NOTA DE TAPA
Cárcel de amor
Ella era una belleza austríaca lanzada al estrellato por su desnudo desprejuiciado en Éxtasis (1932), y años después llegaría a Hollywood para transformarse en Hedy Lamarr. Él era un poderoso empresario de las armas que después llegaría a la Argentina y sería acusado de nazi. En el camino, se casaron y vivieron una historia de amor demencial que incluyó encierro, lujo, joyas, mansiones, castillos, compra voraz de cuanta copia de Éxtasis hubiera y una fuga hitchcockiana. Como si fuera poco, es la misma historia de amor que años después inspiró a Manuel Puig para escribir Pubis Angelical.
Por Moira Soto
¿Habrá sabido alguna vez la diosa de los turbantes, precursora del desnudismo cinematográfico y reina de corazones del Hollywood de los ‘40, que la loca historia de su primer casamiento con el magnate Fritz Mandl inspiró los ensueños drogados de la protagonista de Pubis angelical (1979) de Manuel Puig? Novela admirable, narrada en varios planos (el real de una enferma de cáncer, el de su diario íntimo, el de sus fantasías atizadas por la morfina) que, para empezar a cerrar el círculo, se filma en las postrimerías del Proceso, con guión del propio autor y del director Raúl de la Torre, protagonizada por Graciela Borges en la plenitud de su indiscutible star quality, atributo que nunca perdió pese a arriesgar su imagen de tapa ideal de Radiolandia o Antena en, por ejemplo, El dependiente (1969), obra maestra de Leonardo Favio. Animal de cine por excelencia, fotogénica hasta mal iluminada en algunas producciones mediocres, Borges –magnífica en La ciénaga de Lucrecia Martel– fue la cara y el cuerpo de Ana, la argentina patética, entrañable, cursi, confundida que en una cama de un hospital mexicano alucina que es la divina estrella a la que su maduro y autoritario marido nazi narcotiza para hacerle ¿el amor?
Al despertar, después de esa primera noche de bodas, la bella, con el maquillaje azul y rosa intacto, descubre marcas en su cuerpo, “un trecho de piel ardida, algo más arriba de la clavícula. Sobre un seno, tres o cuatro huellas de dientes en arco que no dolían ya casi. Su vientre en cambio no delataba asalto alguno, el bajo vientre sí, húmedo, inflamado, con un íntimo desgarramiento”, escribió Puig. La nueva Ama, como la llama Ana en su ensueño, después de caminar por la tibia alfombra de visón, empieza a darse cuenta –las rejas detrás de las cortinas de encaje, el mensaje sobre el taburete de armiño, las órdenes estrictas impartidas por su marido antes de irse– de que es una prisionera.
De lujo, sin duda. Rodeada de objetos carísimos como la copa cuadrada de grueso cristal con “piedras preciosas incrustadas –turquesas, amatistas, topacios–, aprisionadas en el engarce de plata labrada”, que contiene el aromático líquido ambarino que la conducirá a seguir soñando, a la vez que es soñada por Ana a quien cuando era chica y se hacía la raya al medio, le solían decir que se parecía a esa actriz tan linda y tan fina de los ‘40 llamada Hedy Lamarr...
La cautiva cautivadora
Acaso como le sucedió a la Bella Durmiente en el clásico cuento de los Grimm Brothers, alguna de las hadas madrinas que se acercaron a la cuna de Hedwig Eva María Keisler, el 9 de noviembre de 1913, debe haberse irritado y echado alguna maldición sobre los dones que recibía la recién nacida. Porque algo falló cíclicamente en el destino de la hermosa e inteligente Hedwig, demasiadas cosas le sucedieron a destiempo.
