Domingo, 18 de octubre de 2015 | Hoy
ARTE > DIECIOCHO SALAS NUEVAS EN EL MNBA
Arte Hace dos meses se abrieron dieciocho salas nuevas en el MNBA, que habían estado cerradas desde 2011. Las salas dan cuenta del siglo XX, pero además presentan un nuevo diálogo: no hay una separación del arte criollo y el internacional. Klee, Chagall, Marcia Schvartz, Raquel Forner, Schiavone, Berni y Liliana Maresca, entre muchos otros, conviven en una colección dinámica que deja claro el conflicto en el arte, cómo es el resultado de luchas visuales, discursivas y de hegemonía.
Por Leopoldo Estol
En la actualidad los museos de arte son guaridas perfectas. El Moma, la Tate, el Louvre. No importa cuan perdido esté el turista, ir al museo a ver la Mona Lisa en París, los Turner en Londres o Las Meninas en el Prado son compromisos que parecerían acompañar muchas veces el pasaporte y el pasaje aéreo. De hecho, los museos tienen esa capacidad, a veces espectacular, de contar una historia sin palabras. La reconstrucción de la arquitectura griega en el Museo Pérgamo de Berlín nos invita sentarnos en aquellas larguísimas escaleras e imaginar un pasado vestidos con ropas sin etiquetas ni marcas, quizás personas igual de atareadas que hoy, pensando algún problema de la polis. Los museos generan mucha expectativa porque organizan el pasado pero también porque le proponen experiencias al presente.
El pasado mes de agosto el Museo Nacional de Bellas Artes reabrió dieciocho salas al público que incluyen la renovación completa del primer piso que se mantenía cerrado desde el 2011 por refacciones que dejan como saldo nuevos baños, aire acondicionado, salidas de emergencia y, el cuento que nos atañe, la investigación, maduración y curaduría de una nueva museografía. Luego de una serie de postergaciones la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, se hizo presente en el museo para, en compañía de Marcela Cardillo –la directora– y una multitud de invitados reabrir las salas cerradas. Allí se mezclan como en una baraja soñada Klee, Chagall, Marcia Schvartz y Cambre. La mirada inquisitiva de una niña retratada por Augusto Schiavoni en un parque, la desolación surrealista –zombies calavéricos– con la que Raquel Forner cuenta la angustia de la guerra o la inocente seducción que destila el retrato de una joven que posa desnuda para Emilio Centurión y cuyo título "Venus criolla" nos dice mucho del tipo de diálogo que entabla el Museo, un diálogo donde la técnica y las costumbres europeas de a poco abrieron paso a lo nuestro: sean paisajes, personalidades o batallas, las fantasías de un arte singular desde el extremo sur del continente americano encuentra en el Museo Nacional un espacio propicio para el juego.
"El siglo XX es el siglo del capitalismo global", dice Roberto Amigo, curador en jefe de la colección. "Hay una lógica cultural que es propia del capitalismo, no podés sacar al museo de los lenguajes internacionales que estructuran esa lógica. Tenés que ver cómo se reactivan, se discuten y potencian en términos locales esos lenguajes. Si no parece que estás hablando de cualquier cosa." Amigo –sin aclararlo– discute con el montaje previo del museo en el cual lo internacional ocupaba la planta baja y lo nacional se extendía por el piso superior como unidad. "Es una idea falsa que lo nacional sea un relato lineal", agrega, y señala cómo en las renovadas salas, que dan cuenta del siglo XX, los vanguardistas, aquellos que se animaron a extremar alguna línea estética sin pensar en el después, aparecen unidos sin importar su nacionalidad ni escena de pertenencia. Del Prete comparte pared con Picasso, se pueden ver varias obras de Xul Solar a metros de un hipnótico Kandinsky. Cercanías en las salas que a fin de cuentas nos invitan a pensar un mundo en movimiento. "En cada sala –agrega el curador– hay una pieza que abre o cierra el panorama que da cuenta de algún latinoamericano que fagocita, transforma o lee en clave local."
Y a veces hay más. Como la sala Bemberg en donde se exhiben algunas obras que previo a su muerte donó la directora de cine y desde donde se puede vislumbrar un Río de la Plata inmenso y completamente fuera de su curso gracias al hechizo, o más bien peripecia conceptual avant-la-lettre, por medio de la cual Torres García en un famoso esquema dio vuelta el mapa del continente en un altisonante caso de justicia poética. La noche no pierde su pulso en la paleta de exaltados colores de Rafael Barradas logrando cruzar con éxito ese umbral festivo donde nos sacamos el abrigo para reír. Aquella calidez hermana, la uruguaya, cuyo nombre en guaraní significa "río de los peces pintados", avanza en nuestra visita a través de los inolvidables, por tiernos, recortes de la época colonial que pinta sobre cartones Pedro Figari donde unos caballeros con galeras espían a través de rejas los intrigantes interiores de una vieja casona.
