Viernes, 5 de diciembre de 2008 | Hoy
EXPERIENCIAS
Mientras cubría la crisis del 2001 para un diario neoyorquino, Pamela Druckerman observó que muchos argentinos casados con los que se entrevistaba le proponían tener un affaire. De esa experiencia, surgió un entretenido libro sobre el adulterio en el mundo, que aún no ha sido editado en Argentina.
Por Milagros Belgrano Rawson
“Tratá de no parecer demasiado contenta. Si nunca cantaste en la ducha, no empieces ahora.” El consejo, destinado a aquellas mujeres que engañan a sus maridos, fue publicado por la Cosmopolitan rusa hace un par de años. Pero más allá de los tips de la versión moscovita de esta revista femenina, al este de Varsovia el adulterio parece ser, en realidad, la llave para todo matrimonio saludable. O, al menos eso, es lo que descubrió la periodista neoyorquina Pamela Druckerman, que en el 2007 publicó el libro Lust in translation –haciendo un juego de palabras intraducible entre lost (perdidos) y lust (lujuria)–. En sus viajes por Rusia, Indonesia, Sudáfrica, Japón y Argentina, entre otros países, esta neoyorquina entrevistó a centenares de personas cuyos testimonios terminaron por dar forma a una entretenida encuesta global que echa luz sobre el adulterio en el mundo. Especializada en política internacional y economía, esta neoyorquina empezó a interesarse por la infidelidad en el 2001, cuando le tocó cubrir la crisis argentina para el diario The Wall Street Journal. Por entonces soltera, rubia de ojos azules, comenzó a experimentar un peculiar comportamiento por parte de los hombres argentinos: casi todas las semanas, alguno –indefectiblemente casado– le proponía una noche de sexo. “Y no es que me hubiera convertido en una mujer irresistible de la noche a la mañana”, aclara entre risas Druckerman en un pequeño café de París, donde vive desde hace un par de años, junto a su marido británico y su pequeño hijo. También aclara que estas propuestas sucedían durante reuniones de trabajo, en las que se entrevistaba con empresarios y funcionarios argentinos. Recuerda especialmente a uno, presidente de una conocida empresa de carne, que la había invitado a una cena romántica. “Cuando le expliqué que me sentía ofendida por la sugerencia de estar conmigo y engañar a su esposa, me miró perplejo. ‘¿Qué tiene que ver eso con mi mujer?’, me preguntó. Para este señor, se trataba de algo entre él y yo y nadie más.” A pesar de que Druckerman rechazó la invitación, la situación la hizo pensar. “No sólo eran agresivos en sus avances conmigo, sino con todas las solteras que conocí durante el año y medio que estuve asignada a Buenos Aires”, recuerda.
–Durante el tiempo que viví en Buenos Aires, tomé muchos taxis. Y muchas veces el taxista que me llevaba decía: “Ahí vive tal funcionario” y me mostraba un piso a todo lujo. Pero, por otro lado, había algo en la expresión del taxista, como de admiración y comprensión. Los argentinos están hartos de la corrupción, pero también la entienden. Piensan que cuando uno está en una posición de poder, hay que sacar ventaja. Ojo, también pasa en otros países. Por ejemplo, para mi investigación, viajé a Rusia. Allí tienen graves problemas sociales: mucha pobreza, enfermos de sida que no reciben ningún tipo de asistencia. Y entonces, comparado con todo eso, el hecho de engañar al cónyuge realmente parece una cosa inocente. Y creo que eso también se aplica a Argentina: allí también hay problemas más graves que el adulterio.
–Nunca perdía mi rol de periodista y me escapaba de la situación diciendo cosas como “¿En serio? ¿Cree que esto es aceptable?”. Nunca me sentí amenazada, y con frecuencia los hombres que me abordaban eran encantadores. Pero usé todas esas experiencias para tratar de entender no sólo a la Argentina, sino a mí misma. Me di cuenta de que, a pesar de ser una periodista supuestamente sofisticada, que recorrió el mundo y habla varios idiomas, cuando se trata de la moral sexual, soy igual que alguien que vivió toda su vida en un “red state” –estado rojo, como se llama a los estados norteamericanos con mayoría republicana e ideología conservadora–.
–En Estados Unidos, el hombre que comete adulterio usa una historia como “back-up”, como cuando dice “estoy buscando una nueva relación” o “me estoy separando”. Al menos hay como una especie de promesa para justificar el affaire. En Argentina, en cambio, no había promesas, ni culpa ni historias. Era como si dijeran “esta es la oportunidad, mi mujer no se va a enterar, hagámoslo”. Y yo encontré un vínculo entre esta actitud y la crisis del 2001, lo relacioné como una forma de corrupción personal. No tengo una hipótesis de por qué son así los argentinos, pero sí se puede saber por qué los hombres de países pobres son infieles. En los países ricos las desigualdades entre hombres y mujeres son menores, mientras que en el Tercer Mundo, las diferencias son más grandes y se inclinan a favor del hombre. Entonces el hecho de saber cuánto engañan las mujeres a sus parejas es, en cierto modo, un parámetro para calcular su grado de independencia económica. Y hay estadísticas que apoyan este dato: en Haití, el 25 por ciento de los hombres son infieles, mientras que las mujeres apenas alcanzan el 1 por ciento. En Estados Unidos la cosa es mucho más pareja: 4 por ciento para los hombres y 3 para las mujeres. Y si buscás en menores de 40 años, la cifra es casi idéntica. Pero bueno, cada país tiene sus peculiaridades: en Rusia, incluso los psicólogos me decían que era “obligatorio” tener un romance fuera del matrimonio para que éste fuera duradero y saludable. Ocurre que en las grandes ciudades como Moscú, la gente muchas veces vive en departamentos de dos ambientes, con sus suegros en un cuarto y su pareja y sus hijos en el otro. Con semejante falta de privacidad, muchos terapeutas me decían que había que tener un amante sí o sí.
–La verdad es que antes había trabajado como corresponsal en Brasil y probablemente allí haya tenido oportunidades de este tipo, quizá no haya prestado atención. No creo que Argentina sea el país con más infidelidad, simplemente es el lugar donde tuve que confrontarme con ella. Quizá por el hecho de estar cubriendo una crisis económica y social de esa magnitud, como periodista estaba más sensible a cualquier tipo de información.
–Gran parte de ellas no acepta la infidelidad, que puede no ser la causa principal de divorcio, como es en Estados Unidos, pero definitivamente no es tolerada. En Estados Unidos, la tasa de divorcio es de uno cada dos matrimonios. Es un índice alto, pero menor al que había entre los ’70 y los ’80. Hay que tener en cuenta que en 1969 se aprobó, primero en California y luego en otros estados, el divorcio de mutuo acuerdo, lo que cambió el matrimonio radicalmente: podías dejar de estar casada casi cuando quisieras. Paralelamente, en la misma época, la fuerza de trabajo femenina creció exponencialmente. Así, las mujeres tenían su plata y podían decidir cuándo separarse. Entre 1969 y 1979, la tasa de divorcios explotó. Desde entonces, ha bajado notoriamente porque la gente lo piensa un poco mejor antes de casarse.
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