PERSONAJES
El mejor segundo
Trabajó para Kubrick, Cassavetes, Kazan, Brando y Billy Wilder. Coppola le rogó que actuara en El padrino I y II, pero él estaba ocupado con un piloto de TV sobre unas mujeres que vestían animales desnudos. Entre 1958 y 1962 dirigió, escribió, produjo, actuó y distribuyó The World’s Greatest Sinner, una película tan inescrutable que hasta sus fanáticos tienen un club de fans. Murió en 1994 (el día del cumpleaños de su héroe, Salvador Dalí), mientras hacía The Insect Trainer, la historia de un hombre encarcelado por matar a pedos a una mujer. Con ustedes, Timothy Agoglia Carey: el segundón más bizarro de la historia del cine.
Por Grover Lewis
El trabajo de ciertos bufones de bajo perfil, segundones y tipos duros recorre la historia del cine como las nervaduras recorren el granito. Son figuras entrañables y familiares de nuestro imaginario colectivo, gente reconocible y real, o casi, pero cuyas carreras profesionales, aun cuando terminen bien, suelen ser ásperas e inhumanas. Los actores de reparto dejan pocas huellas en Hollywood Boulevard. Como todos los que están en este negocio, aspiran a tener dignidad, status, reconocimiento y seguridad económica. Siempre ávidos de figurar, suelen trabajar por retazos menos tangibles de recompensas y, con el tiempo, sin influencias, hundidos en la subfama, tienden a beber demasiado, a drogarse o a caerse de los carritos de golf, o simplemente se ponen demasiado viejos para recordar sus parlamentos. A veces terminan tan amargados que dirigen toda su capacidad de amenaza contra sí mismos. Y ahí aparecen los problemas.
Tomemos a Timothy Agoglia Carey, una bestia brutalmente cortada y remachada que empezó en el apogeo del noir y se abrió paso con desgano hacia un Belén de callejón. Tuvo su primer impacto en el público haciendo de matón balbuceante en Crime Wave (‘54), una serie B dirigida por André de Toth, y se lo vio por última vez en un papel insignificante en Echo Park (‘86). En el medio apareció en casi 50 películas, algunas sublimes -dos de los primeros títulos de Stanley Kubrick–, otras famosamente artísticas –The Killing of a Chinese Bookie (76), de John Cassavetes.
Normalmente limitado a interpretar personajes repugnantes, las mejores actuaciones de Carey ofrecen el tipo de señales mixtas que se asocian no tanto con el arte o la artesanía como con la patología o los tortuosos enigmas del ADN. Paralela a sus papeles de psicópata, la sombría leyenda personal de Carey acompaña cuarenta años de dedicada –o quizá sólo inútil– excentricidad, y un comportamiento estrafalario a menudo lindante con lo macabro. Desde la época de Casta de malditos (‘56), La patrulla infernal (‘57), Al este del paraíso de Kazan (‘55) y One-Eyed Jacks de Brando (‘61), quedó flotando en mi memoria como uno de los primeros actores de carácter del Método, alguien capaz de encarnar todas las locuras y las fiebres de ese sagrado régimen teatral. Aun en papeles descartables uno podía mirarlo a los ojos y sentir la sensación del verdadero peligro. ¿Era un demente o sólo un pícaro? ¿Un cruzado o un sabio? Difícil decidirlo. Mucho más en esos días de agosto de 1992 en que Carey, después de casi diez años de no aparecer en la pantalla, se materializó en una velada maníaca, implacablemente reveladora, en el Nuart Theatre de Los Angeles. La atracción de la noche era la proyección de The World’s Greatest Sinner, tal vez la película de autor más bizarra y vanidosa de la historia, 77 minutos de celuloide en blanco y negro en los que Carey aparece como actor protagónico, guionista, productor, director y distribuidor. Su papel es el de un vendedor de seguros que cambia su nombre por el de Dios, atrae partidarios muy jóvenes, desarrolla una desagradable ambición de poder y termina creyéndose su propio engaño. Al final desafía blasfematoriamente los poderes celestiales y tengo entendido que acaba comprendiendo la enormidad de su desmesura.
