NOTA DE TAPA
NTOLSVZ/RLKENMTszwcztieaq23¡ankqtrrws!
Daba clases en la facultad de Arquitectura y era diseñador municipal de parques y jardines cuando decidió ofrecer una explicación actuada de la creación del mundo. Ese día empezó a forjar una leyenda. Cada función era impredecible. Le alcanzaba con un pizarrón o una bolsa de verduras. Podía pasar horas en silencio frente a la platea. Inventó un lenguaje inentendible que irritaba a sus amigos, hacía reír a carcajadas al público y hasta despertaba la curiosidad de los lingüistas. Y sus actuaciones subvirtieron los escenarios porteños al punto de ser sacado en andas del mismísimo Instituto Di Tella. En un acto de justicia, una reciente muestra en Córdoba rescató la figura de este actor muerto en 1990. María Moreno estuvo ahí, habló con amigos, conocidos y contemporáneos y reconstruye la vida del gran Bonino.
POR MARIA MORENO
“¿Bonino? ¡Tengo su retrato en la pared al lado del de Góngora: el vacío absoluto al lado del lleno absoluto! ¡Era un genio: había inventado una lengua ininteligible, el grado cero del sentido!”. A Héctor Libertella se le ha nombrado a uno de sus dioses aparte: un actor único que nació en Villa María, Córdoba, en 1935, y se suicidó en el Hospital Neuropsiquiátrico de Oliva en 1990. En el medio se hizo inolvidable aunque nadie pueda detallar por qué. Pero todos recuerdan que había inventado una lengua que no se entendía, pero que hacía reír en el mundo entero, una poética en acto que incluía una valija llena de frutas y verduras, un pizarrón y un mameluco blanco con los que triunfó primero en el Instituto Di Tella de Buenos Aires y luego –a pesar de no ser porteño ni bailar el tango– en París.
¿Hay una palabra para hablar de lo que él hacía?
–...
...
–Mística –dice Libertella, que ha hecho pasar a Bonino por todas sus obras, desde Cavernícolas hasta El árbol de Saussure, un libro boninesco que construye una epifanía con un ghetto de escritores, la lingüística y un árbol alegórico en el que, fuera de la botánica, se ofrecen signos a la salud del sentido.
–Ahora de él no queda nada. ¡Es como Sócrates, al que el único que lo leyó fue Menem! –dice Libertella y larga una carcajada.
Sin embargo, de Bonino han quedado las huellas suficientes como para reconstruir su arte en un espacio que lleva su nombre: algo así como una instalación-biografía-ceremonial. Durante el jueves 12, el viernes 13 y el sábado 14 de diciembre, a la entrada de una casona cordobesa había pintada sobre el piso una ficción hecha por el mismo Bonino de su lengua hablada: “NTOLSVZ...” En dos salas laterales, ocho televisores con sus respectivas videocaseteras permitían asistir a los testimonios de los amigos de Bonino –entre otros: Laura Clerc, Armando Ruiz, Oscar Brandam, Luis Vélez, Antonio Seguí– embargados por esa ternura siempre discreta de los que, según el realizador Sergio Schmucler, “tienen la impresión de que, al haber chocado con él, han tomado contacto con un ángel”. Un par de auriculares permitía a cada visitante un cierto tête-à-tête con el testigo, lejos de las propuestas habituales que convierten a los medios audiovisuales en las estrellas de las instalaciones, donde la masa de público suele desfilar frente a minúsculos televisores como si fueran totem. Otra sala mostraba, suspendida en la oscuridad, correspondencia privada de y para Bonino. Otra, amueblada con tres bancos blancos, permitía escuchar el audio de Bonino explica ciertas dudas, el primer espectáculo del actor.
La Fundación Bonino es una institución para niños diagnosticados como psicóticos, autistas, Down y otras definiciones que sus responsables cuestionan. No sólo porque un espacio para diferentes es también ocasionalmente un espacio para todas las artes.
