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Domingo, 1 de marzo de 2015

FAN › UN DIRECTOR DE CINE ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: MARCOS MARTíNEZ Y DESPUéS DE HORA (1985), DE MARTIN SCORSESE

EL LADO B DE LA NOCHE

 Por Marcos Martínez

Pileta, primos, calor, asados, siestas, mosquitos y más primos, me esperaban nuevamente en General Pico, La Pampa, para pasar un largo verano. Sería 1987, tendría 12 años y cada vez menos ganas de ir a veranear al único lugar al que podía llevarme mi mamá en esos primeros años de divorciada. Por suerte, unos días antes de viajar, logré que me dejaran invitar a un amigo del barrio: su mamá era amiga de mi mamá. El augurio de un verano diferente se terminó de completar cuando al llegar a la casa de mis tíos me encontré con un nuevo habitante: la videocasetera.

Cuando los rayos de sol del atardecer empezaban a caer en la medianera del fondo del patio, la flamante adquisición nos reunía en el amplio living donde había unos vistosos sillones de madera un poco incómodos que se hacían bien amigables con almohadas traídas de los diferentes cuartos. Casi naturalmente se constituyeron tres sesiones de cine: a la tardecita una película para los más chicos, después de la cena una elegida por los grandes y como cierre la trasnoche, que era nuestro momento de gloria con mi amigo Hernán.

El único videoclub de Gral. Pico era un local medianamente grande que tenía bien a la vista las películas más exitosas de esa época. A la cabeza estaban las de Stallone, las de Schwarzenegger y las comedias seriales estilo Locademia de policía. Todas con sus tapas muy coloridas y diseños de títulos bien grandes y llamativos. Entre esos espejitos de colores, solíamos encontrar algunas de las películas que con aire de agrandados típico de esa edad sentíamos que eran distintas de lo que la mayoría alquilaba.

La rutina consistía en volver del videoclub con la película meticulosamente elegida, una docena de facturas medio mazacotes y una Coca de litro de vidrio. Nos sentábamos en la mesa de madera de la cocina a devorar bastante egoístamente nuestra merienda y a cultivar el placer de la charla divague dominada por el pulso de las películas que veníamos viendo. De música de fondo las últimas zambullidas del día de pileta, los gritos de la decena de primos de variadas edades y las conversaciones políticas de los adultos con mate en mano.

Una de esas tardes de alquiler, el dueño del videoclub, con quien hasta ese momento sólo habíamos tenido el necesario intercambio comercial, nos dijo: “Chicos, tengo una película que me parece que les va a interesar”. Traspasó la puerta que tenía detrás del mostrador y al rato salió del cuartito mágico, como lo bautizamos más adelante, con la caja de un VHS sin ninguna imagen ni título en la tapa. Y apuntó: “Se llama Después de hora”.

El VHS enigmático lo apoyamos sobre la videocasetera esperando nuestro turno de la trasnoche. Recuerdo claramente a los grandes ya durmiendo, el olor a espiral que siempre poníamos en un platito al pie de los sillones, la luminosidad del televisor Grundig como la única luz encendida de la casa y en su pequeña pantalla un oficinista neoyorquino atravesando una aventura nocturna y urbana, fascinante y peligrosa. Casi como hipnotizado, seguí el derrotero circular de ese personaje interpretado por un tal Griffin Dunne que era abordado una vez tras otra por inquietantes mortales. Los ojos vírgenes del gris oficinista eran los míos descubriendo el lado B de la noche en una gran ciudad. La película tenía todo lo que necesitaba a esa edad para deslumbrarme: una cámara movediza, humor negro, chicas lindas, diálogos existenciales, buena música..., lo más parecido a sexo, drogas y rock and roll que podía alcanzar.

Apenas terminaron los créditos, tomé el control remoto para exprimir al máximo la bondad del rebobinado de la videocasetera. Así fui pasando por el protagonista convertido en estatua de papel, los vecinos enajenados persiguiéndolo por sucias calles de Manhattan, la disco punk rebalsada de acción, la excéntrica artista en corpiño desparramada en un sillón y la hermosa Rossana Arquette fumando un porro. Sabía que me esperaba una disfrutable noche insomne con mi cabeza andando a mil.

Del cuartito mágico del videoclub siguieron saliendo películas (nunca supimos si se trataba de copias piratas o si no las ponía en alquiler porque era en vano) que también me fueron asombrando: Blade Runner, Birdy, Terciopelo Azul. Pero ya había en mi cuerpo un antes y un después con Después de hora. Había provocado esos determinantes terremotos emocionales que acontecen pocas veces en la etapa de formación y ebullición.

De vuelta en Buenos Aires, un domingo frío de otoño, encontré con mucha alegría en el diario que la película se proyectaba en la Cinemateca de la SHA, donde fui a disfrutarla en pantalla grande con mi viejo y amigos a los que tanto había taladrado la cabeza contándoles la película. Más adelante, cuando mi vieja logró comprar una videocasetera, fue una de las primeras películas que alquilé en Liberarte. Y en la entrevista para entrar en una escuela de cine dije medio canchero que era la película que hizo que estuviera ahí. Después no la volví a ver más, por lo menos de manera completa. Tampoco la compré en DVD esa vez que decidí gastar completamente mis pocos ahorros de cineasta adquiriendo la mayor cantidad de películas posibles de las que pensaba que no podían faltar en mi casa. Por supuesto siempre está presente en charlas con amigos cuando hablamos de Scorsese. A la distancia pienso que es una especie de continuidad en el tiempo de Taxi Driver en el sentido de radiografiar las calles de Nueva York y al ciudadano medio norteamericano. Y también la semilla de la vorágine de El Lobo de Wall Street, con la pequeña diferencia de que una es sobre un hombre y una noche y la otra sobre un hombre y miles de noches.

Creo que no la volví a ver porque tengo miedo de que ahora no me guste tanto, me parezca un poco naïf, no me provoque ni un pellizco de lo que me generó en su momento. Cada tanto la encuentro empezada en algún canal de cable, pero a los pocos minutos se me borronea la imagen, se va el audio, gracias a que de manera casi automática mi cabeza rebobina ese verano pampeano que inesperadamente inició un viaje de por vida.

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