuando Condoleezza Rice fue designada como secretaria de Estado de Estados Unidos para el segundo mandato presidencial de George W. Bush, fueron pocas las crónicas que no destacaran que se trataba de la segunda mujer en ocupar un puesto tan decisivo (la anterior fue Madeleine Albright, secretaria de Estado de la administración Clinton) y de la primera mujer negra (sucede en el cargo a Colin Powell, un hombre negro).
Esta designación podría leerse como la realización del sueño de dos de los movimientos sociales que transformaron a la sociedad estadounidense en los años 60 y 70, y proyectaron sobre el mundo ese impulso transformador: el movimiento contra la segregación racial, conocido como el movimiento por los derechos civiles bajo el liderazgo de Martin Luther King, y el movimiento feminista, con corrientes y facetas múltiples. Pero a la luz de las características de la administración que la ha designado, tanto como de sus propios posicionamientos, mueve a ser interpretada simultáneamente como la ilustración del criterio meritocrático que prima en el Partido Republicano: llegan los individuos capaces, no solamente en adquisición de conocimientos, sino en la persistencia tras de objetivos arduos. Una encarnación entonces de “el sueño americano”. “En Estados Unidos –dijo en su discurso en la Convención Republicana del 1º de agosto de 2000, cuando ya era asesora de George W.Bush en la gobernación del estado de Texas– con educación y trabajando duro, no importa de dónde vienes, sólo importa adónde vas...”
¿Pero qué relación cabe establecer entre la flamante secretaria de Estado y la tumultuosa historia que afroamericanos y mujeres estadounidenses tienen tras de sí? En ese mismo discurso explicaba su adhesión al Partido Republicano: “Un partido que ve en mí a un individuo, no al miembro de un grupo” (traduzcamos, no a una negra, no a una mujer). Esa misma postura fue atemperada en la declaración de apertura de la audiencia de confirmación como secretaria de Estado ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, el pasado 18 de enero: “Tengo una deuda especial con quienes lucharon y se sacrificaron en el movimiento de derechos civiles para que yo pudiera estar hoy aquí”. Pero en su propia versión, su meteórica carrera académica y política se debe ante todo a su legado familiar: su bisabuela Julia, hija de una esclava negra y el amo, sabía leer y escribir; cuando los esclavos fueron liberados tras la guerra de secesión, se casó con otro ex esclavo e inculcó en sus nueve hijos el valor de la educación. Rice se enorgullece de tener tras de sí tres generaciones de familiares con educación superior. Sus padres, educadores ambos, le transmitirían su convicción de que la educación es una herramienta que permite sortear todos los prejuicios. “No podés comer una hamburguesa en un restaurante, pero podrás ser presidente de Estados Unidos”, le decía su padre. Evaluando el movimiento por los derechos civiles, Rice ha dicho que los cambios legales (fundamentalmente el acta de derechos civiles firmada por Lyndon Johnson en julio de 1964) son muy importantes, pero sólo pudieron sacar partido de ellos los negros que se habían preparado a través de la educación.
Condoleeza Rice vio confirmada su designación en el Senado el 26 de enero, por 85 votos a favor y 13 en contra. Es la designación para ese puesto con más oposición en la historia de Estados Unidos después de la designación de Henry Clay en 1825 como secretario de Estado de John Q. Adams, que tuvo 14 votos en contra. En esta relativamente alta proporción de opositores, pesó sin ninguna duda el rol de Rice como asesora de seguridad nacional durante el primer mandato de Bush: su afirmación el 16 de mayo de 2002 de que “nadie pudo predecir que usarían un avión secuestrado como misil”, en referencia a los atentados terroristas en Nueva York, se revelaría como mentira flagrante ante los resultados de la comisión bipartidaria de investigación del 11-9, según los cuales “funcionarios de la Casa Blanca reconocieron que funcionarios de inteligencia semanas antes del atentado habían informado al presidente Bush de que la red terrorista de Bin Laden intentaría secuestrar aviones estadounidenses”. Llevó adelante la tramposa campaña a favor de la invasión a Irak en marzo de 2003: a los pocos días del atentado aseguraba que la vinculación entre el régimen de Saddam Hussein y Al Qaida estaba documentada; en 2002 y 2003 reiteró que se buscaba una solución diplomática con Irak; sin embargo, Richard Haas, del Departamento de Estado, en julio de 2002 sabía por Rice que la decisión de ir a la guerra ya estaba tomada; en junio de 2003 afirmó que no había sospechas de que la compra por Irak de material nuclear en Níger pudiera ser una falsedad, pero al mes siguiente la Casa Blanca reconocía que la CIA había enviado memos a la Casa Blanca en octubre manifestando fuertes dudas sobre esa compra, dato que había sido incluido sin embargo por el presidente Bush en su discurso sobre el estado de la Unión.
