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Viernes, 25 de julio de 2008

SOCIEDAD

La vereda de la informalidad

El de las empleadas domésticas sigue siendo el más precario de los empleos femeninos: en muchos casos no tiene horarios, su valor económico varía según acuerdos privados, carece de organización sindical fuerte y centralizada y tampoco es frecuente el amparo de una cobertura de salud. En Argentina, se estima que más de un millón de mujeres revista en el sector, aunque sólo la cuarta parte haya sido registrada. Pero la conmemoración, el martes de esta semana, del Día Internacional del Trabajo Doméstico pasó otra vez inadvertida.

 Por Soledad Vallejos

Fue en 1983 cuando el II Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, realizado en Lima, declaró el 22 de julio Día Internacional del Trabajo Doméstico. El objetivo no era menor: lograr la visibilización de las tareas que aseguran el mantenimiento y la reproducción social puertas adentro, hacer que se vieran los aportes que esas acciones generan a la sociedad y la economía. Sin embargo, poco ha cambiado desde entonces.

Todavía es el más precario de los empleos femeninos: se desarrolla en la informalidad de un acuerdo privado; tiene –sin embargo– una presencia cotidiana y llega a extenderse, con toda su carga (y sus consecuencias) de outsider, tantos años como tenga una vida. El trabajo doméstico es, por lejos, uno de los indicadores más fuertes de las brechas de género: desempeñado abrumadoramente por mujeres (aun cuando muchos textos legales, por no excluir, hablan de “trabajadores domésticos”), se origina en no pocos casos en la incorporación de otras mujeres al mercado de trabajo formal. La reacción suele ser en cadena y generar un efecto dominó: el lugar frágil de mujeres que habitan la economía informal es lo que, en muchos casos, hace posible el empoderamiento de las mujeres en la economía formal. División sexual de las tareas del hogar mediante, que existan mujeres de sectores medios con posibilidades de desarrollar actividades remuneradas (y calificadas) fuera de su casa genera la demanda de mano de obra para lo pendiente puertas adentro.

En 2006, un informe del Instituto para el Desarrollo Social Argentino ponía en números las brechas de género y clase en Argentina: el servicio doméstico representaba el 17% del empleo femenino total; una de cada tres mujeres con bajo nivel de educación formal trabajaba como empleada doméstica; el 34% de ellas eran jefas de hogar; el 46%, pobres; el 42% estaba “en edad fértil”. El año pasado, en el documento Desafíos para la igualdad en el trabajo: Argentina, la OIT señalaba la persistencia de la desigualdad entre mujeres de distintas clases y su arraigo en lo relacionado con los cuidados. Que haya niñas y niños en el hogar, sostenía, marca la necesidad de atención doméstica, al tiempo que puede funcionar como condicionante de la inserción laboral de las mujeres. “La inactividad femenina es mayor entre las mujeres pobres y se incrementa con la cantidad de hijas. La desigualdad en la inserción laboral de las mujeres, particularmente de las mujeres pobres con gran cantidad de hijos e hijas menores, se vincula con el reducido acceso a servicios de cuidado.” Que las responsabilidades domésticas sigan recayendo mayoritariamente sobre las mujeres (de acuerdo con Encuesta Permanente de Hogares, el 60% de las argentinas declara ser la principal encargada de las tareas domésticas, y el 65% de los varones declara ni hacerse cargo ni “ayudar” en ellas) marca, en más de un caso, las diferencias.

EMPEZAR POR EL NOMBRE

“Al tratarse de sectores mayoritariamente no registrados, se vuelve difícil manejar datos concretos”, señala Olga Hammar, presidenta de la Comisión Tripartita de Igualdad de Oportunidades, dependiente del Ministerio de Trabajo nacional. A eso, “se suma la característica del trabajo, que es que se desarrolla de manera aislada, individual, mediante la que estas mujeres entran en relación de dependencia mayoritariamente con otras trabajadoras de sectores medios, que podemos convertirnos así en empleadoras no formales”. El hecho de que se trate de labores necesariamente realizadas en cierta soledad, que no genere en su desarrollo la solidificación de vínculos de compañerismo y reconocimiento de situaciones similares de manera colectiva incide, cree Hammar, en algo elemental para el reclamo de derechos: la organización gremial.

