Viernes, 24 de mayo de 2013 | Hoy
VISTO Y LEIDO
Mientras escribe un manifiesto que convoca a borrarse masivamente del Facebook, Meredith Haaf llega a la Argentina con Dejad de lloriquear (Alpha Decay), un libro donde habla su generación: esos apáticos nenes de papá nacidos en los ’80.
Por Marina Mariasch
La generación de los que nacieron en los ’80 ya tiene cosas para decir. Meredith Haaf nació en el ’83 y éste es su segundo libro. En el primero, Wir Alphamädchen: Warum Feminismus das Leben shöner macht –(Nosotras, las chicas alpha: ¿Por qué el feminismo hace la vida más bella?– aún no traducido al español) se distancia de las feministas de los ’70. Dice que la “chica alpha” es cualquier mujer que tenga un pensamiento crítico y metas en su vida, y se ocupa de cuestiones relativas a la identidad, el sexo, el poder, los medios y las redes sociales.
En Dejad de lloriquear, Haaf –que estudió Historia y Filosofía– se mete con “una generación y sus problemas superfluos”. Habla con conocimiento de causa. Dice que su generación es la de los “chicos ricos con tristeza” a la que apelaba Menem, o a la que le canta Frank Ocean: “Super rich kids with nothing but fake friends”. Para Haff, son chicos fascinados por la Internet que los vio nacer, perdidos en el plasma de la pantalla y lejos de la calle.
Apoltronados en sus sillas anatómicas o calentando la bragueta con la notebook, éstos podrían llamarse los jóvenes de la generación @ (arroba), dándole una vuelta a la generación A (de apatía) que se propagó en el fin de siglo XX. No tienen energía para la protesta –popular, política–, a lo sumo su pulsión llega hasta el clic de “asistiré” en un evento promocionado por la red. Haaf declara que “la red es explícitamente no política”: en Internet “no existe un ‘nosotros’, sino más bien un ‘tú’ y un ‘yo’”, “no hay un proyecto común” aunque sí puede haber –dice Haaf– parejas sexuales compartidas.
El proyecto neoliberal de las últimas décadas arrasó, para Haaf, con los discursos radicales de cualquier orden, incluyendo el feminismo. En su mapeo de la sociedad embrionaria, Haaf no distingue sexo/género, ni les da preponderancia a las relaciones interpersonales. Sin embargo, cuando señala a sus congéneres mujeres no tiene piedad: dice que sienten desconfianza frente al conflicto y la incomodidad, que prefieren hacer dieta y estar flacas que cuestionar el ideal de belleza patriarcal; eligen reírse de los chistes misóginos antes que sentirse aludidas, y en sus profesiones son eficaces al extremo para conseguir la igualdad. Pero la actitud de poner los codos para pasar al frente es patrimonio de todos.
Amigos falsos, amantes tibios, se arrastran a sí mismos no al mitin de un partido o de alguna asociación, sino a la fiesta, para ser vistos. Una frase que repite Haaf bastante seguido es “Para ser honesta”, y después se despacha con una confesión de parte. Que los suyos se cayeron en una marmita –como Obelix– de crueldad y fría racionalidad. “El idealismo nos parece ingenuo.” Ellos saben que, aunque nacieron entre algodones, todo se va a poner cada vez peor, se involucren o no.
Con una voz intimista, que ensaya desde la primera persona, Haaf habla pestes de los artistoides que se dedican a dilapidar las fortunas moderadas que sus padres amasaron en los ’90 y a chupar de la teta del Estado. Claro que su mira está puesta en Alemania, y que no se sabe aquí qué lugar ocuparían los indignados de España, los revoltosos de Grecia o los camporistas de acá a la vuelta. Ella se enoja con los “hipsters” –ni hippies, ni punks– que emergen de su generación, chicos que compran ropa usada a precios de alta costura y consumen la cerveza y el tabaco de los obreros sólo por una cuestión estética. Chicos que “gastan muchísimo dinero en tratar de parecer pobres, aunque no conocen ni les interesa nadie de la clase obrera”.
Pero, al final del día, ¿la culpa de todo la tiene Internet? Parece que no tanto. De hecho, Haaf reconoce que los más jóvenes que ella mantienen con la red una relación menos apasionada. Simplemente la usan. Para culpas está el mercado y su afán de ponerse por encima de todo, hasta de la sociedad. La idea de que este sistema con las cosas como están es lo mejor a lo que se puede aspirar es lo que hace que todos estos chicos –ya no tan chicos– se queden bobos frente a la máquina, lloriqueando por pavadas.
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