Finalmente estrenada en 1964, la película nunca encontró su lugar en las salas y los autocines de la época, donde Carey recibía entonces abucheos multitudinarios por sus papeles en Mermaids of Tiburon (también conocida como Aqua Sex), del ‘62, y en Poor White Trash, del ‘61. La función de aquella noche de 1992 fue la quinta exhibición comercial de la criatura de Carey. En el intervalo, Carey, vestido con un piyama chispeante, se subió al escenario con sus largas piernas y con una voz arruinada se puso a exaltar los placeres de tirarse pedos, citando a Salvador Dalí a la hora de ensalzar el pedo como actividad social. “Yo me tiro pedos fuertísimos, no puedo ser hipócrita. Consigo los papeles, pero nunca llego ainterpretarlos porque mis pedos son atronadores. ¿Por qué no podemos pedorrear todos juntos? ¡Dejemos que el viento surja de nuestros culos!”
Una risa nerviosa serpenteó por el teatro mientras yo me removía incómodo en mi butaca. Carey siguió adelante contando chistes de pedos, imitando voces infantiles, haciendo muecas, canturreando, declamando y cargando contra “la podrida cultura del dinero de Hollywood”, y terminó su monólogo levantando una pierna y fraguando el estrépito de una espantosa ventosidad.
Los aplausos se desvanecieron rápidamente. Carey se apostó en el lobby con una sonrisa rígida, listo para firmar autógrafos. Pero el público pasó en silencio junto a él y siguió de largo. Fue entonces cuando pude verlo de cerca: se notaba que algo no estaba del todo en su lugar, pero no era un hombre gagá. Era un artista primitivo. Un ser humano primitivo.
En los años ‘50 y ‘60 yo solía ir al cine por tipos como Jack Elam o Neville Brand, o Timothy Carey. Puede que sólo la cámara amara de veras a esos marginales extremos, pero yo siempre vi a Carey como la quintaesencia del actor duro, y ahora me descubro saboreando esa torpeza con que desafiaba, entre otras cosas, a la policía sensible de los años ‘90. Lo vi mantener la sonrisa, tuvimos un fugaz contacto visual y tuve ganas de entrevistarlo. Cuatro horas más tarde seguía pensando en la gracia con que Carey había enfrentado el rechazo del público y esa noche soñé con él, con sus actuaciones incomparables: el soldado condenado que mata una cucaracha en La patrulla infernal, el asesino feroz que acaricia a un cachorrito mientras charla de mutilaciones con Sterling Hayden en Casta de malditos.
Hacer una cita con Carey no fue fácil. En primer lugar, es un tipo solitario. Por otro lado, como todo actor, quiere llamar la atención. Por fin, su hijo, Romeo Carey, de 32 años, allanó el camino para una serie de encuentros en el modesto bungalow familiar de Carey en Los Angeles, en el suburbio El Monte, no lejos del hipódromo de Santa Anita. El barrio, tranquilo y humilde, parecía estar a miles de kilómetros mentales de Hollywood.
El encuentro fue hilarante. El personaje y el actor tendían a confundirse sin pausa, y Carey respondía a mi interés como quien ha estado solo durante años y una vez que empieza a hablar ya no puede detenerse. Aunque a menudo sonaba arrogante, también parecía dolorosamente inseguro, aun cuando alzaba su dedo índice en el aire. Me impresionó como un hombre de ideales elevados, curioso, un poco exhibicionista. Un soñador frágil. Contestó mis preguntas encaramado en un falso trono, en el desordenado estudio que tiene en el patio trasero, siempre vestido con su refulgente piyama. Para sumarse a la extrañeza general, Romeo Carey filmó pedazos de la charla para un documental en proceso.