En la audiencia de confirmación de su designación en el Senado, la senadora demócrata por California Barbara Boxer la acusó: “Su lealtad a la misión que le encomendaron de vender esa guerra prevaleció sobre su respeto por la verdad”. No fue mucho más afortunada su versión del “eje del mal” a poco de haber sido designada secretaria de Estado: mencionó como “reductos de la tiranía en el mundo” a Cuba, Myanmar, Corea del Norte, Irán, Bielorrusia y Zimbabwe. Omitió a países poderosos, tan ajenos a la democracia como los mencionados, pero aliados de Estados Unidos: Arabia Saudita, Rusia, China, Pakistán, Egipto... Su ataque al gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, al que caracterizó como “fuerza negativa para la región”, saltea la importancia que reviste para el apoyo popular a su audaz política de reformas el carácter mestizo de Chávez, apoyado por la mayoritaria población no blanca de la racista sociedad venezolana. Experta en la Unión Soviética y Europa del Este, una especialidad que descubrió a los 15 años a través de un curso de Joseph Korbel, el padre de Madeleine Albright, y que la apartó de la carrera de concertista de piano para la que la había preparado su madre (su nombre procede de la indicación “con dolcezza” de ciertas piezas musicales), Rice mantiene una visión de política exterior que prolonga la de la guerra fría bajo la nueva forma de la “guerra contra el terrorismo”, como quedó en evidencia en su discurso inaugural: “Demócratas y republicanos se unieron en una visión y políticas que ganaron la guerra fría... Mi mayor esperanza y mi más profunda convicción es que la lucha que afrontamos hoy culmine algún día en un triunfo similar del espíritu humano...”.
La sistemática y cerrada justificación de las políticas de Bush no está a la altura de su excepcional carrera académica: a los 15 años ingresó en la Universidad de Denver para graduarse a los 19 en ciencias políticas. A los 27 empezó a dar clases en la Universidad de Stanford, de donde sería rectora en 1993; en 1989 Brent Scowcroft la llevaría al Consejo de Seguridad como directora de asuntos soviéticos durante la presidencia de George H. Bush (padre). Antes de formar parte del equipo de campaña deGeorge W. Bush, en el año 2000, Rice había consagrado su pertenencia a los sectores de poder como miembro de la dirección de varias empresas: Chevron (uno de cuyos petroleros, de 130.000 toneladas, lleva el nombre de la secretaria de Estado), Transamerica Corporation y Charles Schwab Corporation. Esa incondicionalidad hacia Bush marca una diferencia inconciliable con los criterios mayoritarios de la comunidad afroamericana. En las controvertidas elecciones de 2000, cuando Bush fue consagrado presidente por un fallo judicial, los principales perjudicados en su derecho al voto fueron los miembros de la comunidad afroamericana, tradicionalmente votantes del Partido Demócrata. Esa comunidad se ha opuesto históricamente a las guerras en política exterior y a la erosión de las libertades civiles en política interna. En las últimas elecciones, Bush recibió sólo el 11% de los votos de los negros. El 67% de los hombres negros y el 75% de las mujeres negras votaron por el rival de Bush, John Kerry.
