Viernes, 12 de octubre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Al menos desde que se cumplieron 500 años del inicio de la conquista española de América hablar de genocidio indígena es políticamente correcto. Pero sólo espasmódicamente se advierte el modo en que las y los descendientes de estos pueblos siguen muriendo por causa de la exclusión, la discriminación y la falta de valorización de sus culturas.
Por Luciana Peker
“Mi papá está en lachugue, decía Elizabet González y decía río. “Mi papá está en aviaqu”, decía ella y decía monte. Pero Elizabet no sabía ni decía monte ni río a sus ocho años, antes de ir a la escuela. Hoy tiene treinta y nueve, pero habla con Las/12 y aunque su hablar fluye ella explica que traduce de su pensamiento originario al castellano, tan traducido como el nombre toba que ella denuncia impuesto y que define qom. Vive en Resistencia, Chaco, pero nació en Pampa del Indio –un nombre que define la identidad de la tierra y la expropiación de la tierra y sus nombres– y es vocal titular del Instituto del Aborigen Chaqueño.
A Isabel Condori le pegaban en la mano, también, a los ocho años y en la escuela. “Sí, con un palo. Una vez me preguntaron los colores y cuando me señalaron el gris dije oke y cuando me mostraron el marrón dije chumpi. La maestra tenía un palo y me decía: ‘No se habla así’ y los chicos también nos pegaban, a mis hermanos y a mí, porque nos decían negros”, hila como si hoy estuviera viendo el gris, el palo, el miedo, las palabras escondidas, la descalificación del mundo exterior y el mundo cálido y abierto de una familia abrazada a su identidad. Isabel tiene 66 años y una parte de la historia argentina que castigaba con la regla el desvío de las palabras originarias impregnada en la piel y en los poros de la memoria. Nació en Chicoana, Salta, y es kolla. Ahora trabaja como bordadora y expone sus blusas de colores y diseños originarios en la Feria de Mataderos. También es coordinadora del Consejo Nacional de la Mujer Indígena. “Nosotros no sabíamos que hablábamos mal, nosotros hablábamos como mi mamá y mi papá, un poco de kolla y un poco de aymara”, rememora.
Elizabet e Isabel son algunas de las mujeres que ahora hablan y extienden la voz de las mujeres y que son parte del libro Mujeres dirigentes indígenas (relatos e historias de vida), de la colección cultura ciudadana y diversidad de la Secretaría de Cultura de la Nación, en una revalorización que no sólo quiere rearmar el rompecabezas de una historia en donde los nombres del origen argentino están ocultos, sino que también implica y explica un presente de desnutrición, pobreza y contaminación.
“Si estamos igual, los españoles se siguen llevando todo. Ahora se llevan el petróleo y encima matándonos con la contaminación de las aguas. No cuidan la naturaleza. Los pueblos originarios cuidamos la naturaleza. Pero no es por nosotros. Es por todos los que habitamos la tierra. En el clima, en todo se nota, si en Catamarca los zorros ya no tienen pelos...”, desliza Isabel, en una parábola histórica sobre la conquista –que algunos llamaron encuentro– y la actual situación económica –que algunos llaman seguridad financiera– que ella enmarca en el ciclo que empezó con el aniversario de los 500 años de los españoles a América y que trajo vientos de renovación desde ese momento.
Ahora hay una ola de visibilización que se pueden ver en nuevos libros dedicados a chicos con la revalorización de la historia indígena (por ejemplo, la colección de Editorial Sudamericana sobre wichí, tobas o mapuches), aperturas musicales como las de Tonolec –que mezcla orígenes toba con música electrónica– o el pedido de que el feriado del 12 de octubre deje de nombrarse como el día de la raza (ver recuadro). Sin embargo, son más las cuentas pendientes, como demuestra la muerte de ocho mujeres aborígenes (y ocho varones más) por desnutrición, tuberculosis, anemia y otras enfermedades de la pobreza en el Chaco argentino. “Todavía no existe una política para los pueblos indígenas”, reclama Elizabet.
Rolando Núñez, del Centro Nelson Mandela de Chaco, empezó investigando el salvaje desmonte producido por la tala indiscriminada de árboles y se encontró con la más salvaje de las exclusiones: la desnutrición. “Nos dimos de frente ante una realidad de pobreza extrema, hambre, desnutrición, tuberculosis, Chagas, muertes prematuras o evitables. Todo esto nos decidió a que nos ocupáramos de investigar la realidad en torno a las comunidades originarias”, relata.