–Habíamos pensado un lugar entre la escuela especial y la internación -la que habla es la directora de La Bonino, Alba del Barco–. Aquí hay una institución llamada El puente que, de la mano del Ministerio de Educación, hace todo un trabajo para que se les reconozca la escolaridad a los chicos diferentes. Pero nosotros queríamos una escuela para autistas, psicóticos, etc., que no fuera ni escuela ni se llamara para niños autistas, psicóticos, etc. Entonces ésta es una casa para chicos “en dificultades”. A diferencia de las que se plantean la escolaridad, acá no hay fonología ni rehabilitación ni aprendizaje especial. Elegimos el nombre al poco tiempo del suicidio de Bonino. Él había inventado una lengua, había trabajado con chicos en Villa María, había encontrado el arte. Entonces era el nombre. Y cuando decidimos la muestra evitamos hacer un trabajo sobre la locura en Bonino. Pero no como omisión: se percibe igual por elcontenido de las cartas expuestas o por la dirección del hospital en Francia que figura en algunos sobres. Tampoco queríamos representar que lo que Bonino hacía era precisamente no representar.
Sergio Schmucler sugirió que los psicoanalistas de la Fundación Bonino tienen tantas sospechas sobre el lenguaje oficial y tanto amor a los lenguajes paralelos que para entender qué es lo que se hace en esa casa de la calle Deán Funes, ubicada en el barrio Alto Alberdi de Córdoba, mejor era ver Seguir la huella, el video que él hizo sobre el lugar. El trabajo está dividido en bloques bautizados como partes del cuerpo: manos, pies, rostros. Allí se puede ver cómo la cámara lenta es la única capaz de desacelerar a Gustavo, un concurrente a la institución, y mostrar cómo sus permanentes strip tease constituyen una armonía perfecta de movimientos (jamás tropieza al quitarse los pantalones, arrojar la camisa parece tan delicado como comer con palitos).
–Hay chicos como éste para los que no hay ropa. Son vestidos y lo primero que hacen es desnudarse. El video, entonces, es una forma de vestir esos cuerpos, de darles una acogida a lo desropado –dice Florencio Spangenberg, que pertenece a la dirección de la Bonino, aunque él prefiera definirse como el plomo de la muestra que se llama ¿Y Bonino?
Desde el video, Jorge, otro chico con dificultades, explica sus estrategias para combatir a sus enemigos –los amigos de sus primos–: escribir todos los números en un cuaderno hasta alcanzar los siete nueves. Esa escala prolija que ocupa un grueso cuaderno a veces lo atrae por su mera forma, entonces sobrenumera, repitiendo por sobre la hilera los números más bellos, a los que acaricia en cámara como si cada cifra fuera parte de una guarda votiva. En ese combate con los amigos de sus primos, como si comprendiera la lógica del sacrificio, ganará –imagina– por prepotencia de trabajo.
Carlos aparece abriendo y cerrando una puerta. Al ver Siguiendo la huella, los terapeutas comprendieron que lo que hace es hacer aparecer y desaparecer su imagen en el vidrio. Agustín fue filmado mientras contaba un teleteatro infinito donde una mujer llamada María Victoria moría a causa de un beso. Marta, una especie de nodriza del Bonino, declaró para Schmucler que quería adoptar a Adriana, una desnudista, al igual que Gustavo, pero que prefería para su práctica las paradas de colectivo, la vía pública.
La cámara también registró una clase de música donde varios concurrentes a la Fundación, nombrados uno por uno por un profesor al compás de una melodía, reaccionan como si el nombre los hubiera atacado por sorpresa. Estos seres que no hablan o que hablan una lengua sin sentido para los parlantes considerados normales suelen reírse a carcajadas cuando se les lee el diario de Nijinsky. También escuchan textos de Deleuze y de Jarry, en los que parecen encontrar misteriosas resonancias que inmovilizan hasta a los hiperkinéticos. Para cada uno de ellos hay un mundo Bonino posible: un arte al que se le adivina el ámbito y se alienta a seguir. Hay concurrentes que estudian pintura: otros que bailan y otros de una única práctica misteriosa como la de Carlos: abrir y cerrar una puerta para que un cristal le devuelva su autorretrato.
