Domingo, 28 de diciembre de 2014 | Hoy
ARTE Nació en Santiago del Estero, en una familia acomodada, y en su juventud viajó a Europa, desde donde trajo las primeras noticias sobre los movimientos de vanguardia de los años ’20. Pero poco después de su incursión moderna, Ramón Gómez Cornet volvió a su provincia natal y se dedicó a la descripción de tipos humildes, hombres, mujeres y niños usando una figuración clásica. Reconocido entre sus pares y diplomático de carrera, sin embargo Gómez Cornet es considerado casi un artista secreto. Y esta nueva muestra, que incluye fotografías tomadas y copiadas por el artista en las décadas del ’30 y ’40, viene a redescubrirlo.
Por Verónica Gómez
Ladrón del fuego es el nombre de la muestra curada por Sebastián López en Fundación OSDE que rescata un conjunto de fotografías de Ramón Gómez Cornet nunca antes presentadas en Buenos Aires. Si bien la gran novedad de la exposición son las fotografías del artista santiagueño tomadas en las décadas del ’30 y ’40 y copiadas por él mismo, cuyo repertorio se ciñe casi exclusivamente a retratos de niños y escenas típicas de mercado, la presencia de un buen puñado de pinturas y dibujos transforma la muestra en un banquete para los amantes de este artista que logró disputar el podio de los precursores del arte moderno argentino, sin dejar de ser por ello un habitante de aquellas zonas atemporales de la pintura que atraen con su hablar quedo, parco. Ladrón del fuego se propone explorar dos temas centrales a la modernidad: el humor melancólico y la relación –conflictiva o de mutua colaboración– entre la pintura y la fotografía hasta bien entrado el siglo XX.
Gómez Cornet vino al mundo en Santiago del Estero, el 1º de marzo de 1898. De familia acomodada –era hijo de Ramón Gómez, ministro del Interior de Yrigoyen y senador nacional por Santiago del Estero, y de Doña Rosario Cornet Palacio Achával– Gómez Cornet hizo sus primeros estudios en la Academia Provincial de Bellas Artes de Córdoba. De ahí partió hacia Buenos Aires y luego a España, donde quedó obnubilado por El Greco, Velázquez y Goya. En Barcelona asistió al taller libre Ars y luego a la Academia Ranson de París. Después de larga ausencia, retornó al país empapado de información sobre los movimientos de vanguardia. Hizo entonces su primera muestra individual en el Salón Chandler, de la calle Florida. Corría el año 1921. Eran óleos de colores planos, fondos ajedrezados de tonos vivos, aires cubistas y fauvistas y algo de la sensibilidad melancólica de Modigliani y sus cabezas lánguidas de ojos vacíos. En aquella muestra, según las crónicas de la época, había también otros cuadros, más difíciles de filiar con las vanguardias europeas, como La Urpila y Araña de Cuchihuarcuna. Un brote todavía minúsculo de lo que vendría. De sus cuadros más vanguardistas lo poco que sabemos es por los testimonios de la prensa, porque el artista destruyó casi la totalidad de esas obras. A salvo quedó el Autorretrato de 1921, donde aparece ceñudo y con los ojos en blanco.
La crítica no fue benevolente con aquel Gómez Cornet aggiornado. “Uno que otro sarcasmo, algún comentario supuestamente risueño y, en general, la indiferencia, fueron las reacciones con que nuestra capital saludó esa primera manifestación de la renovación artística que bullía en los países tradicionales del arte”, señalaba el crítico Córdova Iturburu. Ese mismo año, en el mismo lugar, otra exposición corría la misma suerte, la del uruguayo Pedro Figari. Si las primeras noticias sobre el futurismo, el fauvismo y el cubismo llegarían de la mano de Gómez Cornet, lo cierto es que pasarían sin pena ni gloria y recién empezarían a echar raíces en el país en 1924, con la exposición de Pettoruti en Witcomb y el acompañamiento fragoroso de la revista Martín Fierro.