–Sabemos que hablamos de miles de personas con características distintas, entre las que hay que contemplar también las características regionales. No es la misma situación la de una trabajadora doméstica de una casa en Capital Federal o en el conurbano bonaerense, que trabaja por horas, que la de otra que lo hace en alguna de las provincias del interior, donde tal vez la relación laboral sea más estable, pero a la vez de tipo familiar. Otro factor importante es que se trata de un sector de mujeres que, por la informalidad misma, no tiene en claro su condición de trabajadora asalariada. No han visto mayormente la necesidad de una organización sindical, de darse una estructura gremial que las defienda. En primera instancia, no suelen visualizar el papel de un complemento previsional que puedan tener, como la obra social: históricamente no han gozado de él, o suelen depender de la cobertura de una obra social derivada del marido o de otro familiar.

¿A qué atribuye esta falta de organización, además de a la falta de comprensión de sí mismas como trabajadoras?

–Creo que también se relaciona con un concepto de ciudadanía, o con la debilidad de ese concepto. La misma fragilidad de ese empleo, que a veces hacen o a veces no, que asumen muchas veces como un ingreso que complementa el del varón de la casa, las lleva a no imaginarse en condiciones de gozar de una obra social, de un carnet que las registre como ciudadanas y trabajadoras, donde puedan percibir salarios pactados de otra manera.

¿Qué tendría que cambiar para que el empleo doméstico deje de estar tan regido por lo informal?

–Esto tiene que convertirse en un hecho político. ¿En qué sentido? En que desde las políticas públicas hay que instalar con fuerza el tema. Porque no se trata solamente de una cuestión previsional, sino de un tema más profundo: qué se hace respecto de esas mujeres, que se estima que son aproximadamente un millón. El cambio cultural respecto del servicio doméstico es un hecho político que hay que tomar. Se puede hacer: hace más de veinte años, se hizo algo similar respecto de los encargados de las casas de departamento, cuando a nadie se le ocurría que esa persona podía ser un trabajador, por ejemplo, con horarios y entonces se estableció claramente ese tipo de cosas. Se definieron los horarios de trabajo, se instituyó que a partir de cierta hora no se le podía ir a golpear la puerta, se trabajó fuertemente para establecer que no era un sirviente sino un trabajador, un empleado de casa de renta. Es el mismo caso, es lo que hay que hacer con respecto al servicio doméstico.

Hammar comenta, además, que la formalización de este tipo de trabajo, y la comprensión de las desigualdades de género que suelen asociársele, forman parte de una agenda de mediano plazo: su visibilización ha sido propuesta como una de las acciones clave que, desde el Ministerio de Trabajo, cabría llevar adelante de cara al Bicentenario.

–Si esto se define como una política de Estado, lo que hay que hacer es una transformación de la cultura: pasa por las empleadoras, por las trabajadoras del servicio doméstico, por la sociedad en su conjunto. Mientras siga permaneciendo en la clandestinidad, producto de la necesidad, estamos mirando para otro lado. El problema subsiste, pero nunca forma parte de la agenda de lo urgente, solamente las organizaciones de mujeres plantean la necesidad de abordar este tema. Pero se trata de convertirlo en hecho político, que deje de ser algo marginal, y que no se entienda sólo como una cuestión fiscal de registro del empleador, sino más profunda. Es preciso hacer una revalorización cultural de la cuestión, empezando por acabar con la denominación de “sirviente” o “la muchacha que trabaja en casa”, para nombrarla como trabajadora de casa de familia. Porque hay una visión peyorativa, que se extiende a ellas mismas, y allí es preciso instalar su identidad como trabajadoras. Junto con esa reivindicación, se puede llegar al reconocimiento legal que les corresponde.

