Viernes, 25 de julio de 2008 | Hoy
DEBATES
Como parte del espacio político Carta Abierta, María Pía López –ensayista, socióloga, docente universitaria– aportó en los últimos meses la capacidad de nombrar la complejidad del conflicto con el agro más allá de sus intereses y protagonistas inmediatos y mediáticos. Aquí vuelve a poner palabras sobre el día después al abrupto fin del proyecto oficial en el Senado.
Por Veronica Gago
El espacio de Carta Abierta, que reúne a cientos de intelectuales y artistas, ha sido en los últimos meses una de las principales usinas de términos y de interpretaciones sobre el conflicto entre el Gobierno y el campo. Sobre todo, intentando nombrar la complejidad de las dinámicas en juego, más allá de sus referentes inmediatos y mediáticos. María Pía López, ensayista, docente universitaria e integrante de Carta Abierta, escribió tras la derrota del proyecto oficial en el Senado un texto titulado “Dolor” en el que analizaba el desenlace de la disputa como el triunfo de una extendida “subjetividad de derecha”. Embanderada en el “individualismo económico” y en una “concepción racista” de la vida en común, esa subjetividad dio voz a un “catecismo de circulación masiva”, argumentó López. En esta entrevista con Las12, lleva su análisis a las formas de comunicación que adoptó el conflicto, los lenguajes con que se llamó a la movilización y, también, al modo en que es percibida la retórica presidencial.
—Me parece que lo que se activó en los últimos meses fue un tipo de sensibilidad social, heredera de las más profundas transformaciones del país. Un tipo de sensibilidad que se organiza en función de la ruptura de lazos comunitarios y de la desazón y desconfianza frente a la política y frente a todo lo que no tenga una explicación basada en el interés económico directo. Eso no lo crearon los medios, sino los modos sociales de vida, pero los medios masivos de comunicación despliegan sus técnicas de montaje y edición de contenidos de modo de ensalzar esa subjetividad como única legítima. Lo hacen con una fuerza enorme. Retoman el sentido común y lo convierten en objeto de afirmación plena: dicen lo que la “gente” piensa pero proveyendo a la “gente” de imágenes poderosas para ratificar esa subjetividad. La situación es problemática en lo que hace a la relación entre subjetividad, medios y política. Porque el discurso político, con sus términos y símbolos clásicos, queda desfasado respecto de esa otra articulación. Por eso, el héroe mediático es (Alfredo) De Angeli y no (Eduardo) Buzzi.
—No son contradictorios, sino momentos distintos de una despolitización muy extendida socialmente. Pero también por eso, resulta más estremecedor Buzzi que De Angeli, al enlazar esa situación de desapego respecto de la política y primacía de los intereses inmediatos con discurso político en el sentido más fuerte. Eso lo puede hacer porque los símbolos flotan sin arraigo, circulan como monedas de cambio social. Quizá la mediatización es esa ausencia de arraigo y la sustitución de la escena de producción social de articulaciones por una escena espectacular de enlaces y difusión de símbolos. El poder enorme que tienen los medios es correlativo a la impotencia de otros territorios.
—El Gobierno ha sido débil en el plano de la comunicación política y también en el de la reflexión cultural. Porque ante una situación notoriamente nueva y con lógicas comunicacionales inéditas, respondió con el arcón de los recuerdos. De un modo raro, y por momentos contradictorios, articuló la reposición de categorías antiguas —y también lo hizo gran parte de la sociedad, que leyó lo que sucedía como una pura reedición del pasado y activó las napas de racismo y exclusión heredadas—-, como las de pueblo y oligarquía, con una reivindicación ingenua de la tecnología. Me parece que estamos ante un Gobierno capaz de asumir distintos riesgos y de moverse en diversas situaciones, pero que no despliega los argumentos para hacerlo. Y que al difundir una interpretación forjada de un modo rígido no logró extender sus interpelaciones a aquellos que resultaban beneficiados por sus políticas.
