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Domingo, 1 de marzo de 2015

NO-VERDADES

 Por Juan Carlos Kreimer

Te engañaron. Te engañamos. Nos engañaron. Nos engañamos.

El pensamiento único, tan servicial al neoliberalismo del fin del siglo pasado, hizo agua; como el Sistema no podía controlar todo lo que escapaba a su hegemonía, buscó una estrategia más eficaz: polarizar las versiones. Al dividir el pensamiento, más en función de “quién” lo formula y para obtener “qué” que cuanto pueda decir, desacredita cualquier verdad que contenga.

Disenso, expresión adversa, todo cuanto no responde a una visión dominante, automáticamente es su contra. En esa contra cae además todo lo que tampoco coincide con la contra. Denuncien lo que denuncien, y a quiénes, las voces que dan cuenta desde un tercer o cuarto punto de vista también son rehenes de la bipolaridad.

No hay más un Gran Ojo que determina qué está permitido decir y qué no. Ni falta que hace. Todo está autorizado. Decí lo que quieras. Lo que de veras importa y pesa es lo que quieras decir con lo que decís, ahí sí te agarran. William Burroughs se quedó corto con eso de que el virus es el lenguaje: lo que hoy más que nunca atrofia el poder comunicador de las palabras es la primacía de la intencionalidad (lo que quiero que recibas con esto que te digo).

Lo grave es que el modelo, tan obvio en los medios y el discurso político, se introdujo en nuestras formulaciones personales. ¡Hasta cuando nos hablamos a nosotros mismos aparece! Sentimos, pensamos, hablamos, escribimos como si importara más “para qué” queremos decir(nos) algo que “lo que” estamos informando(nos).

Todos nos engañamos... vos también. Y te creés tu variante porque necesitás creer al menos en una versión de la realidad. La tendencia natural de la mente es llevarte a la que menos te desestabiliza.

Todo cuanto hacemos creer –y creemos porque nos conviene– respecto de la organización de la sociedad, y de los vínculos que la rigen, es una hipocresía institucionalizada. Los griegos, que inventaron la retórica, sabían de eso.

Hipocresía es aparentar. Cuando actuás como si sintieras una cosa y sabés que estás sintiendo otra, cuando asumís un personaje para contentar a los demás, cuando decís tener ideas, afectos o convicciones que no tenés... Cuando usás frases encubridoras. Falsedad, doblez, fingimiento. No sé hasta qué niveles esta hipocresía domina nuestras vidas, sólo puedo afirmar que domina (o determina) las palabras con que nos las contamos.

Eso que todos consideramos la verdad no es otra cosa que una simulación: un hecho maquillado, un hecho al que, en función de algo, se le modificó el significado.

La ficción no está sólo en las novelas: es un género más cercano a lo cotidiano, un estilo de vida adoptado en función de parámetros externos que nos hacen sentir integrados a un cuento mayor: esta sociedad, digamos, para ponerle un nombre.

En las ficciones no hay personas: hay golems que adoptan roles. El peso de la vida ficticia hace perder la noción de límite entre la persona que somos, el personaje que simulamos y ese ser inanimado atrapado por lo que ya “no” logra decir el lenguaje.

La hipocresía no es sólo la manera con que nos tratan, o tratamos: es lo que usamos para seguir creyendo lo que nos hicieron (o hacemos) creer “después” de habernos dado cuenta de que no es así. Es lo que usamos para mantenernos ajenos a lo que en verdad puede estar ocurriendo, o estamos viviendo. Para “no descender a los infiernos de la realidad”, como tanto le entusiasma decir a Guillermo Saccomanno.

No es que te mientas a vos mismo: te habla con no-verdades. Versiones distorsionadas de los hechos, espirales repetidas por los medios y nuestros entornos. Simulacros permanentes que todos repetimos como si fueran verdades. La sociedad y nosotros nos comunicamos a través de no-verdades.

Curioso: todos sabemos que las no-verdades nos engañan, pero creemos en ellas como parte de pactos, personales y grupales, que nos sirven para no exaltarnos y mantenernos en un estado de convivencia (léase también conveniencia) con la realidad.

También creemos en ellas por pereza. Es más fácil manejarse con no-verdades estereotipadas que preguntarnos ante cada situación qué estoy percibiendo de veras. Las palabras capaces de describirlas se resisten a exponerse.

La lealtad con lo que sentimos profundamente y la fidelidad con lo que creemos, con nuestras percepciones e ideas respecto de innumerables enjuagues de la vida diaria, van quedando relegadas. Se funden con otras creencias, se confunden (no es un juego de palabras), nos confunden. Fieles al sistema de las no-verdades, hacemos como que nos dan seguridades. Hasta lo más sincero queda impregnado por el trastrueque.

Ocurre, de tanto en tanto, que esas percepciones guardadas se salen de sus escondites y nos hacen creer que, ahora sí, vemos con claridad. Esos momentos son fugaces. Imaginarios. E intimidantes: dan miedo. El miedo “condiciona” a no actuar, a no querer nada diferente de lo pautado, a mantener el pacto, a obedecer, a simular, y a tantas otras conductas que nos alejan de nosotros mismos...

Volvemos a aferrarnos a alguna ficción. En función de lo que queremos creer, renunciamos a lo que quisimos crear. Ejemplo: imaginate en situación de buscar trabajo, con tal de conseguirlo tendemos a aceptar situaciones con las que no estamos de acuerdo.

Luchá contra esa tendencia a olvidar, dejá de autoengañarte, etc., te decís o te dirán. Abrí ese paquete de disconformidad. Despierta, ojo dormido, no te resignes a seguir el juego, deja salir lo que tenga que salir. No te rindas.

A medida que vas creciendo, ese callo llamado conciencia de lo que pasa pide nuevas no-verdades para seguir creyendo que hay algo diferente del otro lado.

Quizá yo también me y te esté engañando con estas parrafadas. Yo también soy víctima de mis paradojas. No encuentro otra forma de legitimar mis quejas personales. Se me abre una ventana y no distingo cuál es el aire que entra y cuál el que sale. Las no-verdades dan al lenguaje un aroma a inodoro limpio. Llevan a conclusiones que no responden a los antecedentes.

Así como el consumismo vuelve tonto al dinero, así como los sueños recuerdan futuros ya sucedidos, desconfío de cualquier cosa que me dicen o leo. El mecanismo que las no-verdades instauraron en mis hábitos parece un absurdo camusiano: sé que mis réplicas carecen de sentido y, sin embargo, sigo leyendo, soñando, engañándome.

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