LOS 12 PRECURSORES DE LA CIENCIA
Cómo conseguir minas
Capítulo 5
Otros, con mucho menos, tienen monumentos, plazas, entradas en enciclopedias y homenajes. En cambio, son pocos quienes saben quién fue Nicolas Jacques Conté: químico, ingeniero, pintor, gigoló, precursor de la aeronáutica, sagaz cronista de la campaña de Napoleón a Egipto, autor de un libro monumental que permaneció en el ranking de best sellers parisino entre 1809 y 1828, su aporte fundamental a la humanidad (realizado bajo orden de Napoleón) fue ni más ni menos que... la invención del lápiz.
POR LEONARDO MOLEDO Y FEDERICO KUKSO
Si la birome es pasablemente argentina, el lápiz es magistralmente francés. Desde luego que si uno les pregunta a los ingleses, lo negarán con la misma rapidez con la que se sonrojan al ver las repeticiones de los cuartos de final del Mundial México ‘86. Ni hablar de los alemanes, por supuesto.
La leyenda cuenta que por el año 1564, en el pueblito de Borrowdale (Inglaterra, cerca de la frontera con Escocia), un rayo no tan misterioso tumbó un árbol enorme y de donde nacían sus raíces surgió una sospechosa sustancia negra por entonces desconocida: el grafito. Rápidamente, los pastores descubrieron su utilidad y lo usaron para marcar a las ovejas. Los comerciantes, no menos ingeniosos, también se entretuvieron con este material negruzco recortándolo en barritas y enredándolo en piolines para evitar manchar sus delicados dedos, por no hablar de ensuciar sus avaras conciencias que, con la ayuda de la ética protestante, cocieron los ladrillos del capitalismo en ciernes. La época del pencil había echado a correr, mal que les pesara a los franceses para quienes mencionar la palabra Borrowdale hasta no hace mucho se retrucaba con un insulto.
Sucede que el verdadero creador del lápiz (esa herramienta sinónimo de simplicidad y a la que la etiqueta de “tecnología” parece –erróneamente– quedar grande) resultó ser el químico-ingeniero-artista-pintor francés Nicolas Jacques Conté, natural de la ciudad de Saint-Cénery, gigoló y genio profesional, quien en 1795 patentó un proceso para fabricar lápices (les crayons, como desde entonces les dicen) de diferentes grados de dureza y altísima calidad rodeados de madera de cedro, horneando grafito con arcilla. Desde entonces no hay avalancha de herramientas tecnológicas creadas para dibujar y escribir que en 204 años lo haya superado.
Tras esta genial idea de Conté estaba la sombra de un hombrecito de 1,68 metro de altura que ya imaginaba las mil formas de tomar las riendas de Europa (para esos tiempos, el mundo): Napoleón Bonaparte. En 1794, un año después de que los franceses vieran cómo su ex rey, Luis XVI, perdía filosamente la cabeza, la guerra con Inglaterra y el bloqueo que aislaba a París habían arrastrado a una sequía de grafito que hasta entonces provenía exclusivamente de las minas inglesas (las mismas que desde el siglo XVII servían para la fundición de cañones). Pocos advirtieron lo terrible que podría llegar a resultar una Francia (o un mundo) sin contaduría, sin bosquejos, sin escritores (desde luego existía la tinta, pero todo el mundo sabe que no es lo mismo). Siguiendo los consejos de Napoleón, el por entonces comandante de artillería del ejército francés en Italia, Lázaro Carnot, un renombrado miembro de la Junta de Salvación Pública, contrató a un brillante pero poco conocido químico autodidacta, con buena mano para los retratos, llamado simplemente Conté, para que hiciera algo al respecto. Ocho días después, Conté inventó –como se contó más arriba– el lápiz moderno, prolijamente inscripto bajo la patente Nº 32 en enero de 1795. Desde entonces, hablar de lápices en Francia es hablar de Conté.
LOS GLOBOS DEL CICLOPE
Hijo de una familia pobre de agricultores, el susodicho empezó su andar social retratando nobles y damiselas, ardientes por fijar en un lienzo la juventud del momento. Sus visitas a palacetes aristocráticos (el más común era el del Duque de Orléans), siempre acompañado por su maestro, el grabador Jean Baptiste Greuze, lo hicieron codearse con la crème scientificque del momento, que tanto admiraba y que algún día ansiaba degustar: el físico Jacques Charles (constructor del primer globo aerostático de hidrógeno), los químicos Guyton de Morveau, Fourcroy y Vauquelin, y los matemáticos Vandermonde y Monge. Y cuando vio la oportunidad, se zambulló en ella: su gusto aterciopelado por la ciencia y los inventos estrafalarios lo hizo entrar de cabeza en la Escuela Nacional de Aerostática francesa, en una época heroica y revolucionariapara los globos (en 1783, por ejemplo, los hermanos Montgolfier hicieron volar en un globo a una oveja, un pato y una gallina en una demostración ante Luis XVI). Allí, a los 29 años hizo despegar su primer globo no tripulado. La barrera física que prohibía al ser humano volar comenzaba a temblar.