La mirada del Centro Mandela mostró esos cuerpos imposibles de mirar, tolerar, subsistir o dejar de mirar para que la muerte no pase como pasa el tiempo. El Chaco hubiera seguido siendo impenetrable si Rosa Molina, en septiembre, e Higinia Rodríguez, en octubre, no hubieran fallecido de exclusión crónica y su muerte no hubiera estado nombrada. Nombrada, pero, todavía, naturalizada. “De las dieciséis muertes que pudimos contabilizar, a pesar de las trabas que pone salud pública en el acceso a la información, ocho son mujeres”, señala Rolando Núñez y describe el femicidio de la pobreza: “La mujer es más vulnerable en las poblaciones indígenas. Presentan un mayor cuadro de desnutrición que los varones porque son madres multíparas, de manera que el embarazo y la lactancia producen efectos devastadores sobre ellas, mucho más cuando la magra dieta que consumen, mayoritariamente, se compone de harina y grasa. También vimos cómo ceden sus porciones alimentarias en favor de sus niños de manera sustancial. Esto también aporta un factor determinante para los cuadros de desnutrición, malnutrición y anemia. Además, no cuentan con agua potable o apta para el consumo. Son extremadamente vulnerables”.
La conmoción pública generó un fallo de la Corte Suprema de Justicia que obligó al Estado nacional y al gobierno chaqueño a dar asistencia urgente a las comunidades tobas. Sin embargo, el peligro es que cuando la exposición pase también se olvidará la exclusión de las más excluidas, de las olvidadas en el borde sin retorno de la muerte. Núñez diagnostica: “Es posible que cuando pase la ola de difusión masiva de la grave situación que rodea a las comunidades indígenas todo continúe igual y que la pobreza extrema se reproduzca”. “A raíz de las denuncias recién ahora van médicos a las comunidades. Como mujer indígena creo que tenemos que pensar por qué llegamos a esto. ¿Por qué hoy en día los hermanos se mueren? Ya no hay lugares donde ir a cazar, ni ríos donde ir a sacar pescados, ni raíces nutritivas en los montes y hubo una política que se metió en las comunidades de dar migajas a la gente para que se conforme.”
¿Para defender a las mujeres indígenas no será necesario que se escuche a las dirigentes que puedan señalar los problemas específicos de las mujeres, como la desnutrición y anemia por embarazos múltiples?
–Yo creo que sí. Pero a mí me costó doce años llegar a ocupar este lugar. Dentro de mis hermanos existe discriminación para con las mujeres. Se supone que nosotras estamos solamente para atender a nuestros maridos y nuestros hijos. Sin embargo, siempre estuvimos en la parte política. De hecho, fueron mujeres las que iban como espías para ver dónde estaban los españoles en la época de la gran matanza. No eran guerreras visibles, pero sí eran las que sostenían la comunidad y las que avisaban cuándo había que mudar la tribu. Y ahora somos las que más conocemos del tema de la alimentación y de la escasez y somos las que luchamos para que las mamás estén bien para alimentar a sus bebés. También hay grandes problemas de las mujeres, como la tuberculosis y el cáncer de cuello de útero, pero muchas ni tienen medios para llegar a un hospital –describe Elizabet.
La crudeza de la situación del Chaco muestra hasta qué punto de muerte y exclusión las vulnerabilidades se suman y ser pobre, ser mujer, ser indígena puede ser un destino de poco futuro. Sin embargo, aun a nivel nacional, los voceros de esta problemática fueron varones. ¿Qué pasaba con las mujeres que podían hablar de que las mujeres sufren por el embarazo mayor descalcificación y desnutrición? ¿Qué pasaba con las voces de mujeres que podían defender a otras mujeres? No es que no existan, pero sí reconocen que tienen que pelear contra varias discriminaciones: las sociales, las políticas y las de muchos varones de sus propias comunidades.
Isabel empezó su militancia en la Asociación Indígena en los ochenta. Pero no fue fácil. Ella recuerda: “Las mujeres teníamos que cebar mate y estar calladitas. Si llegaban cartas para invitarnos a un congreso nadie creía que podíamos viajar y ni nos avisaban. Hasta que nos empezamos a organizar entre nosotras”. La coincidencia con el doble frente une a las mujeres. “Todo el proceso de colonización ha atravesado a todos los pueblos originarios. Los valores del patriarcado están insertos en nuestras comunidades. Se padece el machismo como un síntoma de la colonización. En la cosmovisión original hubo una visión de complementariedad, dualidad y horizontalidad entre varones y mujeres pero hoy no lo vivimos así. Las mujeres de los pueblos originarios estamos afectadas por el machismo. Hay una soledad muy fuerte de las mujeres de los pueblos originarios que tenemos que llevar adelante no solamente la reafirmación de nuestra identidad, sino nuestra revalorización de ser mujeres”, subraya Moira Millán, integrante de la comunidad mapuche Pillan Mahuiza y vocera del Frente de Lucha Mapuche y Campesino de Chubut.
Moira acepta que el machismo está en el interior de las comunidades y la dirigencia indígena y que ésa es una realidad que tienen que cambiar para que el lugar de la mujer no sea el de la postergación ni la de la foto del horror o el adorno. “Estamos cansadas de dar tantas batallas –se queja–. Encima de ser violentadas y rechazadas por la sociedad tenemos que dar la misma batalla y convencer a los hermanos varones de la importancia de nuestro rol. A veces es más fácil pararnos delante de un funcionario blanco y decirle lo que pensamos que defendernos en nuestras casas, ante los hombres que amamos, por el lugar que tenemos que ocupar.”
