Viernes, 12 de octubre de 2007 | Hoy
SOCIEDAD
Casi cinco mil personas llegadas de los puntos más distantes del país marcharon, al inicio de la primavera, por la ciudad para reclamar por la tierra, su tierra, amenazada por un modelo productivo que la agota, la contamina y la parcela, acorralando a los animales y entubando el agua que debería ser comunitaria. Las mujeres son mayoría en este movimiento campesino e indígena; aquí, sus historias, sus luchas y su propuesta para la producción de alimentos.
Por Gimena Fuertes
En los primeros días de la primavera, alrededor de cinco mil personas de diferentes provincias dejaron de caminar por sus fértiles pagos para ir a Buenos Aires a conocer y escrachar las fachadas de esos implacables edificios espejados de nombres corporativos donde se asientan las oficinas de quienes en sus tierras los quieren sacar a punta de rifle. Es que para estas gentes del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) el territorio es mucho más que un pedazo de tierra: es espacio de vida, salud, educación, género, producción, organización y lucha. Estos campesinos y campesinas no sólo reclaman por espacio de pertenencia sino que se enfrentan a un modelo de agronegocios que hace que el tomate esté cada vez más excluido de la comida cotidiana del resto del país.
Muchas de las historias que entrelazan las comunidades a las organizaciones locales y luego al movimiento nacional tienen un origen en común: algunas madres, otras hijas, otras hermanas que empezaron a ir a las reuniones preocupadas por lo que vivían día a día, y después sumaron al resto de la familia, la mayoría de las veces más que numerosa.
Olga González tiene 39 años, es de la Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra (UST) de Mendoza y recuerda que, en su organización, las primeras en juntarse fueron las mujeres. “Una vez, viniendo de la escuela, me fui para una reunión con las chicas que iban a un encuentro de campesinos. Escuché que conversaban sobre la comercialización de los productos, sobre cómo hacían para trabajar. No me animaba a hablar. Pero vino una y me dijo: ‘Si te interesa, juntá familias por allá en tu casa y hacemos una reunión’, me dijeron. Así empezamos a venir nosotras, a ir ellas, y se integraron otras también. Al principio fueron todas mujeres, y después se fueron sumando las familias completas. Participar de las reuniones es lo más lindo. En los grupos de base discutimos qué es lo que se está trabajando”, dice una que ya no sólo escucha sino que ahora habla y decide.
Nidia González tiene 23 años y desde hace tres que ingresó a la UST del departamento de Lavalle. Detrás de ella vinieron sus padres, hermanos y sobrinos. “Somos de la comunidad huarpe Laguna del Rosario y estamos conformados en comunidades indígenas. Vivimos ahí desde siempre y creemos que esas tierras nos corresponden por preexistencia”, asegura. Cada una de las 120 familias que integran esta organización tiene su “puesto”, un espacio donde está ubicada la vivienda y el resto de terreno abierto donde se crían los animales. “En nuestro campo no hay alambrados ni límites ni nada, es todo para todos. Si los animales se pasan para el otro lado, está todo bien y así lo queremos. Pero el gobierno quiere reconocernos un pedacito de tierra y que nos quedemos ahí. No entienden que es el mismo terreno que es de todos”, explica con paciencia. Históricamente los campesinos han poseído la tierra en forma comunitaria en campos abiertos y por eso exigen al Estado que así lo reconozca. Pero en el sistema jurídico no figura la propiedad comunitaria de la tierra, ausencia legal que ahora es reivindicación de este movimiento.
Según los cálculos del MNCI, el 82 por ciento de los productores, ya sean familias campesinas o trabajadores rurales, ocupan sólo el 13 por ciento de la tierra, mientras que el cuatro por ciento de las denominadas explotaciones agropecuarias son propietarias del 65 por ciento del total de la tierra utilizada para la producción. La consecuencia de la concentración de la tierra en pocas manos es la expulsión de las familias campesinas a través de métodos violentos y engaños.
A partir de las resistencias de las comunidades a dejar su lugar de pertenencia, muchas de las veces los campesinos y campesinas terminan siendo imputados. Ese es el caso de Ramona, una santiagueña de 27 años que habla hasta por los codos y que ya cuenta varias causas en su historial jurídico. Hace tres años que ingresó al Mocase (Movimiento Campesino de Santiago del Estero - Vía Campesina), y ahora toda su familia pertenece al movimiento, “hasta mi nena de cinco años”, aclara. “La mayoría de los casos de Santiago son iguales. Les muestran plata a la gente y les hacen firmar papeles que son más truchos que ellos. Si les decís que no y si no estás preparado, se vienen con policías y todo. A mi casa vino la Infantería en febrero del año pasado. Encerraron a toda mi familia durante diez días y fuimos con todo el movimiento para sacarlos. Todos quedamos con causas judiciales abiertas”, recuerda Ramona.
Las empresas que desean expandir su influencia en Santiago del Estero son Madera Dura del Norte, que se calcula que posee unas 156 mil hectáreas dentro del departamento santiagueño de Alberdi, y Conexa SA, que en departamento Copo ya suma 75 mil hectáreas, donde compite por el espacio contra 900 familias campesinas.