Resuelta a ser actriz, a los 19 correteó desnuda y sin remilgos por la campiña en Éxtasis (1932), el film del checo Gustav Machaty, adelantándose décadas al tropel de intérpretes en cueros del último par de décadas. Ya en Hollywood, después de huir de su marido carcelero Fritz Mandl y de transar con el zar de la Metro, Louis B. Mayer, Hedwig Kiesler se convirtió en Hedy Lamarr y fue copiosamente maquillada, enjoyada y arropada (por diseños de Adrian), porque en verdad a nadie –más que a ella misma– le interesaba que actuara (para eso estaban Bette Davis o Katharine Hepburn). Coleccionista de maridos (y de amantes, éstos off the record), Hedy fue poco feliz en sus cinco matrimonios (en los Estados Unidos). Y encima, cuando se robó a John Loder, marido de Joan Bennet, ésta, en señal de venganza, le copió el peinado, según lo consigna Lamarr en sus memorias, tituladas –cómo no– Éxtasis y yo, de fines de los ‘60. Entre un hombre y otro (con alguna chica para matizar), la star intentó sinceramente, vanamente hacer películas de alto voltaje erótico, pero nohubo caso: vio frustradas sus ambiciones en producciones como Lady of the Tropics (que sin embargo, honor al mérito, implantó el turbante blanco de joyas colgantes) o White Cargo (1942), como vampiresa cuasi virtuosa de la jungla, de apelativo Tondelayo, reprimida por corpiño reforzado, pendientes hasta los hombros, brazaletes ceñidos... Lamarrvellous, como se dio en apodarla, no la embocó ni en los films que eligió ni en los que rechazó: le dijo no a La luz que agoniza, a Laura, a Casablanca...
Pero el hada maléfica aun no estaba satisfecha y siguió desviando el destino de la austríaca largo tiempo conocida como la mujer más bella del mundo: durante la Segunda Guerra, Hedy, recordando algunas de las conversaciones secretas que había escuchado en las comidas de su entonces cónyuge Fritz Mandl (experto en comerciar con materiales bélicos) y en combinación con el notable músico George Antheil (que solía acompañarla al piano cuando ella cantaba), empezó a deducir que si las radios de los barcos y la de los torpedos estaban sintonizadas, el enemigo no podría interceptarlas. Lamarr y Antheil crearon un mecanismo para garantizar el control remoto de armas militares sin interferencias, y en 1942 entregaron la patente a las Fuerzas Armadas norteamericanas, pero el invento no llegó a utilizarse durante la Segunda Guerra, sino recién en la crisis de los misiles de Cuba, y luego se aplicó en general a las telecomunicaciones y en computación. Cuando finalmente Hedy Lamarr, la adelantada, fue reconocida en 1997 por la Electronic Frontier Foundation, su hijo, Anthony Loder, fue a recibir el homenaje.
Demasiado tarde debe de haberse encogido de hombros la anciana dama que poquitos años antes andaba sustrayendo artículos de belleza en supermercados. Es que ella creía, así lo dejó escrito, “que después de haber sido estrella, todo otro estado es pobreza, porque ser una estrella significa poseer el mundo y la gente que lo puebla”. ¿Por qué negarse, entonces, unos afeites, unas cremitas baratas que estaban ahí, en la góndola, tan al alcance?
El secuestrador burlado
Cuando ebria del perfume de tantas flores y cegada por el brillo de alguna alhajita recibida –y también impresionada por su finca de caza, la servidumbre en fila y los diecisiete galgos y lebreles– Hedwig Kiester aceptó casarse con Fritz Mandl en agosto de 1933 lejos estaba de recelar que se metía en una trampa de novela. Para el magnate treintañero, la chica era un objeto artístico que incorporaba a sus propiedades, a su total servicio durante “noches ardientes” (Lamarr dixit) y como graciosa y cortés anfitriona en sus reuniones de negocios. Hedwig podía disponer de un estupendo departamento en Viena, de un castillo en Salzburgo con vajilla de oro macizo, pero siempre de puertas (con siete llaves) adentro. Y si salía cubierta de pieles y joyas, era en compañía de su propietario y custodiada por expertos. Hedwig empezó a pensar que los diamantes no eran los mejores amigos de las chicas si no se podían lucir libremente. Así fue que decidió fugarse. Falló en un par de intentos porque el cerco organizado por Mandl era casi infranqueable. Cierta vez, cuando ya la amenaza de la guerra se acentuaba, un coronel inglés visitó el castillo, oportunidad que aprovechó la joven, en un momento que Mandl había salido de la habitación, para pedirle ayuda. Más tarde, mientras ella se cepillaba el pelo, Fritz le dijo que le iba a hacer escuchar un desconocido vals de Strauss. Y la sorprendió con la voz angustiada que pedía socorro para escapar al militar británico.
