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Viernes, 16 de septiembre de 2005

DANZA

Desde el daño original

Una cartonera y un ciego se chocan, se tropiezan, se arriman, se avienen, confraternizan en un paisaje urbano poco hospitalario. Dos energías muy diversas están en juego, y también dos lenguajes. Rhea Volij, bailarina y coreógrafa de danza butoh, participó en la creación de Debajo del cielo, un poético espectáculo de danza-teatro que enaltece la idea de reconciliación.

 Por Moira Soto


Estaba escrito que Rhea Volij iba a llegar a la danza butoh por caminos occidentales y cristianos: escuela de danza, profesorado de expresión corporal, gusto por la cultura alemana, viaje a Europa... Pero antes de irse, un día en una clase de historia de la danza en la escuela de Margarita Bali, Volij vio un video de butoh y se encontró con algo que la impactó y que sintió muy afín: una concepción del ser humano muy poco inocente, a partir de Hiroshima: “La visión de cuerpos destruidos porque, como sostiene Katsumi Ijikata, creador del butoh, uno ya nace dañado”, dice la coprotagonista de Debajo del cielo, el conmovedor espectáculo de Máximo Salas que hace dialogar a dos expresiones tan diferentes como el butoh, que rige al personaje femenino, y el contact improvisación que despliega Pablo Medina, en un relato sobre la posible armonización de los opuestos.

“Ese cuerpo dañado nace de Hiroshima, con las marcas de lo que el hombre puede destruir en el mundo”, continúa la bailarina y coreógrafa. “Me sentí muy identificada, creo que en algún punto yo ya estaba haciendo butoh antes de aprenderlo. Estuve en Alemania, me fui a Francia y allí encontré a mi maestra, Sumako Koseki. Pasé del expresionismo, Nietzsche, Pina Bausch, a hacer butoh. Algo muy profundo en mi propia historia me llevó allí. En la expresión corporal yo sentía mucha división entre el aspecto técnico y el espiritual o expresivo. En el butoh no existe ese corte, es una maravilla. El cuerpo no es instrumento porque no ha padecido ni a Platón ni a la Iglesia. Ijikata dice que no se trata de pronunciar un discurso sino de descubrir un sentido. El cuerpo mismo abre caminos, es el lugar donde están las preguntas que el butoh contesta, pero sin mentalizar. De hecho, no existe la cuestión occidental de comunicación, no existe el mensaje. Es un viaje en el cual lo importante es el trayecto, no tanto el final. Es una danza de muchísima escucha del propio cuerpo. Es muy lindo lo que dice Francis Bacon de su pintura: que sale del sistema nervioso, que no es cerebral.”

¿Algo del orden de lo orgánico, relacionado con el butoh?

–Sí, pero desde un cuerpo poético. Kazuo Ohno, cocreador de algún modo, habla de la importancia de la improvisación en butoh y dice: “Ser libre no es hacer lo que uno quiera sino poder dejar atrás todo este cuerpo cultural con el que uno carga”. Hay una frase que circula entre los que hacemos butoh que es de Zea-Mi, el creador del teatro noh: para bailar hay que mover diez décimos el espíritu y siete el cuerpo. Se trata de encontrar el lugar justo donde realmente el cuerpo está siendo movido por el espíritu. Es todo un aprendizaje. En el noh se habla de la postura que se usa en las artes marciales, que es este lugar de la quietud, donde todo el despliegue de la fuerza, en vez de sacarse, se retiene dentro del cuerpo. Esto el butoh lo lleva aún más lejos simplemente porque no aparece el límite del código.

Aunque estuvieras intuitivamente encaminada al butoh, tuviste que asumir una diversidad cultural abismal.

–Una diferencia cualitativa enorme, después de tantos años de hacer expresión corporal y bailar con otra actitud, para mí, fue maravilloso dejar de ocuparme de “lo que yo siento” para hacer silencio y morir de lo cultural, de lo cotidiano, de lo ordinario, de todo lo que me construye a diario. Y quedar como un templo vacío.

¿Radicalmente descondicionada?

–Absolutamente. Este descondicionamiento representa un cambio enorme como punto de partida para bailar. Es necesario crear un cuerpo que contenga a muchos otros cuerpos para hacer butoh. A partir del silenciamiento de esta escritura cotidiana comienzan a aparecer otros cuerpos: de los ancestros. En el butoh se habla de la memoria animal, vegetal, cósmica. En nuestro caso creo que hay que considerar que la Argentina es un país muy especial. Como decía Borges, venimos de los barcos, hay una cuestión extraña con las raíces. Encima, Buenos Aires con esta impronta de la psicología, de pelearse con mamá y papá permanentemente. Yo veo en mí misma, en mis alumnos, lo benéfico que es reconciliarse con los ancestros. Saber que una camina y que los ancestros viajan detrás de nosotros es una imagen constante del butoh. Es una idea de mucha integración, de mucho amor. Yo agradezco un montón haber pasado por eso, haberme reconciliado no sólo con mis padres sino con mis abuelos que vinieron de Europa. Por supuesto que hay algunos alumnos a los que les cuesta porque tenemos esta cosa tan enroscada ¿no? Es verdad que se trata de otra mirada, pero no es una mirada imposible para nosotros. A veces asocio el butoh con el pensamiento, la cosmovisión de los pueblos originarios de América latina, tan indisoluble entre el árbol, la luna, el agua y el cuerpo. Es tanto lo que se suma en el butoh, hijo del siglo veinte, producto de la guerra. Es ultramoderno y a la vez puro artificio.

Nace en un momento en que avanza velozmente la tecnología, haciendo realidad la ciencia ficción.

