Viernes, 16 de septiembre de 2005 | Hoy
A MANO ALZADA › A MANO ALZADA
(O la extraña encrucijada entre el cuerpo del delito y el cuerpo que se dona)
Por María Moreno
El caso de la beba cuyos padres son sospechosos de haberle provocado la muerte cerebral permite el género de especulaciones a los que el avance científico nos obliga sin acostumbrarnos. ¿De haberse decidido la desconexión del respirador artificial, la próxima secuencia hubiera sido la donación de órganos? ¿O nuevamente habría que haber consultado a los padres inculpados como sugirió en su momento, ante la posibilidad de suspender la ayuda mecánica, la jueza Amalia García de Fabre (quien tampoco protegió a Ludmila durante una sospechosa agresión anterior)? ¿La autopsia, hoy practicada en el cuerpo de la beba, era imprescindible para esclarecer el delito, aun de haberse decidido la desconexión del respirador? ¿Y la necesidad de aquella instancia, hubiera eliminado la posibilidad de donación? ¿Hubo algún instante en el que estuvo en juego la elección entre la búsqueda de pruebas definitivas de un delito y la salvación de vidas?
Hace algunos años, en una nota sobre la donación de órganos, la filósofa Laura Klein reflexionaba en estos términos:
–Antes, cuando moríamos, moría el ser humano con el ser vivo. Hoy se separa y es posible morir como ser humano y no como ser vivo. En el caso del trasplante para definir la acción se define la muerte. En un principio se consideraba muerte a la muerte cerebral, hoy basta con la cortical. En cualquier momento se va a definir como muerte la de un determinado punto de la corteza. La pregunta es por qué, para legitimar ciertas prácticas hay que definir qué es vida y qué es muerte. Entonces, debatir sobre cuándo el feto deja de ser una bellota –metáfora clásica utilizada por los partidarios de la despenalización del aborto– para transformarse en un roble; las fronteras entre el vegetal y el ser humano, para legitimar la práctica del aborto, la eutanasia y la donación de órganos sería obsceno.
Pero las declaraciones científicas que describieron en detalles la débil vida mental de Terry Schiavo o el informe de la doctora Susana Caminos de que “el corazoncito late porque se lo hacemos latir, pero la beba está muerta” no aquietan los fantasmas en torno de las condiciones en que a veces se deja de ayudar a la mera vida biológica. En el folletín de la donación de órganos faltó esta vez –aún en potencia– la escena verdaderamente donante: aquella en que un familiar en duelo presentido, que sabe que el cuerpo en agonía no es ya aquel ser querido a punto de perder, decide permitir que sus órganos sirvan para salvar otras vidas. Pero en este caso, aquellos que podrían haber decidido la donación de los órganos de Ludmila, serían aquellos que habrían intentado despedazar el cuerpo antes de que éste fuere pensado como seccionable para la ablación. Sin embargo, el anonimato respecto del receptor le evita al donante tanto que éste se angustie cuando el órgano donado no es aceptado por el cuerpo receptor, como que conserve la fantasía de que algo del muerto vive en otro cuerpo vivo. De haberse decidido una donación de órganos, las circunstancias en las que Ludmila empezó a perder la vida hubieran sido ignoradas por los receptores. Una ley sugestionada, culposa, llegó tarde y prefirió asegurar el castigo. La muerte natural se le adelantó y continúa amenazando a potenciales receptores de órganos, con la renovada desesperanza de padres dispuestos a sostener la vida de sus hijos. Los escrúpulos con que se imagina preservar una ética facilitaron un mayor número de víctimas. Sólo queda la módica justicia de probar quiénes fueron culpables de un delito.
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