PLáSTICA
La vida sobre la mesa
Sobre apenas siete mesas dispuestas en una sala del Centro Cultural Borges, Daniel Joglar recupera –con una sutileza casi oriental, capaz de transformar una escuadra en una escultura zen de madera perforada– todo un mundo que teníamos frente a nosotros pero que no veíamos.
Por María Gainza
Hubo un tiempo (remoto) en que la obra de arte no necesitó ser diseccionada quirúrgicamente en busca de lo que tenía para decir. Fue un momento (remoto) en el que se creyó que la obra por sí sola, más que decir, podía hacer. Para acercarse al trabajo de Daniel Joglar habría que intentar volver ahí: a desandar el camino hasta convencerse de que la mejor forma para entrar en el mundo del artista marplatense es abandonar todo intento de interpretación. Y entonces, dejar que su trabajo repose, como lo hace ahora, sobre esas mesas como islas en un mar distante. Dejarlo sólo para ver lo que es obvio: que hablar sobre la producción artística de Joglar es, en última instancia, empobrecerla. Convertir ese, su mundo visual, en este, nuestro pequeño enlodado mundo de palabras.
Y sí, después de todo este preámbulo, admitámoslo: esta nota no debería existir.
Hace unos años, el artista Damien Hirst, en una entrevista para la revista inglesa Dazed & Confused, comentaba el impacto que las cosas de todos los días, los puestos de flores, un tacho de basura, una cabina de teléfonos, un semáforo, le producían. Decía, más o menos así: “Siempre me he preguntado por qué si al doblar en una esquina un cartel me anuncia que viene una curva peligrosa, por qué otro no me anuncia: peligro, cerezos en flor”. Se ve que la súbita impresión con que los objetos de la calle se le revelaban, lo dejaban temblando. Frente a las obras de Joglar sucede un poco lo mismo. Porque su mundo, el de las resmas de papel, escuadras, cartulinas, perforadoras, tacos de madera, post-it, alfileres, ojalillos y pilas de revista, apareció hace un tiempo como un viejo universo que dábamos por descartado desde la escuela primaria y que ahora, desde las repisas de las librerías comerciales, lo escuchábamos murmurar: mirame, acá estoy, escondido detrás del mostrador. Joglar volvía así su mirada sobre el útil de escritorio, y planteaba el ready-made como un objeto que podía transformarse y, una vez anulada su cotidianidad, hasta volverse extraño. Eran reencuentros visuales que asustaban: más de emoción que de miedo.
Todo lo que Joglar toca, cambia. Algo ocurre ahí, fuera de lo habitual, algo que nos asalta por esa engañosa serenidad con que el artista presenta sus papelitos de colores apilados como capas terrestres o los bloques de maderas que, siguiendo el dibujo de las vetas, sugieren cortes geológicos. Pangea, así llamó Joglar a uno de sus trabajos presentados en la galería Dabbah Torrejón en el 2001: cartones superpuestos y desfasados que hacían alusión a la teoría de Alfred Wegener sobre la existencia de un supercontinente que se habría fragmentado gracias a un fenómeno que se conoce como la teoría de la deriva continental. La idea de placas tectónicas que no son estables sino que se mueven continuamente, y que al chocar generan nuevas geografías, es una forma precisa de acercarse a los objetos que acumula y reordena Joglar. Porque en esas dos instancias –en el desplazamiento y en la deriva– se juega gran parte de su trabajo. Joglar reúne, mueve, reagrupa, cambia, dispone, llevando de un lado a otro y a la vez dejando suceder: “Me interesan los traslados” dice el artista, para quien su trabajo pareciera ocurrir mediante la forma de un viaje: uno físico, el de los objetos que van desde la librería hasta la mesa, y otro místico, donde, sea lo que fuere que ocurre allí, ocurre como, diría Kerouac, en el camino, en el traslado ínfimo pero trascendental con que Joglar mueve un objeto de un lugar hacia otro.
Cuenta Joglar que un día se cansó de aplicar las cosas sobre el muro, que de golpe la pared se le volvió sosa como un gran cuadro de caballete y pensó que debía encontrar un lugar más apropiado donde instalar sus objetos. Así, hacia 1999 aparecieron las mesas: el espacio que Joglar entendió como originario, desde donde todo partía y en donde todo terminaba. Sobre ellas comenzó a colocar sus elementos creando relacionesque –cuando lograba hacerlas encastrar– irrumpían con el silencio de un rayo.