—La estrategia comunicacional y cultural no puede desplegarse sin otro tipo de relación con los medios de comunicación, que a lo largo del conflicto demostraron una cerrazón sin igual a pensar las diferencias y transformaciones que se estaban operando en la escena. La condena mediática a las marchas como resultantes de un clientelismo anticiudadano, la mentira explícita respecto de las condiciones de esas movilizaciones, mostró que además de construir argumentos más precisos y símbolos más capaces de interpelar, es necesario una intervención más directa en el plano de la creación, apoyo y difusión de los medios públicos de comunicación. El tipo de interpretación que el Gobierno arrojó a la movilización puso un énfasis claro en la dimensión política de la vida pública. En ese sentido, la última movilización mostró un abanico de personas y grupos muy diversos, que acompañaban más el momento de politización como apertura o umbral. Mi impresión es que se veían las retenciones más como indicios de una política a desplegar que como algo ya evidente.
—El discurso del Gobierno fue variando durante el conflicto por las retenciones, y cuando llegó a la enunciación de que había que situar en la agenda democrática el tema de los recursos económicos y su distribución fue acompañado por muchas personas y también sancionado por muchas otras. Creo que la última plaza, la del Congreso, fue algo distinta de las anteriores, porque las “plazas de Mayo” estuvieron signadas por la necesidad de defender a un gobierno electo democráticamente y a su soberanía para definir políticas, mientras que la plaza del 15 de julio estaba recorrida por un ánimo alegre, el de la comunión callejera en relación con algo que está más en el futuro que en el presente. Para decirlo rápido, me pareció una movilización menos defensiva, pero combinada con una articulación política gubernamental de gran fragilidad, como se vio al día siguiente en el Senado.
—La Presidenta es un personaje extraño para la vida social contemporánea. ¿Qué es lo que irrita en la Presidenta? ¿A qué se llama soberbia? Esas son quizá las preguntas más difíciles de responder, porque lo que se dice ante esa pregunta es por lo menos superficial: el cuidado de la imagen, la gestualidad, la vocación explicativa. Por sí solos, esos rasgos no deberían resultar motivo último de condena. Porque efectivamente hay una pedagogía en juego pero en una sociedad que no desdeña otras pedagogías y que ha hecho, durante mucho tiempo, de sus ámbitos educativos y sus figuras docentes la reserva moral. O que ha sostenido la pedagogía del periodismo conservador o los ademanes explicativos de un Grondona. Y no quiero decir que el estilo no sea fundamental y que esos rasgos no sean indicios de una sensibilidad que puede resultarnos ajena. Lo extraño es que en los ademanes y en la elección de ropa está más cerca de los habitantes de los barrios que la aborrecen que de muchos de quienes la acompañan. Creo, entonces, que moviliza otra cosa, que deviene en odio. Y lo que moviliza ocurre en el orden del discurso: ocurre como argumentación. La Presidenta argumenta en una sociedad que prefiere la gestualidad inmediata de un De Angeli que los argumentos del debate político. Como si el balbuceo mediático hubiera producido el formato con el cual es legítimo hablar políticamente. Y que la violación a ese registro sólo puede indicar que quien habla usa la lengua como mascarada. Es la idea de retórica como mentira o manipulación llevada al extremo. El otro día, en una sala de espera de un consultorio en el que sólo había mujeres, entre las muchas críticas que escuché sobre la Presidenta, la más sorprendente era una comparación con Isabel Perón: a favor de Isabel, porque “ésta (por Cristina) es peor, porque es inteligente”. Cuando la Presidenta habla y argumenta, además, lo hace enunciándose como mujer política y eso significa contrarrestar —o quedar avasallada por— la enorme deslegitimación de la política. Es más creíble un empresario, aun haciendo política, porque sus intereses son más inmediatos y explícitos, que el político (o la política en este caso) puro, que es más bien una encarnación de lo que debe condenarse.