¿En la industria se lo conoce generalmente como un pedorrero?
–Sí, bueno, hay dos respuestas, una a favor, otra en contra. Algunos se lo toman en broma, otros me llaman guarango. Una vez conocí a un productor –Roderick Taylor, que hizo algunas películas de ciencia ficción para Universal y fue una celebridad del rock’n roll o algo así– y me puse a hacerles un buen número a él y a su socio. Mis intestinos son muy ruidosos, ¿sabe?. ¿Y sabe qué hicieron? ¡Huyeron del estudio! Fue increíble. A veces hasta John [Cassavetes] se sentía un poco incómodo. Como esa vez en que me tiré dos grandes pedos encadenados en su oficina de los estudios Burbank. “¡Shhh, Tim!” Y se puso todo rojo porque sus secretarias estaban presentes. Fue tan lindo verlo ponerse así. Siempre me sentí muy cerca de John. Era mi héroe. Lo gracioso es que él me decía que yo era su héroe. Con él hice Minnie and Moskowitz (‘71) y The Killing of a Chinese Bookie. La primera fue más o menos contemporánea de El padrino. Me querían para esa película, y Cassavetes dijo que tenía que hacerla, pero yo dije que no, que prefería trabajar con él. Era tan genial, tancreativo. Pero era un tipo verdadero, y tenía tiempo para todo el mundo. Él fue el que puso la mayor parte de la plata para un piloto de TV que hice, Tweet’s Ladies of Pasadena. El personaje, Tweet Twig, se parecía a un canario atropellado por una cortadora de pasto: un idiota de pueblo que siempre lo enreda todo. Cada episodio iba a mostrar a Tweet en un trabajo nuevo, porque lo acababan de despedir del anterior. La combinación le encantó a todo el mundo menos a la gente de la cadena que hubiera podido ayudarme. Se abrieron. Filmé miles y miles de metros de película y gasté todo el dinero de Cassavetes y todo mi dinero. Seguí trabajando en eso hasta el ‘81 o el ‘82, y era como la vida. Huimos y sangramos. Eso me lo enseñó Cassavetes. La verdad es que nunca me importó el éxito convencional. Debo ser el actor que más veces echaron en Hollywood.
Todavía estoy tratando de digerir el hecho de que dejó pasar el papel para El Padrino.
–Me ofrecieron papeles en la I y la II: tenía que hacer de Luca Brazzi en la primera y del jefe mafioso al que matan en las escaleras al principio de la segunda. Pero no hice ninguna de las dos. Si hubiera aceptado, habría sido como todos los actores, que trabajan por dinero. Francis me quería, pero yo dije que no y que no. Para no tener que ir a Nueva York dije que quería más dinero y se cansaron, supongo. Francis me pidió que trabajara en La Conversación, y cuando firmé el contrato Fred Ross, el coproductor, quiso que figurara en el contrato que no me pagarían por el doblaje. “Muy bien –dije–, entonces van a tener que cortarme el césped.” Y les hice incluir una cláusula que los comprometía a podar mi jardín. Después me resfrié mientras ensayaba con Gene Hackman y Roos le dijo a Coppola que buscaran otro actor. Eligieron a Allen Garfield.
¿Por qué no participó de El Padrino II?
–Fui a charlar con Francis a la Paramount. Ya tenía el papel, pero igual quería hacer una escena. Francis y sus socios estaban sentados en la oficina y yo llegué con una caja de cannoli y pasteles italianos de regalo. “Les traje este regalo como muestra de respeto”, dije, y metí la mano entre los cannoli pringosos y saqué un revólver y ¡bang bang!, y les hice pegar un cagazo padre. Y después me pegué un tiro y me desplomé encima del escritorio de Roos y todos los contratos salieron volando. Y Coppola agarró mi revólver y me disparó –¡bang bang!–, como un chico. Fue genial. Los sorprendí por completo. Francis estaba azorado. “¿Cuánto querés?” Pero a Roos no le gustó, así que lo puso a Coppola en mi contra.