Hedwig no se achicó y al cabo de tres años de tenso matrimonio, lo logró. De creer su propio relato autobiográfico, huyó disfrazada de su doncella Laura, a la que narcotizó antes de hurtarle su ropa. Trató de encontrar prendas con grandes bolsillos y un bolso apropiado para llevarse unas cuantas alhajas, como indemnización por cautiverio.Pocos años después, en tanto que Hedwig Kiesler devenía Hedy Lamarr con todos los aderezos hollywoodenses, Fritz Mandl enfilaba hacía la Argentina, país donde terminó afincándose y fundando diversas empresas, paralelas a sus negocios en el exterior. Personaje astuto, acomodaticio, cambiante, abarcador, Mandl fue etiquetado de nazi por sus vecinos de Córdoba, el periodismo e incluso algunos historiadores.
El diario Crítica lo acusó reiteradamente de “actividades nazistas y de traficante de materiales de guerra”, que “seguía sin aportar ninguna prueba en descargo de las impresionantes denuncias que ya son del dominio público”, referidas a arreglos con militares argentinos para residir en el país (12/8/45). El diario sigue insistiendo en otras ediciones acerca del “misterioso personaje austríaco al que se le concedía carta de ciudadanía argentina”, llamándolo “intrigante factor de guerras y conflictos internacionales”. ¿Los cargos?: “Ayudó a los señores feudales polacos a preparar la agresión a la Unión Soviética, a los alemanes al rearme violentando el Tratado de Versalles, al Duce a aplastar y esclavizar al débil y sufrido pueblo etíope, a Franco a traicionar a la República Española, al príncipe Stazhemberg a crucificar la democracia austríaca, a Adolf Hitler a cumplir su plan de dominación del mundo”. Según este artículo titulado “El indeseable”, “la derrota militar del nazifascismo no sorprendió a Fritz Mandl: había ido preparando desde años antes, con astucia máxima, un hábil camuflaje para sobrevivir a la caída de los dirigentes de Berlín”. Menos enfático, Uki Goñi en La auténtica Odessa. La fuga nazi a la Argentina de Perón (Paidós, 2003) sostiene que el coronel Rodolfo Jeckelm, reclutador de nazis, “asiduo visitante de fábricas de armas alemanas en la época anterior a Hitler, estaba estrechamente vinculado al fabricante de armas y multimillonario austríaco, sospechado de asociaciones nazis, Fritz Mandl, que había huido a la Argentina durante la guerra y se había convertido en un importante contribuyente a la campaña electoral de Perón”.
Celuloide al celuloide
Adorador de Hedy Lamarr, su estrella favorita según sus íntimos, Puig adaptó la historia de Ana, la exiliada argentina enferma en México que recibe una comprometida propuesta de un abogado defensor de presos políticos, a los episodios vividos por la estrella durante su matrimonio con Fritz Mandl. Episodios que desde luego la imaginación de Ana, desbocada por la droga, convierte en un delirio auténticamente tropical, con bananeros de hojas gigantes, estanques de agua rosicler, cisnes arrebolados y flores de grana. El cineasta Raúl de la Torre, a comienzos de los ‘80, se atrevió a encarar el proyecto de llevar al cine una novela que mucho le debía al cine que tanto amaba Puig. “Cuando Raúl hizo Pubis Angelical todavía no se hablaba de Perón, de los Montoneros... eran temas peligrosos”, memora Graciela Borges, protagonista preferida del director. “Fijate que el personaje de la actualidad, Anita, tiene cerca a esa especie de López Rega, el personaje amenazador que hace Pepe Soriano, que por supuesto también encarna al magnate de sus ensoñaciones. El film respeta los tres tiempos de la novela, algo bien difícil de conseguir. Creo que Pubis fue una película muy de avanzada, que no fue comprendida en su momento, visualmente extraordinaria, con un universo insólito en el cine argentino.”