A pesar de que cada dos argentinos o argentinas uno tiene algún nivel de sangre indígena, para muchos los rasgos y rostros originarios son sinónimos de migrantes de Bolivia o Perú y ser de Bolivia o Perú es, según esos parámetros, sinónimo de inferioridad. A pesar de creer que la Argentina es un país de inmigrantes con grupos minoritarios indígenas, un estudio del investigador del Conicet Daniel Corach, del Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de Buenos Aires, que se realizó con muestras de ADN de 12.000 argentinos –también de sectores urbanos y de la Capital Federal– demostró que el 56 por ciento de los habitantes actuales de Argentina tiene algún rasgo amerindio en sus huellas genéticas.
La mixtura nacional es fuerte, claro, por eso sólo en el 10 por ciento de esos casos los datos genéticos de pueblos originarios son absolutos, sin ningún rasgo europeo. Pero, a la vez, la mayoría de morochas y morochos –por decir un rasgo posible de la ascendencia originaria– no se identifican, reivindican, investigan o se enorgullecen de su cuota de identidad indígena. Los datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) también hablan de una incidencia de la población indígena mucho mayor de la que –todavía– figura, por ejemplo, en las guías turísticas que marcan a la Argentina con una población de un 86 por ciento de ascendencia europea. Pero, muy contrariamente a esta idea, en una encuesta realizada, entre 2004 y 2005, por censistas indígenas en 57.000 hogares, se encontraron 402.921 pobladores indígenas de veintidós pueblos distintos. Sin embargo, en el imaginario social todavía las mujeres indígenas son extranjeras del ser nacional.
“Este es un país discriminatorio. En otros países no se sufre la discriminación como acá. Por ejemplo, una vez estaba esperando en la estación de Retiro a un grupo de hermanos que llegaban de Tartagal y el ómnibus se retrasó. Por eso, me quede varias horas ahí. Hasta que un policía se acercó y me preguntó mi apellido. Cuando le dije ‘Condori’ me replicó: ‘¿Sos boliviana o peruana?’. Eso ya es discriminación, porque a los que somos del norte nos llaman bolivianos, a los guaraníes les dicen paraguayos, a los mapuches les dicen chilenos. ¿Entonces nadie es argentino?”, se pregunta Isabel. Pero también contesta desafiante: “Sí, la verdad es que los argentinos son los que vinieron en los barcos porque cuando estábamos nosotros éramos los mapuches, los diaguitas, las naciones originarias. Por eso los argentinos no sienten nada de orgullo por la identidad originaria”.
La palabra Bolivia se repite como una descalificación en la boca de quienes la pronuncian, como una manera de limpiar lo que el mapa genético de Argentina reafirma. El ADN argentino –aunque se invisibilice– es también indígena. “Ser indígena genera rechazo por la calle”, denuncia también Moira Millán. “El año pasado, en Buenos Aires, un grupo de chicos que estaban tomando cerveza me gritaron ‘boliviana de mierda’. Me paré a decirles que era mapuche y que los bolivianos eran un pueblo hermoso. Se levantaron para golpearme y terminé corriendo y escondiéndome en una cafetería. ¿Cuál era mi delito? –se pregunta– ¿Tener rostro indígena?”
Pero las formas de la discriminación no son sólo agresiones, también la falta de respeto por la cultura. Isabel tiene diez hermanos, pero su mamá no aceptó ir al hospital. “Ella estaba acostumbrada a tener los hijos en la casa, con mujeres. Le parecía horrible ir al hospital a que la vean los hombres”, rememora en un acto hoy revalorizado por las nuevas parteras y comadronas. Isabel habla mucho, en la cultura, del respeto a las mayores; de Vitalicia, su mamá, de 97 años, un nombre de un pueblo, muchos pueblos, que no mueren, sino que tienen una identidad que hoy se revitaliza. “Ella coquea y por eso se cae y no le pasa nada, porque la hoja de coca tiene mucho calcio. Pero la coca no es una droga, sería lo mismo que comparar a la uva con el vino”, diferencia Isabel.
Pero no sólo se ensanchan las diferencias. También se actualizan las esperanzas. Moira apuesta: “El gran desafío son nuestros hijos e hijas. Hay una posibilidad de salirnos de la colonización patriarcal a partir de la educación que les damos como mujeres y como madres a nuestros hijas”. Y Elizabet cuestiona esa lengua que ya no quiere trabar, sino regalar: “Nosotros respetamos a la sociedad, pero también en las escuelas se debería conocer más de nosotros. Yo aprendí francés en el Chaco. ¿Por qué no se puede empezar a enseñar toba en las escuelas o universidades? Para hablar con vos yo tengo que pensar en mi idioma y traducirlo. También puede ser al revés ¿no?”.
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