radar

Domingo, 1 de marzo de 2015

LO QUE QUEDA DEL DÍA

RECORRIDOS Desde su apertura en mayo pasado, el National September 11 Memorial Museum, es decir, el museo en honor a las víctimas del atentado a las Torres Gemelas en Manhattan, ya recibió un millón de visitantes. De diseño minimalista, con salones casi íntegramente subterráneos, hipervigilado como un aeropuerto, aún con restos humanos sin identificar en su interior, es una cita obligada y también un lugar de controversia donde se libra una de las tantas batallas culturales de Estados Unidos, en este caso la tensión entre un espacio de la memoria que también es una atracción turística.

 Por Nicolás G. Recoaro

La larga fila de visitantes es una serpiente emplumada ante las puertas del museo. Los controles de seguridad demoran más de lo esperado para ingresar a un edificio de estilo minimalista y aun indiferente, que ha museificado para siempre, y cerca del lugar del crimen, al 11-S. Los turistas hacen cola ya cargados con sus bolsas. Las cargaron en el Century 21, el shopping –de diseño arquitectónico no muy diferente del del museo– ubicado en Cortlandt Street. A pasitos del Ground Zero, en el corazón más frío y frígido del Distrito Financiero. Hipsters del Japón, empresarios de la India y familias de América latina matan el tiempo de la espera comentando las proezas sin vértigo de los limpiavidrios sobre la alta fachada del One World Trade Center. Esta espejada mole, erecta por el arquitecto David Childs, es el nuevo tótem de la Gran Manzana. La tarea que tienen por delante estos hombres –migrantes latinos que arriesgan su vida por un puñado de dólares– es titánica. Hace falta una paciencia infinita para que brille el rascacielos más alto de esta parte del planeta, tan cercano a donde se erigían las Torres Gemelas. Desde la base hasta la punta de su antena espigada, la también llamada “Freedom Tower” alcanza una altura de 1776 pies (541 metros), en numerológico homenaje al año de la independencia de los Estados Unidos.

Por los aires, entre chispazos de soldadoras y andamios, casi en las nubes, ensayando con sus grúas una danza aérea, están los legendarios ironworkers, que se ganan el salario del miedo coronando la nueva estación del Downtown. Una peineta colosal –que sin embargo no intenta ser colosal y ostentosa en este barrio que sí lo es–, valuada en la suma de 3700 millones de dólares. Sello de autor del arquitecto español Santiago Calatrava.

El ritmo de trabajo es frenético en el Ground Zero del Bajo Manhattan. Después de los largos 13 años que marcó la llamada “Guerra al Terror”, el dolor de las familias de las víctimas del ataque terrorista de Al Qaeda, las disputas políticas, las críticas de buena parte de los neoyorquinos, el despilfarro financiero, la especulación inmobiliaria y hasta las inclemencias climáticas del huracán Sandy, el National September 11 Memorial Museum abrió sus puertas hace pocos meses.

“¡Piedra, papel o tijera! ¡Piedra, papel o tijera!”, repiten Miguel, un joven abogado mexicano del DF, y su hijita Linda, mientras la fila de visitantes avanza parsimoniosamente hacia la boca del museo. Tras pagar los 24 dólares de la entrada, Miguel y su familia engordan el millón de personas que visitaron el museo desde su apertura en mayo pasado. Ajeno a las polémicas de su construcción, junto a iconos como el Puente de Brooklyn o el Empire State, el Memorial se ha transformado en tiempo record en un must de las guías turísticas de la ciudad. No son pocas las voces que critican la mercantilización de un “lugar de la memoria” donde casi 3000 personas perdieron la vida en el año 2001. Algunos hablan, incluso, de la necrofilia y del “culto a la muerte de los latinos”, el grupo más afectado por el ataque de Al Qaeda, apenas después de los ciudadanos norteamericanos con sus papeles en regla.

VIGILAR Y ESCANEAR

El guardia, rutinariamente con cara de pocos amigos, o de no buscarlos entre los visitantes, va dando las órdenes con la mecánica precisión de un autómata. “¡No avance!” Para entrar al museo hay que sacarse todos los abrigos, la hebilla del cinturón y aun los zapatos, y poner todo junto a los bolsos, la billetera y el celular en la cinta de seguridad. “¡Espere, señor! Pase ahora.” Después hay que atravesar un sonoro detector de metales y, finalmente, la faena de los guardias de seguridad termina con el scanner manual –“¡Manos arriba!”– rozando los brazos y piernas de los visitantes.

En el Ground Zero, el dispositivo de seguridad luce como una instalación museística más. En cada uno de los salones del museo y a la salida del edificio, pero también en el espacio abierto del Memorial –dos grandes espejos con cascadas (reflecting pools) que renuevan sus aguas sobre las huellas de las Torres Gemelas–, los policías vigilan obsesivos cómo corretean unos chicos de edad escolar, o cómo los turistas ocasionales se fotografían en el lugar de los hechos. La señalética nos invita a denunciar a sospechosos dañando el monumento o arrojando objetos volantes no identificados a las piscinas. Paradoja, o no tanto, en un espacio originariamente pensado para recordar a las víctimas del ataque y resucitar la “renovada” libertad estadounidense post 11 de septiembre. Que ha de ser una libertad rigurosamente vigilada.

