Ana López
› Por Sonia Tessa
Ana Rosalía López espera en la puerta del centro comunitario Tupac Amarú, en el barrio Ludueña de Rosario. Está impecable, aunque su rancho haya sufrido los embates de la lluvia durante la noche. El agua forma un charco tupido, que todavía se puede saltar para llegar a la casilla de ladrillos huecos. “Si llovía más, no se podía pasar”, dice esta militante de 49 años, que hoy forma parte del Movimiento Evita y se define como “peronista de Perón”. El centro comunitario está casi sobre la vía, tan pegado que cuando pasa un tren el piso y las paredes hacen temblar al cuerpo y el ruido obliga a gritar para escucharse. Ana empezó a levantar con sus compañeras ese lugar después de 2001, cuando salir a la calle era la única manera de parar la olla. Durante un tiempo formó parte de Barrios de Pie, pero cuenta que se cansó del ninguneo de los dirigentes y tiempo después se incorporó al Evita. “Acá nadie es más que nadie, somos todos iguales, los doctores y la gente del barrio”, dice sobre su pertenencia política.
Cuando era una niña, llegaban esporádicamente con su familia desde Villa Ocampo, una localidad del norte de la provincia de Santa Fe, muy cerca de lo que fue La Forestal. Se tiraban del tren para que la ciudad les ofreciera algo más. “Acá aprendí a cirujear, salí a pedir casa por casa”, cuenta hoy Ana, que lleva adelante el centro comunitario donde lunes, miércoles y viernes reparten la copa de leche a 100 niños y niñas. También tres veces por semana entregan una comida para 136 personas. Ana está sorprendida por el aumento de la demanda, porque tienen 40 en lista de espera, y eso no era común hace apenas unos meses. “No se puede creer lo que están aumentando las cosas, es increíble, a la gente no le alcanza para comprar nada. Nosotros no podemos dar más el postre que dábamos”, se despacha Ana que dos días por semana trabaja en un Centro Preventivo Local de Adicciónes (Cepla), en otro barrio, adonde cumple diversas tareas pero la principal es escuchar a los jóvenes. “Teníamos miedo a los despidos pero hasta ahora seguimos todos”, dice la mujer, curtida.
“Yo sé lo que es el hambre, a mí nadie me la va a contar. Conozco muy bien lo que es comer pan duro de una semana, con una capa verde”.
Las palabras salen a borbotones, a veces las confunde, pero siempre sabe lo que quiere decir y hacer. Ana López se enfrenta a los efectivos del Comando Radioeléctrico y de la Policía de Acción Táctica cuando hostigan a los pibes del barrio que sólo se juntan a tomar una cerveza o fumar un faso sobre las vías. “Yo salgo a poner la cara por ellos”, dice y cuenta que hace apenas un mes y medio terminó presa: llegaron dos efectivos del Comando Radioeléctrico al centro comunitario, arrodillaron y le pegaron a su hijo más chico, de 14 años, y Ana se fue a la comisaría del barrio a pedir explicaciones. Enseguida la auxiliaron las abogadas del Evita. “La policía está muy maleducada”, considera.
Ana sabe perfectamente cuáles son las necesidades del barrio. Ahora, la urgencia, pasa por la comida, por los precios que la hacen inaccesible. Y lo más importante tiene números: hace cinco años censó a 776 familias que necesitan viviendas, sólo en una pequeña franja de uno de los barrios populares más importantes de la ciudad. “Llegué a Nación con el pedido, pero nunca se hicieron las casas. Acá la población crece. Los hijos se casan y tienen sus hijos, hoy hacen falta mil viviendas, estoy segura”, subraya sobre la demanda más importante.
Ahora, mientras ceba unos mates antes de que el Tupac Amaru empiece a recibir a la gente, asegura que “con Cristina faltaban cosas, había mucho que hacer, pero se podía hacer”, y también promete: “Ahora hay que luchar, hay que seguir luchando, no queda otra”.
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