–Los chicos siempre dan un signo para alguien y es lo que se trata de seguir. No tiene un significado determinado. Porque ellos se encargan de desilusionarnos en cuanto al sentido de lo que decimos. Nos enseñan que no es necesario lograr que alguien hable. Por eso, la Fundación Bonino no es una cosa multidisciplinaria supervisada por psicoanalistas –dice el falso plomo de Spangenberg.
Los terapeutas de la Bonino son además traductores, críticos de arte, animadores culturales de creaciones herméticas a las que se complacen en dar elementos técnicos. Alba del Barco organizó la muestra fuera de los horarios habituales y el día del montaje decretó excursión colectiva alrío. La artista visual Dolores Cáseres dispuso las ochenta fotografías, las sesenta cartas y los cuatro carteles en las paredes exteriores de la casa.
–No me atrevería a decir que fui la curadora. Mi trabajo aquí fue más bien aportar una idea de montaje porque, de hecho, me encontré con un material que había sido ya juntado y clasificado. La primera duda ante todo eso fue dónde se confundía la obra y la vida de Bonino. ¿Una muestra sobre la vida de un artista es una obra? Una cosa eran textos que tenían un soporte de comunicación privada y otra Bonino aclara ciertas dudas. Una carta que Bonino envía en la intimidad no se puede convertir en una instalación. Entonces, manteniendo el mismo respeto que Bonino tenía por la tipología y el signo lingüístico, decidí vaciar la sala central y dejarla en un silencio total para que sólo se escuchara su voz. Al lado, las otras para los testimonios. Y nada más. En algún momento pensé en un montaje cronológico, pero Bonino no tenía nada que ver con eso, entonces elegí una línea biográfica tipo Dalí. El que entra a la muestra lo primero que ve es el afiche de Bonino aclara ciertas dudas y se vuelve a encontrar con él en el final.
El resto de ¿Y Bonino? es la película ¡Guauch! de Marta Minujin, las grabaciones de dos de sus obras y 4 minutos de un reportaje hecho por el filósofo Oscar del Barco a Bonino en Oliva (el resto del material fue destruido por un accidente). Todo fue pedido a amigos y familiares, rastreado en los archivos y en los cajones con recuerdos de los fetichistas de Bonino.
–La institucionalización de esta muestra en un espacio oficial hubiera tenido signos grandilocuentes que eran hasta indignos de Bonino. El rescate más ligado a la personalidad familiar, al entorno nos pareció mejor. Como me ocupo de las artes audiovisuales, pensé cómo podía funcionar el audio y me pareció que tenía que ser en un espacio limpio, vacío, para que se percibiera mejor que lo único que queda de Bonino es una palabra flotando en el aire –dice Pablo Belzagui, otro de los organizadores, para explicar por qué ¿Y Bonino? no se hizo en un lugar más serio y sí en ése rodeado de vidrios. Es que afuera, en el jardín despeinado que rodea la casa, hay centenares de botellas vacías que quedaron de la época en que Alberto Cognini, el director de Hortensia, había puesto allí un restaurante y se bebía hasta tarde, hasta que Bonino estaba tan cansado que se quedaba a dormir.