La Revolución le quitó su clientela aristocrática a retratar, pero le dio fama y prestigio al emplazarlo en el star system científico francés. En el epítome del reinado del terror (encabezado por un Robespierre pronto a perder lo que tenía encima de sus hombros), el Comité de Salud Pública decidió aplicar esas atracciones públicas aparentemente útiles para nada y enlistó a los hombres más brillantes para desarrollar globos aerostáticos con el objetivo de espiar a los ejércitos enemigos.
Conté se comprometió tanto con la causa –fue nombrado jefe de brigada de infantería y comandante en jefe de todos los cuerpos de aerostáticos– que incluso llegó a, como se dice, “poner el cuerpo”: en uno de sus tantos experimentos químicos, un chorro de hidrógeno le arrancó el ojo izquierdo. Y desde entonces se conformó con ser un científico tuerto (como Guillermo Marconi, que perdió el derecho en un accidente automovilístico).
AL FILO DEL NILO
En mayo de 1798, Conté recibió en su casa un sobre lacrado. Lo firmaba Napoleón, quien lo invitaba a participar en una de las expediciones más grandes de la historia. La única salvedad era que la carta, enviada también a otros 200 genios franceses del momento, no decía a dónde. Déodat de Dolomieu, uno de los pocos profesores que conocían el destino, dijo: “No puedo decirles a dónde vamos ni cuánto tiempo vamos a estar allí ni con qué objetivo, pero puedo asegurarles que es un lugar para conquistar gloria y saber”. El 1º de julio de 1798, Napoleón puso los pies en Alejandría, que capituló al día siguiente. Detrás le seguían ingenieros –como Conté–, astrónomos, naturalistas, químicos, músicos, farmacéuticos y médicos de la recién establecida Comisión de las Ciencias y de las Artes del Ejército de Oriente. Los militares con los que viajaron simplemente se referían a ellos como les savants.
Totalmente estratégica, la campaña a Egipto tuvo sus supinos ribetes científicos que abrieron la puerta a una cascada de descubrimientos: en septiembre de ese año se adentraron en la meseta de Giza –hasta entonces cubierta por toneladas de arena milenarias– y se estremecieron ante la cara de la Esfinge, cuyo cuerpo comido por el desierto aguardaba rescate; vieron (con los ojos de Occidente) por primera vez Tebas, Karnak, Luxor, Asuán; hallaron la “piedra Rossetta” descifrada en 1882 por Jean François Champollion; exploraron la célebre cámara funeraria de Keops; recorrieron el inmenso cementerio de Saqqarah; desempolvaron miles de momias, jarras y papiros. Y a cada paso, a veces entre batallas y un aguacero de balas, Conté apresó en el papel –con su lápiz en mano– todo lo que se atravesaba ante su atenta mirada.
Entre las dunas egipcias, el pluricientífico de 43 años, que desarrolló habilidades mcgyverescas dado que de la nada hacía una herramienta (“Bueno en todo”, llegó a decir de él el propio Napoleón), se enfrentó a su propio yo interior y comprendió que, como sus amigos “los sabios”, respiraba el mismo oxígeno enciclopedista que llenó los pulmones de Diderot y D’Alembert. Y no lo iba a dejar escapar. A su vuelta a Francia en 1802, puso toda su inteligencia al servicio de una obra titánica, pero exquisita: la publicación de Description de l’Égypte, en la que volcaría todos sus bosquejos y experiencias en las tierras faraónicas.
Fueron tan monumentales sus pretensiones que murió en el intento el 6 de diciembre de 1805, miembro de la Legión de Honor (desde 1803) y sin ver en las estanterías parisinas ese libraco que permaneció en la lista de best sellers entre 1809 y 1828. Como T’sai Lun (el eunuco chino que inventó el papel en el año 105), Johannes Gutenberg (inventor, como todo el mundosabe, de los tipos móviles en 1450), el nombre de Nicolas Jacques Conté quedó anotado en la columna de hombres y mujeres (algunos conocidos y otros no, como el francés) que torcieron el curso del pensamiento humano. No sería tan irónico pensar que tal registro fue hecho con el mismo gran invento que tan bien supo entrever.