—El debate se convirtió, bastante rápido, en una escena de disputa por cómo se construía política. Los sectores progresistas de la oposición partieron de una hipótesis no desdeñable: presionar para llegar a una instancia de consenso y de discusión, más que el acuerdo sin más, con una medida con la que podían acordar. Pero tal como se terminó resolviendo la votación en Diputados, cuando ya el oficialismo había aceptado varios de los cambios propuestos, demostró una crispación inédita y una por lo menos mezquina capacidad de distinguir los trazos fundamentales de la escena. Pienso ahí en el momento en que se sube a mil quinientas toneladas el límite sobre el cual se pagan retenciones, y el diputado Lozano habla con la Federación Agraria y transmite que ahora la condición es la subida a tres mil toneladas. ¿Qué significa ese trastrocamiento, en medio de la negociación, si no es la afirmación de una vocación renuente al consenso y a la articulación política? Las alianzas previas del Gobierno, en parte, se agotaron por una dinámica que no pudo reconocer el oficialismo, y que es el carácter local de los conflictos políticos. Podía disputar, dentro de la ciudad, las grandes imágenes y símbolos de la movilización, pero no resolver los dilemas de un diputado o senador cuya legitimidad proviene del poder o la conflictividad local.
—Más que una operación se trata de la activación por distintos ademanes, discursos, actos, de un clima, en el que se desinviste de legitimidad y autoridad a los poderes públicos. En el que mientras más atribuciones simbólicas o más disposiciones culturales o presencia política tenga alguien, más se convierte en blanco de la sospecha y el ataque. Esto ocurrió con la investidura presidencial: era el lugar más frágil precisamente por ser el más investido. Lo destituyente consistió, creo, en separar poder de mando y capacidad de intervención sobre la trama social respecto del lugar simbólico de la presidencia. Es una suerte de reconocimiento del neoliberalismo en su sentido más profundo, como funcionamiento de la vida social. La política pública aparece como obstáculo para ese funcionamiento. Quizá significó el triunfo, lo que ocurrió en estos meses de lockout y en el Senado, de una gobernabilidad sustentada sobre el acuerdo de los poderes sociales. Y no quiero decir con esto que el kirchnerismo ha sido una épica de los oprimidos contra los poderosos. Más bien ha combinado estrategias confrontativas con conciliaciones bastante difíciles de presentar públicamente junto con la retórica de lo popular, pero sí estaba habitado por contradicciones, por tensiones, o desperdigaba indicios de otro intento de gobernabilidad. La imposibilidad de legislar las retenciones móviles puede acorralarlo hacia un más férreo acuerdismo. Tiene otras posibilidades, que analistas y periodistas han señalado en estos días, que pasarían por expandir el mapa de las alianzas, generar una dinámica gubernamental que pueda ser explicitada permanentemente con las categorías que la contemporaneidad merece y plantearse estrategias de efectiva constitución de lo público y de revisión de lo estatal. Es lo que podemos desear, no sé si lo que puede ocurrir.
—El proyecto de ley de medios resulta fundamental en este contexto, porque repondrá al Gobierno en una situación de profunda conflictividad y sin mayoría parlamentaria que se pueda descontar. ¿Tomará ese riesgo o se abocará a temas menos conflictivos para una opinión pública formateada por los medios? Hay una diferencia con las retenciones, y es que el proyecto fue discutido por distintos grupos sociales, periodistas, universidades, empresarios, antes de su diseño final. La nueva ley de medios es necesaria y hasta urgente como regulación, pero no hay que suponer que va a modificar los modos de producir interpretaciones y distribuir símbolos en la sociedad argentina. Por eso, no habría que confundir su necesaria sanción con otra necesidad: la de desplegar estrategias comunicacionales y culturales, que supongan interpretaciones acuñadas con precisión y una fuerza mítica de interpelación.
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