La lengua absuelta
Para Bonino la inauguración de sí mismo empezó cuando decidió alternar su tarea de diseñador municipal de parques y jardines y sus clases en la Facultad de Arquitectura con una explicación actuada de la creación del mundo, que para él era lo mismo que su mapa. Entonces hizo imprimir un anuncio que decía: “NTOLSVZ/RLKENMTszwcztieaq23¡ankqtrrws!”, con el que hizo creer al público cordobés que se trataba de la actuación de un pianista polaco o de un conferencista danés. Pero el no-espectáculo, realizado en una no-lengua, tenía un título oficial que hacía reír desde el vamos: Bonino aclara ciertas dudas. Lo puso en la sala El Juglar, en 1965, luego de algunos ensayos de experimentación como Popotovna mon amour –una experiencia todavía inteligible– y algunas sesiones de disfraz realizadas con un amigo, los dos metidos en un mameluco y bajo el nombre El enano, realizadas en un patio de Arquitectura. Marilú Marini vio a ese Bonino que, con un pizarrón y un puntero o con la sucesión de verduras que sacaba de una valija, era más Di Tella que el Di Tella de Buenos Aires y lo llevó al instituto donde debutó en 1966. Los ensayos fueron imposibles porque Bonino detestaba lo previsto –en realidad estaba empezando siempre mientras explicaba el comienzo de todo sin que se entendiera nada–. Una lección: sacar una lechuga de su valija y mirarla como si fuera la Capilla Sixtina, luego mirar al público y contagiarlo de esa experiencia con unamirada muda. La misma que había utilizado cuando un ingeniero de sonido le mostró, a su llegada al Di Tella, una consola impresionante proponiéndole sincronizar el espectáculo. Bonino dijo que sí a todo y luego pidió dos Winco. Esa noche de 1966 el público lo sacó hasta la calle Florida en andas. Entonces se convirtió en favorito de “esos diez” que para Manuel Mujica Lainez definían el éxito. En la época en que una barra dividía al significante del significado en la lingüística de Saussure, y a la S de Sujeto en el pizarrón de Lacan, Bonino hizo misas al signo dividiendo a sus fans entre los que no entienden nada y no les importa y los que dicen que entienden todo aunque él no diga nada. Luego hay un bache en su vida. Un viaje a Nueva York y una actuación fallida en el teatro de La Mamma que él explica lacónicamente cuando habla como todo el mundo. “La suspendí porque en el diario salió la fecha equivocada”. París será otra cosa. De todos modos, los viajes siempre traen a Bonino a Córdoba.
–Es que en los ‘70 la ciudad era la fiesta antes del infierno. La emergencia de la política, del vínculo entre estudiantes y sindicatos, la muerte de Santiago Pampillón. En ese ámbito surge Bonino y siempre vuelve a él –dice Schmucler.
En una de las vueltas, y en su Villa María natal, Bonino enseña a los niños de su antigua escuela un arte sin arte que permite cualquier cosa menos la unidad. Por ejemplo, sentaba a una niña detrás de un piano y anunciaba “Aquí está la bailarina Soraya”, o le daba un clarinete a un niño y decía “Ahora les va a hablar el agrimensor”.
La lengua de Bonino no era un cocoliche porque no trataba de comunicar ni partía de ninguna lengua natal que él deseaba abandonar por otra. Pablo Bélzagui dice que sólo se puede hablar de ella buscando alguna leve fuente remota:
–Bonino era de origen protestante. En su infancia escuchó a los pastores hablar el inglés y lo aprendió por fonética. Bonino aclara ciertas dudas toma algo de esa manera de hablar. Los pastores dicen una frase de diez palabras y repiten las últimas tres. Y esa huella se nota aun en la no-lengua.
La licenciada Alicia Larramendy de Oviedo decidió que la de Bonino no era una lengua indecible. En el número 31 de la revista Litoral la define como lengua sin sintaxis o con una sintaxis que comporta únicamente hechos prosódicos donde la entonación tiene un “efecto significativo aplicado a una frase sin significación” y permite reconocer comienzos y finales de frase y diferenciar las interrogativas de las exclamativas. Tenía –si uno insiste en intentar pensarlo– una estructura. Saussure era estructuralista. Bonino sabía de estructuras: era arquitecto.