La muestra en Fundación OSDE toma su nombre de un texto del escritor guatemalteco Miguel Angel Asturias que aparece en el catálogo de la Galería Van Riel en 1956: “Gómez Cornet robó el fuego en Europa para incendiar lo propio, para quemar su existencia, y al resplandor del incendio hacer cosecha del oro fugaz entre las sombras del sueño”. El mito prometeico es tentador. Pero más allá del rapto romántico del guatemalteco, acorde con la retórica de la época, la analogía no termina de cuadrar y ese defase hace mucho más fascinante al artista. ¿Será que Gómez Cornet está más cerca del famoso quelonio de María Elena Walsh, de paso audaz, que cruzó el océano en busca de renovación y en el largo camino a casa aceptó su morfología original, que del insurrecto Prometeo, ladrón del fuego de los dioses del Olimpo?
Luego de su exposición en Buenos Aires en 1921, Gómez Cornet vuelve a su provincia natal. Su obra toma entonces un rumbo diferente: se dedicará a la descripción de tipos humildes, hombres, mujeres y niños, una figuración de estirpe clásica, sintética, de una geometría solapada que provoca una solidez dulce, evitando cierta ostentación constructiva de la que los cubistas supieron abusar. Gómez Cornet relataría así el momento bisagra: “Una breve incursión sobre los ‘ismos’ me tentó cuando joven. La pasión, el fervor de la edad, la necesidad de nuevas inquietudes, me llevaron a viajar a Europa. Me detuve a estudiar los pintores clásicos, y asistí a las fragorosas batallas de la pintura nueva. Pero las circunstancias me llevaron más tarde al interior del país, a mi provincial natal, Santiago del Estero, y a las demás del norte. Allí se operó en mí una crisis de superación. Me hallé con un problema nuevo: el hombre y el paisaje nuestro”.
El crítico Atalaya lo llamó “el Bautista”, señalándolo como uno de los precursores del movimiento martinfierrista, aquel que según Córdova Iturburu venía a aportar a la escena del arte argentino una perspectiva histórica de rotunda actualidad. “Mientras en Europa la batalla de los ismos artísticos se desarrollaba en una sucesiva multiplicidad de direcciones atrevidas, de experiencias y aventuras fascinantes, nosotros continuábamos amarrados a módulos caducos, a un naturalismo academizante vetusto, a un impresionismo marchito”, recuerda Iturburu.
A menudo se ha trazado la semblanza de Gómez Cornet como un pintor olvidado, un artista corajudo que supo romper con la enseñanza europea para entregarse al dictamen de su tierra, a riesgo de sumirse en las sombras del anonimato. El mismo artista contribuye en la construcción de su mitología con frases memorables como “De todas mis pasiones hice una bolita de barro y la arrojé lejos de mí con el mayor de los desprecios”. Sin quitar del todo crédito a esta versión, seductoramente amiga del marketing de lo marginal, cabe recordar que Gómez Cornet no fue en vida un artista sin reconocimiento: ganó premios importantes, como el Gran Premio Adquisición y la Medalla de Plata en la Exposición Internacional de París, su obra es parte de destacadas colecciones públicas nacionales (e internacionales, como el MoMA) y tuvo un papel enfático en el ámbito de la enseñanza artística: organizó la Academia Nacional de Bellas Artes de Santiago del Estero en 1937 y seis años después fundó el Museo de Bellas Artes de Santiago del Estero. Por si fuera poco, hizo carrera como diplomático, fue cónsul argentino en Lisboa, Amsterdam y Sicilia y embajador argentino en España. Nada más lejos de un pintor marginado, de un hombre esquivo a las trifulcas del poder.