En enero de 2003 el Washington Post se hizo eco de la versión del Partido Republicano, según la cual fue la posición contra la acción afirmativa de Condoleezza Rice la que había determinado que Bush declarara inconstitucional el programa de acción afirmativa de la facultad de derecho de la Universidad de Michigan. En esa ocasión Rice aclaró su opinión: “Creo que son preferibles los criterios racialmente neutrales, pero es adecuado usar la raza como un factor entre otros para lograr la diversidad en el cuerpo estudiantil”. Si estas posiciones le valieron fricciones con sectores de la comunidad negra, esos sectores se salieron de quicio cuando Rice utilizó uno de los episodios más atroces de la lucha contra la segregación racial a favor de su campaña por la invasión de Irak. Nacida en Birmingham, Alabama, en 1954, en el más segregacionista de los estados segregacionistas del sur, y en la era heroica del movimiento de derechos civiles, Rice tenía 9 años el 15 de septiembre de 1963, y estaba en la iglesia presbiteriana donde era ministro su padre, cuando una bomba que explotó en una iglesia bautista a escasos metros de allí, colocada por suprematistas blancos, mató a cuatro niñas negras, una de ellas, Denise McNair, compañera de escuela y amiga suya. En un discurso el 7 de agosto de 2003 ante la Asociación Nacional de Periodistas Negros, esgrimió la memoria de la pequeña Denise y el sacrificio de esas niñas a favor de su defensa de la invasión de Irak, con el argumento de que “no hay que ser complacientes con las voces que dicen que a la gente en Africa o Medio Oriente no les interesa la libertad”. “Cruzó el umbral de la obsecuencia para entrar en el terreno de la blasfemia”, la anatematizaron desde el sitio www.blackcommentator.com donde la periodista Margaret Kimberley razona: “¿Realmente cree Rice que quienes se oponen a la guerra en Irak son comparables con los suprematistas blancos que mataban niños para su causa?” Esas víctimas, dice, “merecen algo mejor que ser usadas como cobertura para lo peor que Estados Unidos tiene para ofrecer”; la crueldad del accionar de los suprematistas blancos es comparable con la de “evocar el nombre de Denise McNair para decirnos que la paz es la guerra y que la libertad es la esclavitud”.
No se conocen declaraciones explícitas de Rice respecto de los derechos de las mujeres. Pero es leal vocera de una administración dispuesta a culminar las políticas de destrucción de los logros del movimiento de derechos civiles y del feminismo iniciadas en la década de 1980 por la presidencia conservadora de Richard Nixon, impulsadas con especial fuerza por el Partido Republicano ya dominado por la derecha religiosa que alcanzó la mayoría en las Cámaras bajo los mandatos de Clinton. La embestida contra los programas de acción afirmativa conciernen tanto a las minorías étnicas como a las mujeres. La defensa de los denominados “valores familiares” es la defensa de la familia tradicional de autoridad masculina y roles sexuales rígidos. La defensa de la vida invocada almismo tiempo que se bombardea sin resuello a las poblaciones de Afganistán e Irak, y se anuncia la posibilidad de nuevos blancos de ataques militares, es la voluntad de volver a penalizar el aborto, legalizado en 1973 a partir del fallo judicial Roe vs. Wade. Este “fetichismo del feto” coexiste con la reducción de los presupuestos para educación, salud y acción social y con la anunciada reforma de la seguridad social, empeorando objetivamente la situación de las familias, a favor del presupuesto militar. La política interna de la administración Bush no puede sino deteriorar las posibilidades de desarrollo social y profesional de las mujeres, además de inmiscuirse en su privacidad, en flagrante transgresión del culto a la libertad de conciencia que hizo el orgullo de la sociedad estadounidense.
Quienes quieran argumentar sobre el uso de designaciones en altos puestos de una mujer negra por el poder blanco, imperial y patriarcal, quienes quieran sostener la irrelevancia del sexo o la etnia en la defensa de los verdaderos intereses históricos en juego, encontrarán material en abundancia en la persona de Condoleezza y su carrera política. Pero tamaña ironía de la historia es irreductible a esos análisis. Allí donde la lógica hubiera instalado a un patriarca de ojos azules, con hijos, nietos y gesto arrogante, aparece una mujer de rasgos mulatos, de actitud firme y gestos delicados, sin familia, elegante y lejana. A su vista, una sensación de contradicción irresuelta estremece a quienquiera haya estado comprometido en las luchas contra la discriminación sexual o racial.
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