Tanto Fernando Fader como Cesáreo Bernaldo de Quirós tuvieron en mente la cuestión de la identidad nacional. El panorama al asomarse a la sala 32 se parece a un duelo porque las obras estan enfrentadas pero ¡atención! eran amigos, de hecho ambos formaron parte del grupo Nexus. La pregunta por la identidad, por lo propio, sobrevuela la conciencia de ambos artistas y genera un cruce fuerte en el que sus personajes chocan. Fader retrata gente humilde de campo que mira hacia abajo mientras teje o prepara la mazamorra, mientras Quirós releva arrieros que miran en forma desafiante, sabedores de un dominio y una tierra. El conflicto está planteado. El clima es sugestivo. En el decir del crítico Pagano, éste es nuestro patrimonio vernáculo: quienes habitan el campo y cómo a través de sus posturas físicas nosotros adivinamos más. Las pinceladas se van intercalando dando forma a un campo que… .es rosa?. Fader logra virar el color del campo y lo sostiente mediante un vibrante equilibrio con toques de violeta, naranja y celeste. Las pinturas de Quirós comparten esas atmósferas estimulantes pero el sesgo es más conservador por sus motivos patricios y religiosos. Cuenta la historia que fueron las presiones que generó la compulsiva donación de cuadros de Quirós en los años 60 lo que impulsó a Romero Brest, uno de los más afamados directores del Museo, a presentar la renuncia al cargo.
La colección tambien es testigo del crecimiento urbano. Un animal muerto donde termina el asfalto, las pronunciadas perspectivas industriales de Barracas a plena máquina, la convivencia del tren y el caballo que galopa con carro recolector. Todas postales de los treinta: Gertrudis Chale, Horacio March y Victor Cúnsolo. No pueden faltar las chimeneas portuarias, los navíos de Quinquela ni sus hombrecitos que nunca se cansan de tanta carga ni el ánimo paranoico que un paisaje de De Chirico proyecta sobre nosotros como una siesta de la que no es posible despertar.
Pero si alguien trabajó lo urbano, sus violencias, desamparos e injusticias ése fue Antonio Berni, cuya obra ocupa merecidamente la sala más importante de la primera planta jerarquizando por sobre el resto de los creadores una mirada creativa en lo formal y comprometida en lo social. Con obras pop grandes como una pantalla de cine como es el caso de Pesadilla de los injustos, un cuadro de 1961 con una multitud festiva, expresionista y estrambótica de personajes y garabatos que nos miran. Se narra una realidad plagada de acontecimientos que Berni se ocupa de llevar al límite: ilumina y espera que salgamos de la madriguera a ver. Montañas de desesperación se adivinan en la frente del obrero herido y como contrapunto, el vestido cuadriculado de su mujer que lo toma en brazos. También, es posible asomarse al meticuloso departamento de dos ambientes donde se halla un Cristo hecho pelota tan solo, alienado y amargado que da impresión.
La violencia es uno de los temas por los que se puede tensar el hilo que organiza la colección. Volviendo a la pizarra del curador en jefe, Amigo cuenta que en su guión de la colección hay dos piedras fundamentales desde donde se puede arrancar el recorrido: los cuadros de la guerra civil fraticida, aquellos que pintara Cándido Lopez en ocasión de la Guerra del Paraguay y las tablas de la Conquista de Méjico donde el europeo comienza a accionar –aunque las tablas aún no esten en exposición–. Si asumimos que el arte es el resultado de luchas visuales, de pugnas entre artistas, de luchas de discursos, de disputas de hegemonía, obtenemos una imagen dinámica de la colección. Una colección que no se queda quieta porque intenta formular los conflictos fundantes del lugar donde vivimos, la llegada del europeo y la consolidación del Estado Nación. Una colección que es testigo de nuestra historia y también, de nuestras dudas.
La última obra de nuestro recorrido, un torso hecho con goma espuma, está pintado a mano de manera cruda. El subtexto mental inmediato al que nos arroja dada la austeridad de la pieza es determinar su sexo: tetas duras, muy duras (de hierro) y algo oxidadas con espirales blancas y a la vez, un falo que es –en realidad– un caño de escape que baja y ya va abriendo signos de interrogación en nuestra mente. Es una escultura potente que usa sin pudor los materiales que van quedando al margen, como un cartonero lo haría. Se la puede ver en la sala de los '80 junto a Kuitca y Diana Aisenberg. Es una obra de Liliana Maresca, artista que falleció en el 1994 y pocos conocen, ungida por sus coetáneos como alma mater de la década. Llegar al Museo Nacional en el año 2015 y poder ver su obra se parece bastante a la justicia. Aunque la justicia sea ciega y no pueda ver.
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