Había un chico joven que observaba todo. Tenía una cámara, pero no estaba filmando; estaba sentado ahí, con una cara triste, medio miserable... Por la cara se veía que tenía miedo. Alguien dijo que era Martin Scorsese.
Da la impresión de que era usted un tipo difícil.
–Sí, pero en realidad no. No para los directores que me conocían. No para Stanley Kubrick, digamos. No creo que Coppola y yo podamos hacer algo juntos, porque yo siempre haría lo mío, y siempre estaría sugiriendo ideas, ¿sabe?. Ésa fue una de las cosas que disuadían a los directores de trabajar conmigo. Es sorprendente lo miedosa y débil que es la gente. Estaba a punto de hacer un papel importante en Bonnie and Clyde, pero Arthur Penn me vio y casi se desmaya en mis brazos. Le habían dicho que me había agarrado a trompadas con Elia Kazan en Al este del paraíso. Cosa que no era verdad. Pero no conseguí el papel, en parte por ese chisme, en parte por la debilidad de Penn. Lo mismo pasó con el débil de Stephen Frears años más tarde, con The Grifters. Lo mismo con el débil de Harvey Keitel en Perros de la calle. Tarantino me llamó para una lectura del guión. En la tapa de su copia del guión decía: “Inspirado en Timothy Carey”. Pero Harvey Keitel no me quería en la película. Tenía miedo, me di cuenta apenas entré. Tenía derecho a aprobar o a vetar a los demás actores. Larry Tierney se quedó con el papel. Larry es un buen amigo mío; más tarde me llamó y me pidió disculpas.
No se ofenda, Tim, pero ¿no bebía usted mucho?, ¿no se drogaba?
–No, soy adicto al té. Ni siquiera he fumado. Todo el mundo vivía ofreciéndome marihuana o cocaína. Yo tengo mi propia cocaína: mi personalidad. Yo soy cocaína. ¿Para qué voy a tomar esa mierda?
De modo que no tenía vicios.
–Oh, sí, me encantaban las mujeres y el juego. Cuando vivía en Watts salía con mujeres negras todo el tiempo.
Podemos recorrer la lista de sus películas y algunas anécdotas salvajes que he escuchado por ahí. Por ejemplo, ¿es cierto que una vez tuvo atado a Otto Preminger en su oficina para conseguir un papel?
–Falso.
¿Que le arrojó una serpiente en el baño donde Ray Dennis Steckler estaba cargando la cámara en el rodaje de The World’s Greatest Sinner?
–Sí, bueno, eso es lo que dice él.
Y después está esa famosa proyección de Sinner en la Universal, donde usted se paró junto a la puerta con un bate de béisbol e impidió que los ejecutivos salieran de la sala...
–No, ésa es una de las historias que le encantaba contar a Cassavetes, pero ni siquiera llegamos a proyectar la película. Habíamos ido a discutir un proyecto mío que John estaba promoviendo, una cosa para TV llamada A.L., que es L.A. al revés. Pero no, no uso ese tipo de tácticas. Mis ideas son mis amenazas. En un momento dije: “Cuando trabajo, odio que la gente se siente y se relaje”. Cassavetes decía que Ned Tannen se había asustado. Él y Danny Selznick eran los que estaban en esa reunión.
¿Con quién más tuvo problemas?
–Con Marlon en El salvaje (‘53). Agité una botella de cerveza y apunté el pico hacia su cara. No le gustó. Pero se le pasó. Cuando trabajé con él en One-Eyed Jacks, me dijo: “Espero que no vuelvas a tirarme cerveza en la cara”. Marlon era genial, pero Karl Malden era un poco caprichoso. En la escena de la paliza me pegó muchísimo, así que fui y le dije a Marlon: “Si este tipo me pega otra vez lo destrozo”. Pero siguió pegándome. Tenía una pizca de Richard Widmark. Widmark me había tratado mal en un western que hicimos en Arizona, The Last Wagon (‘56). Me maltrató mientras yo estaba en el piso, y siguió así como cinco minutos, sólo porque yo había reaccionado cuando él me puso en ridículo en medio de la escena. Después me ofreció sus disculpas, pero no las acepté.