Parisiando
No caminaba por la Rue de Seine como el Oliveira de Cortázar para asomarse al arco que da sobre el Quai di Conti y divisar a lo lejos a la Maga viniendo por el Pont de Arts, ni se sentaba en el Café de Flore donde Sartre todavía tomaba apuntes en una lengua posible de convertir al maoísmo, sino que se paseaba por Monmartre como Pierrot le fou. Para él no era un fobúr sentimental como en el tango sino un precipitado angustiante de esquinas donde la luz de giro de los automóviles llegó a anunciar a su tiempo, en clave paranoica, cuando la tregua de la salud caducara, ataques sorpresivos que lo llevarían a la imposibilidad de actuar. En 1969, mediante la paciencia de su representante Maurice, Bonino hizo su número en la Vielle Grille, un teatrito para snobs que él intuyó lleno de psicoanalistas aunque en la primera fila solía estar sentado Louis Malle. “Bonino, comme Rufus, comme Zouc, c’est la perte des spectacles remplis de monde qui n’ont rien a nous dire. Le one man show triomphe lors qu’il sort de la stricte preformance et qu’el nous comunique une vision profóndement original de notre époque”, aplaudió un periódico. Pura cháchara, es cierto, la suficiente como para que Bonino extrajera de esa retóricapomposa y vacía una palabra que incorporaría a sus acciones: “essasement”, adverbio imposible pero de aspecto pedagógico.
Lo que no se entiende se entiende en todos los idiomas, y en una ocasión Bonino fue capturado para actuar en un congreso de lingüistas que se realizó en la Bahía de Rashomón. El público de expertos internacionales se entusiasmó atribuyendo al one man show un saber políglota: los japoneses reconocían un fragmento de japonés; los suecos, de sueco; los hindúes, de indio. Sonaba así: “¿Du bhôver varken byta telefonnummer? ¡Vuole assumere un po’ interessenten ¿voi? An der teismo karuseleje ¿Daaaaaaaaaa? ¡Essaseman!”.
Mientras actuaba en la Vielle Grille, Bonino iba alternando refugios según su costumbre de pasar temporadas en lo de sus amigos como si las casas fueran incubadoras donde perder esa suerte de carácter de prematuro para el juego del mundo que lo hacía estallar en temores inauditos o imaginar guerras en las que se lo prendería precisamente por hablar la lengua irreconocible de un no país. En lo del pintor Antonio Seguí se tranquilizaba jugando con el bebé o al mero contacto sonoro con las vocales arrastradas del cordobés hablado. Contra el mito de que sólo podía hacer de sí mismo, trabajó en un espectáculo dirigido por la actriz Elizabeth Wiener (en realidad, seguía haciendo de sí mismo, sólo que dentro de una estructura de la que no era autor). “Llegaba en taxi a dar mi función, cargando mi valijita ya vestido. Ellos, en general, ya habían empezado la función; yo los saludaba naturalmente y me metía en la obra. A veces me quedaba callado un largo rato, otras observaba al público, otras me ponía un guante durante varios minutos, o escribía a máquina lo que decían los otros actores, o me miraba un pie. Cada noche me daba la sensación de ser el que tenía la responsabilidad de centrar la función, de darle vida. Según mi intervención, todo iba tomando un rumbo o el otro. De día pensaba ‘Hoy me voy a disfrazar, mañana con sombrero, pasado actúo mucho...’ y tenía la impresión de que había que salvar la cosa, resucitarla cada noche produciendo varios niveles simultáneos. A los actores siempre había que insuflarles energía para que no la dejaran morir”, le cuenta a Tamara Kamenszain para una entrevista en La Opinión. “Le cuenta” es un decir: en realidad, el texto es una transcripción poética que experimenta con los materiales reales del Bonino oral y traducible a una escritura inteligible. Kamenszain recuerda que la entrevista se hizo en un departamento de la calle Santa Fe, que le quedaba chico a un Bonino que actuaba su cronología a grandes pasos chocando con la pared y lanzando interjecciones y jaculatorias en su lengua asintática. Era cuatro días antes del golpe militar de 1976 y en el proyecto inocente de Bonino había una profecía: ante una lengua sin signos, o se juega o se mata. Ese año, aparecerá brevemente en la película Piedra Libre de Leopoldo Torre Nilsson.