A Borges le encantaba el personaje femenino del pasado, su soledad infinita, maravillosamente vestida y maquillada, pero también la conmovía Anita, sus dudas, su miedo a la muerte. “Me acuerdo que empezamos a pensar este personaje y Raúl me preguntó ‘¿Dónde querés el cáncer?’. Y yo automáticamente me toqué el pecho... Una de las cosas que más me gustó de hacer Pubis fueron los despertares, con drogas, con dolor. Dormirse y despertarse están entre las cosas más difíciles de interpretar. Creo que, además, la película contó con recursos tan excepcionales como laescenografía de Jorge Sarundiansky, la música de Charly García... Es una obra sobre la soledad, la evasión, el desdoblamiento, las vidas paralelas, reales y soñadas. Conocía previamente la historia de Fritz Mandl y Hedy Lamarr porque cuando estaba casada venía al campo la hija de él, Puppe. Y porque además yo de muy chica estuve viviendo en La Cumbre y visité la casa de piedra en la montaña, el Castillo Blanco. A veces nos dejaban entrar y mirábamos todo eso que era como un decorado fantástico. Así que imaginate lo que fue después protagonizar esta película tan inspirada en lo que le pasó a Hedy Lamarr con el hombre que era el dueño de ese castillo... Siempre escuché muchas versiones sobre esa casa, que no se podía vender, que había un hotel arriba... Lo de Mandl me parece una historia fascinante, tan duro y tan seductor, con sus incontables negocios y mujeres. De chica yo no sabía lo que era ser nazi, pero siempre escuché que se decía eso de él.”
Raúl de la Torre confiesa que su obsesión por el nazismo es de larga data, que quizá se deba a que nació durante la Segunda Guerra, “y pensar que nosotros nos rendimos a los perdedores: se impuso la estructura del fascismo durante el peronismo”, comenta. “Me interesó mucho la novela de Puig, ese nazi que retrata, casi una caricatura. A él le encantaban los años ‘40, el cine de esa época. Yo fui a trabajar el guión con Puig a Río, tuvimos una relación muy agradable, con esa manera tan personal de vivir suya, con sus normas y costumbres. De entrada, se asombró de que yo quisiese filmar Pubis. Funcionamos bien, hubo empatía. Las discusiones tenían una base de respeto mutuo. Manuel sabía claramente que se iba a hacer lo que yo finalmente decidiera. Él pensaba que era preferible un relato más lineal, que la gente no iba a entender una trama más compleja. Pero a mí me importaba entenderlo yo: eran mis películas, las hacía yo, me financiaba yo, perdía –o ganaba, raras veces– yo. Me interesaba el doble, el triple, el plano narrativo, y fue lo que traté de aprehender en la película, una experiencia que me fascinó. Me contaron que cuando Manuel vio Pubis en video no le entusiasmó, pero él tampoco quedó conforme con El beso de la mujer araña. Era un tipo muy especial, al que le costaba ver su obra transferida al cine. Ese comentario me llegó por terceros, pero después nos encontramos en el Festival de Huelva, donde se nos hizo un homenaje a los dos, y estuvo muy gentil conmigo. Hablamos en público de nuestras disidencias, pero con un trasfondo de mucha estima.”