CUESTION DE FORMAS

“Guardar lealtad y respeto al empleador, su familia y convivientes, respetar a las personas que concurran a la casa, cumplir las instrucciones de servicio que se le impartan, cuidar las cosas confiadas a su vigilancia y diligencia, observar prescindencia y reserva en los asuntos de la casa de los que tuviere conocimiento en el ejercicio de sus funciones, guardar la inviolabilidad del secreto familiar en materia política, moral y religiosa y desempeñar sus funciones con celo y honestidad, dando cuenta de todo impedimento para realizarlas, siendo responsables del daño que causaren por dolo, culpa o negligencia.” Era 1956 cuando el gobierno de la Revolución Libertadora reguló mediante el decreto-ley 326 las obligaciones de “los empleados de ambos sexos” dedicados a tareas “dentro de la vida doméstica”. La etiqueta exhibe en cada palabra lo difícil que fue poner en el papel algunos recovecos de la cotidianidad. Esa reglamentación –que todavía está vigente– trata de aprehender rasgos del terreno de lo inasible, como lo son las reglas de una convivencia que no es tal pero a veces sí, de alguien que vive en la casa pero no es de la familia, de una persona que puede conocer al dedillo rutinas y formar parte (muchas veces esencial) de ellas pero también jugar en el límite de lo invisible, cuando no serlo. El servicio doméstico, por otra parte, brilla por su ausencia en la Ley de Contrato de Trabajo, regida como está por el decreto-ley 326, que además de normar estipula: no se contempla licencia por maternidad (aunque sí por enfermedad) ni seguro por accidente; es preciso “munirse de una libreta de trabajo” (que se tramita presentando una foto y tres certificados: de salud, de domicilio y de buena conducta); se considera que hay relación de dependencia cuando la persona trabaja al menos cuatro horas diarias cuatro días a la semana en el mismo hogar; las vacaciones son de 10 días hábiles cuando la antigüedad es de hasta cinco años, de 15 días cuando se llevan trabajados entre cinco y 10 años, y de 20 si son más de 10; para lograr la jubilación se precisan 30 años de aportes.

El año pasado, una evaluación de la campaña de blanqueo de empleadas domésticas que llevó adelante la AFIP daba un saldo asombrosamente positivo, para lo que habían sido las previsiones oficiales: las registradas se cuadruplicaron y llegaron a sumar poco menos de 250 mil, un número antes impensado pero todavía lejano al millón que –se estima– trabaja en el sector. En las provincias, esporádicamente surgen intentos de asociación que resultan exitosos en un principio y lentamente, por acciones y omisiones de las propias organizaciones y sus interesadas (la inexperiencia política tiene mucho que ver), pero también por la ausencia de interés de organismos similares de otras ramas laborales, suelen languidecer. Pasó, por ejemplo, en La Rioja, con el Sindicato de Empleadas Domésticas de La Rioja, que en su fundación, en 1986, contaba con tres mil socias sobre un total estimado de cinco mil empleadas domésticas (sólo en La Rioja Capital), pero en 2005 sólo reconocía a 200 como activas. En Neuquén, en 1984, como correlato de la agitación de una serie de huelgas de trabajadores de la construcción, se fundó el Sindicato de Empleadas Domésticas provincial; llegó a tener más de dos mil inscriptas y contar con una guardería; tuvo parte en la sanción de una ley provincial (la 18.019) sobre servicio doméstico y, como consecuencia, en la libreta de trabajo expedida por la Subsecretaría de Trabajo en la que figuraban los aportes jubilatorios y la antigüedad laboral. Con la crisis de 2001 y sus prolegómenos, la organización decayó, junto con el nivel de empleo. Actualmente, en la misma provincia la ONG Trabajadoras Domésticas en Lucha habla de 10 mil mujeres registradas sólo en la ciudad capital, el 85% de ellas inscriptas en la modalidad de retiro.

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