–Ese aspecto está muy vívido en el butoh, es parte de su dibujo. Pero al mismo tiempo hay un gusto por el pasado, por lo antiguo, que es muy propio del japonés. En la poesía del haiku aparece constantemente. Esa complacencia por la taza vieja con una rajadura que denota el paso del tiempo. Una valoración tan diferente del consumismo americano con todo nuevito, flamante. En ese sentido, hay una cierta nostalgia que se extiende a la tierra, el bosque, a lo que lleva tiempo en su cuerpo. Pero sin melancolía, para nada. En los ‘60 hay un momento de flower power a la japonesa, bien crudo. Hay mucho humor en el butoh: Kazuo Ohno al hacer un homenaje al mundo entero se pone hasta banderitas de los helados de distintos países. Así como hay una reacción muy fuerte frente a la invasión norteamericana, el butoh nace y se nutre también de la cultura francesa. En un principio el butoh era un espectáculo de happening, los críticos hablaban de una estética de lo feo. Danza en rosa, de Ijikata, se relaciona con Jean Genet. Ese es el color de las prostitutas y él se viste de mujer. El butoh también tiene que ver con la androginia y con la transexualidad. En el kabuki, el hombre que hace personajes femeninos parece realmente una mujer, la onnagata. En el butoh, Ijikata puede estar con barba y con vestido, lo que aparece es un lugar de unión entre lo femenino y lo masculino.

¿Lejos de la travesti occidental que acentúa y sobreactúa hasta la caricatura los rasgos considerados femeninos?

–Al contrario, en el butoh hay toda una valoración de lo femenino y lo masculino como fuerzas que nos componen a todos. Ijikata primero trabajó con hombres. Después de unos años fue a su pueblo, en el norte, y recuperó sus raíces maternas, dijo que su hermana muerta se le metió en el cuerpo, que cuando baila si él se para, su hermana se sienta... Empezó a trabajar con mujeres y formuló un pensamiento muy lindo: para él, el cuerpo del hombre está encerrado en la estructura lógica, mientras que la mujer vive la parte ilógica de la vida, está mucho más cerca de la tierra. Y por eso, cuando baila, le es más fácil ir al lugar irracional. El butoh tiene una caminata que se llama suriashi, pies deslizados, que es como una variación del teatro noh, en la que busca acercar mucho el centro del cuerpo a la tierra. Cosa que para Ijikata tiene que ver con lo femenino. Tanto mujeres como hombres tenemos que pasar por esa caminata que libera el cuello, la espalda. Algo parecido a caminar un poco sentados. Un devenir mujer para encontrar la raíz, la tierra, los ancestros, lo ilógico... El espacio, el paisaje del butoh es el cuerpo, todo se despliega allí. Un cuerpo que no está diciendo yo, yo, yo. Es la disolución de ego para integrarse al universo.

¿Nos acercamos al budismo?

–Muchísimo, eso lo vemos nosotras a distancia. Sobre todo al budismo zen, aunque Ijikata dice que el butoh no nace de ninguna religión sino del barro. Tampoco es que el butoh es lento: es otro tempo, sobre todo otra intensidad. Una cierta cualidad de la energía que queda contenida, pero es fortísima.

¿Baja las defensas habituales del público occidental?

–Exacto, porque va a fibras muy humanas, no al cerebro. Como decía Artaud, es más bien un atletismo del corazón. Hay que atreverse a este atletismo, en todo caso, a devenir cucarachas, a aceptarse como seres muy frágiles que cargamos con mucha muerte encima.

¿Es muy exigente el entrenamiento?

–Sí. Paradójicamente, para bailar con esa lentitud el entrenamiento es muy riguroso, bastante yang, a veces muy masculino. Tiene componentes de artes marciales, muchos movimientos de guerreros. Luego este trabajo sobre devenires, lugares del alga, del agua donde sí aparece algo muy suavecito y blando. Se llega a esto con posiciones muy bajas, mucho esfuerzo físico, una intención de agotar el cuerpo. El músculo más difícil de soltar es el de la cabeza. Hay que correr mucho de cierta manera, colgando de un hilo, dejando caer los huesos. Pero parar con el pensamiento, morir, es el primer trabajo. De ahí, pasar a lugares poéticos.

¿Cómo aparece esta idea de reunir opuestos en Debajo del cielo?

–Hace muchos años leí Los avispones, de Peter Handke. Lo llamé a Máximo Salas, cuyo teatro me gustaba, y le comenté que la historia del ciego reciente que descubre el mundo me parecía un tratado de las sensaciones. A Máximo le encanta el texto, pero me dice que voy a ser una cartonera. Me clavó en la tierra. Era bajar de algo muy delicado que había hecho antes, La huella de la espuma, donde hablaba de lo inaprensible. Una transición muy grande, ensayamos un año y medio. Muy complicado bailar el hambre, poder llegar sin ningún prejuicio, sin ningún juicio de valor a comer de la basura. Creo que ahí el butoh me salvó. Aunque en esta puesta no hago butoh puro, lo sé, es otra experiencia. Para mí es muy enriquecedor encarnar a un personaje actual, real, y encontrarle su poética.

Todavía estamos trabajando este encuentro entre dos energías, con mucho respeto por las diferencias. Pablo Medina, Máximo, el músico Carlé Costa que me sostuvo mucho, todos venimos de experiencias muy distintas. Libera Woszezenczuk, por su parte, logró una simbiosis increíble con el vestuario, entendió este carácter del butoh de crear algo bello de lo horrible.

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Debajo del cielo ofrece sus últimas funciones los sábados 24/9 y 1º/10, en Espacio Callejón, Humahuaca 3759, a $10, estudiantes y jubilados a $7, 4862-7205.
 
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