Rosa Córdoba tiene 33 años y vive en el paraje La Armonía, del departamento de Copo, y también es del Mocase. “Estoy organizada ya desde hace tres años. Todo empezó en un fin de año, cuando circulaban comentarios de que andaban dando vueltas los terratenientes que iban a usurpar las tierras. Golpeamos las puertas de jueces, policías, políticos: todas estaban cerradas. Un día una amiga nos dijo que había una organización que estaba en Quimilí, que defendía las tierras y asesoraban a la gente. Los llamamos y empezamos la lucha. Estar en la lucha significa defender nuestros derechos, nuestra posesión de la tierra. Mi tarea no es sencilla, crío chanchos, gallinas, todas las tareas... hay que baldear. Vivimos en comunidad, nadie dice ‘esto es mío’. Los animales van para todos lados, compartimos la tierra, por eso luchamos: no a los alambrados, no a las topadoras y no a los desmontes”, sintetiza.
A la hora de organizar la producción en el campo, los rígidos roles familiares fueron cuestionados. Dentro de las instancias de formación y aprendizaje del MNCI se desarrollan talleres de género para que las tareas sean intercambiables. “En Santiago los hombres eran muy machistas —cuenta Ramona, de la comunidad de base Sol de Mayo—, y todavía hay algunito. Pero les hemos puesto las riendas. Ahora las mujeres hablamos y nos respetan las decisiones que tomamos, somos partícipes de la producción, en las fábricas de dulces, los tejidos, el comercio. Algunas esquilan, hacen el hilado y lo pintan con raíces naturales. Otras cuidan las vacas, chivas, chanchos, gallinas. Son saberes ancestrales que tenemos las mujeres como forma de producir. Y ahora las tareas son en conjunto, antes estaban separadas. Antes los hombres que se dedicaban ‘al poste’, que es traer madera del monte para los postes, venían a la casa y tenían todo servido; ahora no, van asumiendo otros roles. Todo esto es debido a los talleres de género. Te ayuda a crecer, a que no haya egoísmo ni centralismo en la organización, que todos seamos partícipes”, explica.
La producción campesina contempla el autoconsumo de las familias primero y la comercialización de los excedentes después. Lo mismo proponen a nivel nacional: primero alimentar en forma sana y suficiente a todo el país a través de la utilización de métodos de producción no extractivos que permitan la regeneración de los nutrientes de la tierra, y las exportaciones, sólo si sobra. Según denuncian estas mujeres, “el modelo de agronegocios actual considera como única forma de producir en el campo las leyes del libre mercado”. Ellas y sus familias fueron desplazadas, y sus producciones, orientadas al consumo popular y basadas en el trabajo familiar y la explotación comunitaria, quedaron arrinconadas.
Olga González, jefa de una familia de 13 miembros, tiene puesto de cabras. Pero cuando era chica, antes de que empezara a escasear el agua, sus padres sabían sembrar y cosechar el maíz, la papa, tomate, porotos. “Ahora es imposible porque no hay agua. Y las tierras son muy buenas, pero el agua va tan canalizada que no llega, es agua perdida porque no sabemos dónde va a dar. Nos prometieron que iba a venir el río no sé cuántas veces ya”, se queja con su voz aguda.
Las compañeras de Ramona la cargan porque no puede parar de hablar. Ella es maestra y ahora está haciendo la tecnicatura en Agroecología de la Universidad Campesina del Mocase, carrera avalada por el Ministerio de Educación de la provincia y de la Nación, y explica las diferencias con la educación formal. “Hice el profesorado de docente y veía mucha discriminación, tanto con nosotros como alumnos y después cuando íbamos a hacer las prácticas con la escuela, como con los mismos chicos. Los del campo nos sentíamos discriminados en comparación con los chicos del pueblo. Veía que esos chicos, cuanto más los maltratabas, más rebeldes se ponían, buscaban cariño y no lo encontraban, eso me dolía. Acá, en la Universidad Campesina, juntamos los saberes ancestrales que vienen de generación en generación con los contenidos técnicos que se dan en las universidades. Esta carrera es una herramienta para la organización y para todos nosotros.”
Patricia es compañera de estudio de Ramona, tiene 21 años, es de la comunidad Santa Clara y es la fotógrafa de su comunidad. Tiene una nena de seis, terminó el secundario y empezó la carrera para agroecóloga. “Lo bueno es que la teoría y la práctica van juntas. Vemos desde Matemática, Anatomía y fisiología animal hasta Historia latinoamericana. De lo que cada uno sabe de sus antepasados, lo que nos fueron contando nuestros viejos, lo vamos aportando entre todos”, relata.
Rosa es tímida pero firme al hablar. Cuenta que estaba estudiando enfermería y ahora se pasó a agroecología. “Se nota mucho la diferencia, porque en la educación tradicional leés y leés pero no lográs imaginarte la realidad. Y ahora esta tecnicatura me encanta, mientras aprendemos vamos produciendo.”
Rosa también participa como enfermera campesina del área de salud del movimiento donde se busca recuperar los saberes populares referidos a las plantas, hierbas y yuyos medicinales enmarcados en un sistema de cuidado de la salud, que implica prácticas culturales y de alimentación sana.
Ramona sigue hablando: “Tenemos que sentirnos felices de vivir como vivimos, a veces nos llaman ‘los campesinos’ despectivamente. Pero tenemos que defender lo que tenemos, que es invalorable. Eso hace que seamos una comunidad: la unión, la fortaleza y las ganas de defender los derechos, el lugar donde vivimos”.
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