Cada obra de Gómez Cornet, sea un dibujo pequeño, una fotografía o una pintura, establece coordenadas anímicas precisas; un tono sosegado, de potencia contenida y orgullosa atraviesa su obra. El dibujo, omnipresente en la pintura, excepto en los paisajes que la muestra trae a colación, es quizá la actitud más definitiva de Gómez Cornet, donde aparece en todo su esplendor la combinación, citando velozmente la teoría de los cuatro humores de Hipócrates, de un temperamento melancólico y flemático. Las líneas de Gómez Cornet tienen frío. Por eso se acercan, para abrigarse y ser más fuertes, sin renunciar a su consabida misión: delimitar los contornos de una figura humana, de una silla, una mesa, un cacharro. La relación entre los cuerpos obedece a la lógica del estremecimiento: una vibración muy leve que impregna sin alterar la certeza ensimismada de las figuras. La procesión va por dentro y camina con pasos trémulos, pero firmes.
También en las fotografías de Gómez Cornet, especialmente en los retratos de cuerpo entero, aparecen esos ínfimos atentados al equilibrio y a la simetría. Un leve declive en un hombro, una postura inclinada como un palo viejo clavado en la tierra, una torsión mínima en la columna que se detiene antes de que el cansancio se transforme en abatimiento. Una curva neta, un cuello que se apoya en un torso, rotundo pero no pesado, como el cuello de una vasija se conecta al recipiente de manera lenta, con una elegancia para nada ostentosa. De Ucello a Ingrès, de Masaccio a Giotto, la línea franca ha sabido cautivarnos con su mínima expresión. Pero Gómez Cornet logra como pocos la dulzura de las formas. Romualdo Brughetti señalaba en el artista “una potente voluntad de alfarero, con el sentido profundo que tenían los artesanos y artistas del período Chimú y Nazca, en que la línea y el volumen predominaban”. También Atalaya vincularía la obra de Gómez Cornet con la alfarería e iría un paso más allá en la descripción del tono emotivo del pintor: “Si tiene ese abandono sentimental –o emocional– así chambón y torpe, es porque hay algo en él de ese primitivismo de los alfareros de su tierra santiagueña que hace que le cueste no balbucir de cuando en cuando”.
Un acierto de la muestra es la inclusión de las diferentes versiones que Gómez Cornet hizo de algunas de sus obras, como La Urpila, que aparece en una fotografía, un dibujo y una pintura. Las tres variaciones del motivo escapan a la categoría preliminar de boceto, e invitan a un acercamiento de tipo detectivesco –escudriñar qué suprimió aquí, qué ajustó allá– confirmando la importancia de los detalles y la composición en la construcción de los personajes y la relación con su entorno.
Mucho se ha hablado de la renuncia de Gómez Cornet. Bien cabría una lectura inversa. Podríamos argumentar entonces que su renuncia no es otra cosa que el apego a un mandato aún más potente que el mandato de las vanguardias europeas: el mandato familiar, ideológico, y el mandato de su paisaje natal. Si algo aprendió Gómez Cornet en Europa, en sus investigaciones de los renacentistas por ejemplo, es la importancia de las genealogías.
La obra de Gómez Cornet vuelve para formularnos la histórica pregunta por el color local. O más bien por la posibilidad de existencia de un color local en el arte contemporáneo. ¿Qué está dispuesto a hacer un artista, o a no hacer, para defender aquello a lo que pertenece? ¿Cómo definir ese ámbito de pertenencia más allá de los ámbitos de circulación de la obra? ¿Será ese dejo de pasteurización que exhibe el arte contemporáneo la mejor manera de mirarnos cabalmente en el espejo?
Ahí están los retratos de Gómez Cornet, con sus “bovinos ojos alucinados”, al decir de Atalaya, reservándose el derecho a guardar silencio.
Ladrón del fuego. Gómez Cornet:
Fotografía y Modernidad.
Ramón Gómez Cornet
Hasta el 10 de enero en
Fundación OSDE, Suipacha 658, 1º piso.
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