Viernes, 1 de marzo de 2013 | Hoy
VISTO Y LEIDO
Un rincón del mundo en el último libro de relatos de Milita Molina: Mi ciudad perdida.
Por Marisa Avigliano
En cuanto se abre el libro de Milita Molina enseguida se escucha una voz embebecida de confesión alcantarillada. No hay que esperarla en ninguna esquina porque casi nunca se va y si se pierde un poquito –perderse de verdad, no de metáfora, como a Molina le gusta escribir– enseguida vuelve. Eso sí, cuando vuelve cambia de carácter. ¿A qué se debe ese cambio? A un compás de influencias encabezado por la intervención de géneros y escoltado por citas, traducciones, deletreos de Balzac y una infancia que se encorva a su lado como el martillo a favor por excesivas lecturas en algún torso macedoniano.
Los relatos de Mi ciudad perdida por la que camina Scott Fitzgerald, buscan recovecos y huelen a confidencias. Será tal vez porque las dos palabras –ciudad y perdida– están en gama con vericuetos y porque juntas rubrican de curiosidad retrospectiva la evidencia íntima del dolor. Milita Molina escribe mientras recuerda (o al revés) y logra que el lector (ese que se educó subrayando frases en los libros que le gustaron) entre y salga de la guarida de papel y se embarre gustoso en la mezcolanza de las palabras ajenas cuando se convierten en propias.
Con afanosa mampostería literaria (la bibliografía está ahí sentada esperando como una mujer de Copi, sólo hay que salir con el sacapuntas afilado a encontrarla), los más de veinticinco relatos –creo que son veintiocho– son muy celosos de sus recuerdos, aunque a veces en algún renglón, en alguna escena, dejan deliberadamente la vitrina abierta
para que se les vea la forma y se descubran sus ondulaciones, como cuando Fernanda Laguna escribe: “En esta esquina del cuarto/ está el universo entero”. Entonces, en saturada ostentación, los recuerdos ganan cuerpo, se vuelven escultura –casi se los puede tocar– y buscan que el olvido se quede sin revancha.
Si la caverna dentada de su teclado marca el ritmo de escritura, el compás de espera lo decide un caracol (el mismo caracol que pasa el rato con una mujer en uno de los relatos) porque, aunque suene vertiginosa la asociación que arrastra las marcas de un lápiz personal –a veces parece un volcán y no de repostería–, hay calma y siesta en el planeta Molina para que suene un catálogo pocket de nombres y versiones discográficas: Van Morrison, Sinatra, Morrissey, Chet Baket y Leonard Coen entre otros (escapándome de Mi ciudad perdida pienso en el Coen de Tom Jones cuando canta “Tower of Songen Spirit in the Room”).
Cisura simpática de andares citadinos, los relatos también resbalan cerca de la orilla de algún río pueblerino que perdió el nombre. Privilegios patrios que traman el encuentro cuando los estambres del recelo literario se despiertan a la hora señalada, aunque a veces se diga adiós justo cuando empieza el día y mientras se está sirviendo el desayuno. “No tiene luz porteña sino luz santafesina, luz que cala la figura, luz entrevista en los sauces (cuántos sauces, cuántos trajecitos) y ese mirar el río que me dejó sola para siempre. Mi primera caverna, mi primer teclado: la superficie ininterrumpida del río, su monotonía perfecta.”
Mi ciudad perdida (últimos bodrios) con referencia obligada al Honoré de las ilusiones perdidas y a la obra de arte desconocida “que es un borroneo feroz y sin concierto, un bodrio, como me decía Nicolás. ¿Bodrio o fragollo?, me dice la Voz. Tenemos tiempo”, es un librito (el diminutivo se refiere sólo al peso en gramos o cantidad de páginas) que buscará ser como aquellos libros que se desenredaron para crearlo. En la mesa, sillón, biblioteca o cama en la que se lo encuentre, esperará ser subrayado.
Mi ciudad perdida
Milita Molina
Editores Argentinos
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