Para esta muestra presentada en el Proyecto Sala 2, programa de exposiciones producido por Graciela Hasper (junto a Victoria Noorthoorn desde este año) y llevado a cabo en el Centro Cultural Borges, Daniel Joglar salió de shopping. Poco tenía en mente, más que buscar objetos que pudieran desprenderse de sus referencias concretas –una escuadra no como un instrumento para trazar ángulos sino como un pedazo de madera agujereado que puede condensar la potencia poética de un haiku– y que después, dispuestos sobre las mesas del Centro, se pudieran volver material en estado puro. Menos atiborradas que en otros años (cuando colocaba sobre las mesas tacos de maderas como arquitecturas compactas), esta vez más confiado no sólo en la elocuencia de sus objetos sino en la tabla que los sostiene, como la arena de un jardín seco japonés contiene sus piedras, las siete mesas de Joglar se han vuelto objetos de meditación. Y como en la poesía antigua, hecha de repeticiones de sonidos y ritmos, hay algo en este lugar que pertenece al campo de los encantamientos.
Cuando se le pregunta a Joglar por el nombre de esta última muestra, Hormigas, arañas, abejas..., él comenta que proviene de un libro de Martin Hollis: “Los hombres de experimentación son como las hormigas: sólo recogen material y lo usan. Los razonadores se parecen a las arañas, que hacen telarañas con su propia sustancia. Pero la abeja toma un curso medio; reúne su material de las flores del jardín y del campo pero lo transforma y lo digiere por un poder que es de su propiedad”. En su forma de aproximarse al trabajo, Joglar busca ser esta abejita laboriosa que va y viene entendiendo la actividad artística como algo que se escurre entre la lógica del pensamiento y la intuición pura: “Como máximo, los sentidos nos dicen sólo lo que es, y quizá lo que será” repite refiriéndose a eso que ocurre y que él no pretende controlar. Porque ahí, en esas mesas que parecen dispuestas de acuerdo a un orden riguroso, con cada objeto instalado con aparente firmeza sobre su baldosa en el mundo, Joglar deja entrar el azar. Dispone los elementos sobre las tablas como quien lanza un par de dados, y allí donde caen, deja que lo sorprendan. Después reacomoda, apenas. Un poco como siguiendo aquel primer principio de Wu Wei de la no-acción y un poco como quien se libera del deseo de actuar. Un gesto de humildad que reconoce el lugar que al ser humano le corresponde en el mundo. Y al que suma su interés por el tiempo como gran escultor. Porque Joglar no busca inmovilizar los objetos. Todo lo contrario: “Para que una resma de papel se levante tienen que transcurrir unos días, así la humedad y el sol actúan sobre ella. Al final es más lo que no hago que lo que hago”. Son los leves movimientos que ocurren en el tiempo –los estados de deriva– los que interesan a Joglar: lo que se pone en marcha cuando los dados comienzan a rodar.
Las mesas son el lugar donde el ajetreo del artista se ha detenido y, a la vez, el lugar donde la pasividad, de repente, pareciera volverse un estado de actividad. Algo vibra ahí en la quietud de la sala. Todas en una gama de marrones que Joglar admite “se la dictó el piso del lugar”, como si éste hubiese oficiado de gran mesa esencial sobre la que después las otras irían a reposar (y que lleva inevitablemente a continuar la idea y pensar en el mundo entero como una gran mesa sobre la que Joglar podría disponer sus objetos). Cada una alumbrada por su lámpara particular, y aquí Joglar vuelve sobre la idea de la abeja para hablar sobre la iluminación, sobre cómo junto a Paula Grandio procuró encontrar “una luz dorada casi como la del interior de un panal” que pudiera envolver el espacio y transformarlo. Y algo de eso hay, porque sin duda la atmósfera de la sala parece haber cambiado: el lugar encierra ahora una espesura de silencio, irreconocible, “algo así”, decía Tanizaki, “como si al permanecer en ese espacioperdieras la noción del tiempo, como si los años pasaran sin darte cuenta hasta el punto de creer que cuando salgas te habrás convertido de repente en un viejo canoso”. Paradas ahí, bajo las siete lunas de luz amarilla, las mesas de Joglar devienen satoris.
En “Una hilera de Gingko”, un cuento de Kawabata, al regresar de un día de trabajo Soeda le pregunta a su mujer si ha observado que en la fila de gigantescos árboles junto a su casa la mitad inferior de los gingko está totalmente desnuda mientras la mitad superior se encuentra repleta de hojas amarillas. Cómo es que no se habían dado cuenta de este hecho inusitado, reflexiona desconcertado Soeda, si desde el segundo piso de su casa todos los días se asomaban a mirar en esa dirección. A lo que la mujer responde: “Exacto. Debimos verlos pero no lo hicimos”. Eso es la sensación que Joglar nos deja. Que esas escuadras zen, esas pirámides de papel caleidoscópicas, esas esferas como arañas pollito y bolas de madera como gusanos, son algo que siempre estuvo ahí, que debimos ver y no lo hicimos. Y de golpe, es claro: no son los objetos descansando sobre esas mesas los que se transforman sino que somos nosotros quienes nos transformamos ante ellos.
Proyecto Sala 2
Centro Cultural Borges
Viamonte esq. San Martín
Hasta el 25 de julio