En una notable entrevista con la revista Salon, Hunter S. Thompson explicaba hace algunos años que “Estados Unidos sufrió desde los atentados un ataque de nervios. Y las libertades civiles quedaron para siempre comprometidas en esta nación fascinante, alocada, y sin piedad. “La ilusión de seguridad en la que vivimos –aclaraba el autor de Miedo y asco en Las Vegas– es un desastre de proporciones inimaginables y forma parte de la espiral descendente de la estupidez que azota al país”. Una libertad custodiada por policías neuróticos y agentes de seguridad privados que patrullan a sol y sombra cada metro cuadrado del Bajo Manhattan. Tolerancia cero.

PASION DE MULTITUDES

CUADROS CONMEMORATIVOS EN EL MUSEO DEL 11S

A las pasiones mediáticas que engendran los espectáculos surrealistas que animan el entretiempo del Superbowl y a las acaloradas polémicas por el largo de las polleras de Malia y Sasha, hijas del presidente Barack Obama, se suma la no menos encendida devoción de los estadounidenses por los museos y monumentos. Y, en este país tan didáctico, por sus potencialidades pedagógicas. En su libro Los nuevos museos: sus esplendores y miserias (2010), el periodista y escritor Sergio Di Nucci explica cómo estas instituciones se han convertido, desde las décadas de 1980 y 1990, en uno de los campos de batalla más belicosos en las llamadas “guerras culturales”, que enfrentan a progresistas y conservadores norteamericanos. La tesis que Di Nucci desa-rrolla había sido enunciada en 1974, con otros tonos, por Hilton Kramer. Desde sus columnas en el diario The New York Times, este ensayista y crítico neoconservador exponía que “el museo se ha vuelto, cada vez más, uno de los campos de batalla cruciales en donde los problemas de la cultura democrática se ven o se verán decididos”.

Las guerras culturales en Estados Unidos suman memorables escaramuzas. Hace algunas décadas, estallaron por la erección de tres monumentos en homenaje a los caídos en la Guerra de Vietnam, a escasos metros de distancia entre sí y construidos en el mall del Capitolio en la capital, Wa-shington D. C. La crónica recuerda que el primero de ellos, una construcción abstracta en granito monocromo, obra de la artista y arquitecta Maya Lin, se limitaba a consignar los nombres de los soldados muertos en el conflicto. La fría neutralidad de la obra, aprobada durante la presidencia del demócrata Jimmy Carter, fue duramente atacada por los conservadores. En la presidencia del republicano Ronald Reagan se decidió la construcción de otro monumento, más caliente y aun tórrido. El estilo realista ganó la partida, con el aval de varias asociaciones de ex combatientes. Se erigieron las estatuas en tamaño (casi) natural de tres viriles militares, que representaban el crisol de razas de este país de inmigrantes: un soldado blanco, y por detrás un compañero negro y otro más de rasgos latinos. La historia no se detuvo ahí: la contraofensiva de los progresistas ganó una postrera batalla en 1993, durante el primer año de la primera presidencia de Bill Clinton. Faltaban mujeres, y a pasitos del trío se levantaron las figuras de tres enfermeras, una de rasgos afroamericanos, que atienden a un soldado malherido.

La construcción del museo y el memorial en el Ground Zero añadió un nuevo capítulo a la extensa saga de renovadas batallas culturales. Un museo dedicado a la memoria que ha tomado muy poco en cuenta las opiniones de los familiares de las víctimas. Un miniestado tapiado e hipervigilado que funciona como un protegido islote de cemento dentro de la isla de Manhattan. Un cementerio –en el museo se conservan miles de restos de víctimas aún no identificadas– que medra a la sombra del comercio –no faltan, siquiera, una elegante cafetería y una tienda de souvenirs funerarios de buen gusto–.

El desequilibrio entre el “espacio de la memoria” y la nueva “atracción turística” sigue aún sin resolverse. Aunque quizá, como explica la crítica conservadora y republicana Lynne Munson, las inexplicables construcciones icónicas (erigidas sin debate previo de arquitectos, empresas, Estado y ciudadanía) banalizan o morigeran la experiencia de visitar estos espacios. El diseño minimalista, indistinguible en estética y estructura al de un shopping, parece haber ganado finalmente la partida.

PURO DISEÑO PURO

Junto a las escaleras que llevan al primer ambiente del museo, una pared tatuada con los nombres de los donantes que financiaron su construcción nos da la bienvenida, y nos recuerda que recordar sale caro. Un variopinto seleccionado de altruistas, corporaciones y particulares: desde el Bank of America hasta la Fundación Walt Disney, sin olvidar a la JP Morgan Chase, el Deutsche Bank, David Rockefeller, y los New York Yankees, el equipo de béisbol más popular de la ciudad. Los donantes, muchos heridos en sus propias finanzas por los atentados, aportaron sus dólares para construir el museo, que fue terminado sin recibir contribuciones del Estado. Los recintos del museo son prácticamente todos subterráneos. Sus principales salones se alojan a más de 20 metros de profundidad, justo debajo de las reflecting pools de la plaza seca del Memorial; fueron diseñados por la firma noruega Snøhetta y el estudio neoyorquino Davis Brody Bond.