De modo que tuvo muchos problemas con otros actores.
–Sí, algunos no apreciaban lo que yo hacía. Una vez hice una cosa con Bob Ryan. Era genial, pero no permitía que se hicieran muchas tomas. “Ésta es la que va”, decía. Adolphe Menjou tampoco me prestó mucha atención. Era un tipo de la vieja escuela, y cuando estábamos en Munich rodando La patrulla infernal, pensó que mi comportamiento era indigno del equipo. Yo tenía un mono de juguete y caminaba de acá para allá con los zapatos agujereados.
El productor James Harris me contó que usted incomodaba mucho al equipo, y que los alemanes querían echarlos del país.
–Harris me echó. Se aseguró de que hubiera filmado todas mis escenas y al día siguiente me despidió. Emile Meyer –el tipo que hacía del cura que asiste a la ejecución– tampoco me quería. Me quería pegar porque en la escena en que yo moría le había mordido el brazo mientras gritaba: “¡No quiero morir! ¡No quiero morir!” Kubrick me llevó aparte y me dijo: “Hacelo bien, Tim. A Kirk [Douglas] no le gusta”. Cuando me despidió, Harris me dijo que me había robado todas las escenas.
¿Es cierto que lo echaron de su primer trabajo?
–Es cierto. Billy Wilder me echó de Ace in the Hole (‘51). Yo acababa de salir de la Escuela de Actuación en Nueva York y había ido a California, donde me echaron de los estudios de la Columbia. Así que de regreso pasé a ver a Wilder en Nueva México, donde estaba filmando. Le dije: “Señor Wilder, estoy aquí, soy Timothy Carey y me formé en el métodoStanislawski”. Él dijo: “Está bien, presentate allá y deciles que te mando yo”. Así que entré en la película; hacía de uno de los trabajadores que tratan de sacar al tipo del agujero. Y ahí estoy, mirando por la cámara, angulándola de manera que me tome en un plano entero. Tenía tantas ganas de estar en esa escena que me paré frente a Kirk Douglas. Quería que me viera hasta el último de mis amigos de Brooklyn. Pero de repente alguien me toca un hombro. “El director ya no te quiere.” Me dio cinco vales por U$$ 7,50 cada uno. Primera película en la que trabajaba, primera película de la que me echaban. Oí que Clark Gable estaba filmando en Durango, Colorado, así que me fui para allá a dedo. Era Across the Wide Missouri (‘51), y fui directo al trailer de Gable. Me confundió con el tipo que hacía el otro protagónico. Cuando se dio cuenta del error no volvió a hablarme nunca más. Hice de muerto: tenía la cara siempre debajo del agua. En Brooklyn disfrutaron mucho del personaje.
Mirando hacia atrás, ¿hay algo que cambiaría?
–(Larga pausa.) No escondería mis pedos. No cambiaría nada. Siempre quise hacer las cosas a mi manera. Lo mismo con la obra que estoy escribiendo desde hace años, The Insect Trainer (El entrenador de insectos, sobre un hombre juzgado por homicidio luego de pedorrear a una mujer, vagamente basada en el entertainer francés Le Petomane, alias El Pedómano. La obra, financiada en parte por Martin Scorsese, fue producida por Romeo Carey y estrenada en el Heliotrope Theater de Los Angeles el 30 de mayo de 1996.) Sé que no se va a poder hacer. Alguien ya me lo dijo... Pero ése es el tipo de cosas que me gustan: cosas que conmuevan.