Fritz Mandl, mi padre
Puppe Mandl, hija de Fritz Mandl, es una empresaria dedicada al turismo que sonríe al mencionar la anécdota de los negativos de Éxtasis que su padre intentó hacer desaparecer cuando se casó con Hedy Lamarr: “Había un italiano que hacía copias y las subtitulaba en distintos idiomas y se las vendía muy caras a mi viejo, hasta que un día él se dio cuenta de que era un cuento... Hedy era divina, simpatiquísima, la vi en Nueva York y en Miami. Después de que se le pasó el enojo a mi papá, ella mantuvo con él una relación amistosa; por algún lado tengo correspondencia, le mandaba telegramas, firmaba Conejito. Mi padre tenía la costumbre de alhajar a sus mujeres para demostrar su poderío: cuando se iban las visitas o volvían de una salida, él mismo las ponía en la caja fuerte. Pero es verdad que Hedy manoteó unas cuantas y las envió fuera del país. Al revés de papá, Hedy no era buena para las finanzas: ganó mucho dinero, se casó con algunos hombres muy ricos, pero murió sin un centavo”.
Puppe Mandl afirma que Fritz Mandl nunca tuvo que ver con armamentos: “La mía era una familia de fabricantes de municiones, toda la vida la fábrica llevó el nombre de Hirtenberger, famosa por sus municiones de caza, su dinamita, proyectos para helicópteros teledirigidos. Es verdad que después de la Primera Guerra, Austria no podía fabricar municiones, pero mi padre, de 19 años, se puso al mando, trabajaron de noche los obreros yescondieron las municiones en el pasto de los alrededores. Después, él las sacaba sigilosamente y las vendía por Europa”.
“Mi padre se radica en la Argentina en el ‘40, después de venir varias veces”, prosigue la hija de Mandl. “Los nazis ocupan la fábrica y empieza el mito que dice que él los representaba en la Argentina. Es mentira, porque los nazis condenaron a muerte a mi mamá y a él. Mi papá era monárquico, antinazi, aunque es verdad que era muy amigo de Mussolini”.
Según Puppe Mandl, los ingleses hicieron correr la información de que Fritz Mandl seguía relacionado con la empresa de municiones, “pero mi padre le hizo un juicio al gobierno inglés, que ganó. También aclaró su situación con los norteamericanos, tanto es así que podía entrar a los Estados Unidos todas las veces que quería. En los diarios de acá decían todo el tiempo que era nazi, información fomentada por el servicio de inteligencia inglés. Hay muchos archivos norteamericanos y británicos que demuestran la verdad, pero la leyenda negra ya está hecha. Como tanta otra gente, mi padre tenía intereses vinculados al gobierno de Perón, pero creo que a él nunca lo vio. Por supuesto, daba plata como tantos empresarios para la campaña presidencial. Mi papá viene a la Argentina porque tenía grandes amigos militares acá que compraban municiones. Lo invitaban para ayudar a crear Fabricaciones Militares, que tiene un logo parecido al sello de mi familia. Mi padre era muy inteligente, muy capaz. Era un hombre de una vida muy intensa, apasionada, complicada. Una gran personalidad, de un charme loco. Era un espectáculo conquistando mujeres, pero seguramente para una esposa siempre es difícil aceptar que el marido tiene tres o cuatro amantes al mismo tiempo”.
El Castillo Blanco, que acaso inspiró a Manuel Puig la mansión soñada de la isla, está en La Cumbre, Córdoba, y al parecer todavía veranea allí Hugo Anzorreguy, ex jefe de la Side. “Lo había construido Vasallo, un médico de Rosario. Era un castillo medieval con foso y puente levadizo. Mi papá lo compró y lo recicló. Nosotros nos movíamos entre Buenos Aires, Mar del Plata, La Mazaruca en Entre Ríos y Córdoba. Nunca íbamos a la casa de nadie, mi padre no aceptaba invitaciones, quería invitar él. Después se fue al sur de Francia y cuando hice el secundario en Suiza me reencontré con él. Una vez que se demostró que no era nazi, a mi papá no le importó nada lo que se dijera. Se dedicó a reconstruir la fábrica que a los sesentipico volvió a poner en pie.”