Una rampa de madera lustrosa desciende hasta las dos salas mayores del museo. Luego de la escueta narración del ataque a las Torres Gemelas y el Pentágono cuyo texto ofrece una pared, el descenso es copado por un ambiente opresivo y tenebroso. Fotos y más fotos, proyectadas sobre lienzos colgantes, exhiben, con la monotonía del horror, el asombro y la incredulidad y el espanto en rostros y más rostros anónimos, que miran todos hacia arriba, siempre hacia las alturas. En la última de las instantáneas, un hombre, casi de rodillas, se toma la cabeza con las dos manos y se tapa los ojos. Es casi insoportable seguir mirando.

El grupo de curiosos se detiene junto a unas ruinas de antiguos escalones. Paul, un empleado del museo, susurra la historia de la escalera de Vesey Street. Recuerda la carrera desesperada de los oficinistas que salvaron sus vidas de milagro aquella mañana. También se acuerda de los compañeros que quedaron en los pisos más altos y de los bomberos que entraron al edificio y subieron por esos mismos escalones para nunca más volver. Antes de despedirse, Paul refiere que, a veces, se le complica contarles a los visitantes todas estas historias cruzadas, y que muchos creen conocerlo todo ya: tanto repitió la televisión sus imágenes selectas de aquella mañana de septiembre. Una catástrofe mediatizada, un espectáculo contemplado en vivo y en directo por una sociedad de 2000 millones de televidentes.

Un poco más allá, en una pared, se proyectan, evanescentes, los carteles hechos a mano que pegaban los familiares de las personas desaparecidas durante los días que siguieron al atentado. En otro ambiente, son recuperados, uno por uno, los rostros conocidos de las 2977 víctimas de los ataques. Pero también se evocan pequeños detalles de sus vidas, con videos breves, con la voz de sus familiares. En el salón dedicado a la historia del atentado también pueden observarse otros rostros, más pequeños y más difusos. Son los 19 militantes que secuestraron los aviones. Un video también narra otra historia en este ambiente, más amplia y ramificada, la de la red militante islámica Al Qaeda. Un documental que resulta, acaso inevitablemente, tendencioso, incompleto y poco profundo. Al final del recorrido, espera la tienda con souvenirs: monedas ceremoniales a 5,95 dólares, remeras con el escudo de la policía de Nueva York a 16 y gorras a sólo 12,05.

JAULAS PARA PAJAROS

La última columna se yergue estoica en el centro del salón principal del museo. Una ruina noble, oxidada, rayada y algo grafiteada. A sus espaldas, un muro de concreto la defiende del bravo río Hudson y de sus crecidas. Muy cerca, los restos de una herida ambulancia y un camión de bomberos. La columna de acero fue colocada en la construcción de la Torre Sur a finales de los años sesenta, y fue la última en ser retirada del Ground Zero, cuando terminaron los trabajos de remoción de escombros. Algunos ven en la columna un símbolo de la fortaleza de los estadounidenses, un pueblo que, pese a todo, sigue de pie. Otros encuentran en esa columna el último bastión de la filosofía que sostenía a las Torres Gemelas.

Pocos meses antes de la apertura del museo, en una entrevista, el escritor y cronista Gay Talese recordaba que había tenido oportunidad de conversar con los obreros que habían levantado las Torres Gemelas en los años sesenta. Talese comentó que cuando les consultó lo que sintieron al ver que el resultado de su trabajo se había desvanecido en apenas unas horas, sus respuestas lo desarmaron. La destrucción no les había causado la menor sorpresa. “¿Pero cómo es posible?”, les preguntó el escritor. Los obreros le respondieron que sabían que las torres no valían nada, no tenían una estructura sólida, las torres estaban hechas de aire, eran “jaulas para pájaros”. Talese explicaba que “no se trataba solamente de que el arquitecto no fuera bueno, sino de la filosofía sobre la que se sustentaba la idea del World Trade Center. Lo único que querían hacer los promotores era maximizar el espacio, rentabilizándolo a fin de obtener el mayor margen de beneficio, alquilando la mayor cantidad de superficie posible”. Cuando los aviones se estrellaron contra las torres, las atravesaron de lado a lado. Antes de ponerse el sol se habían derrumbado: eran columnas de ceniza y humo.

Así terminaba esta alegoría barroca que los obreros resumieron al periodista ítalonorteamericano: el derrumbe violento de una gloria del mundo capitalista.

UNA DE LAS REFLECTING POOLS EN GROUND ZERO

Compartir: 

Twitter

LA ULTIMA COLUMNA, DENTRO DEL MUSEO
 
RADAR
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.