En París, Bonino realizó lo que debe ser el único documento que junta su voz con su imagen: la ORFT lo contrató para hacer una película en color que costó 25.000 dólares y que es el Santo Grial de los boninistas porque jamás fue ubicada, aunque quizá figure en algún archivo fílmico de la televisión francesa correspondiente al año 1969. Imágenes recogidas de acuerdo con rumores o el método del teléfono roto: Bonino metido en el interior de un esqueleto de cliptodonte, lo mira con cara antropomórfica; Bonino come carne cruda entre grandes hojas de palmera con lo que cree es el hambre sin modales de un Cromagnon; Bonino saca un huevo de una huevera que hay sobre un mantel a cuadros, como de picnic, lo casca y le mete unos hilos de yema en la boca a una chica que hace de su ayudante; Bonino está en la punta de la Torre Eiffel gritándoles cosas a través de un megáfono a los transeúntes ubicados abajo, luego mete la oreja en el megáfono y finge escuchar las respuestas a las que a su vez contesta: “No señor, usted está totalmente equivocado” o “Lo mismo digo, ni que me lo hubiera sacado de laboca”. El tema de la película era la creación de la humanidad –quien crea una lengua no se achica con el cosmos–. Las imágenes resultantes enloquecieron al director, que le pidió a Bonino alguna idea para el montaje. Bonino se negó: todo demiurgo detesta la síntesis y considera a la edición como al misil de un dios contrario. Bonino dijo no claramente y con vehemencia, como siempre que las papas quemaban y debía ceder con diplomacia al hecho de que el lenguaje también comunicaba. El director, tal vez pensando en los 25.000 dólares de gastos, en las represalias de la producción, lloró e imploró. Entonces Bonino, al parecer agotado, se tiró en un colchón sobre el piso. Entonces el director fue al baño y vomitó.
En su nouvelle Los días venideros, el escritor Antonio Oviedo detalla el Jardin des Plants donde se filmó gran parte de la película perdida a través de los dibujos obsesivos de un personaje: el gran anfiteatro, los invernaderos de vidrio y hierro, algunos árboles extraños como un cedro del Líbano plantado en 1840 o un plátano de Oriente plantado por Bouffon en 1785, y la glorieta donde una figura borrosa pero con anteojos podría ser Bonino. El Bonino que en la vida real –informa el relato– salía del metro en la estación Austerlitz, tomaba un café sentado a la barra de un bar de la plaza Valhuert y se dirigía al Jardin des Plants a buscar escenarios y objetos para la película de la ORFT a cuyo director, luego del episodio del vómito, terminó por regalarle un pequeño manual titulado L’ origen du monde et des especies, adquirido en un puesto de diarios. Pero Bonino podía ser adorable, como cuando, luego de pasar la noche entre los clochards que rodeaban el Sena, corría al departamento del artista Raúl Scari, se metía con éste en la cama y lo abrazaba bajo las mantas mientras le hacía el cuento de las últimas horas. O cuando cocinaba fideos moños en lo de Laura Clerc, de quien había estado enamorado -declaración que hizo tardíamente y que parecía carecer de connotaciones sexuales, como si un ángel se le declarara a un hada–. O bien podía ser encantador y cambiar súbitamente: cuando su madre lo visitó en París, la obligó a ir directamente desde el aeropuerto con valijas y todo a la entrada de Notre Dame. La hizo sentar en un banco, le mostró la magnificencia de las columnas, las célebres gárgolas cuyas réplicas Charles Laughton usó como peldaños para interpretar en cine al jorobado Quasimodo, la aturdió con una sanata típica suya que dilapidaba sus saberes de arquitecto. Luego le dijo “vengo enseguida” y se escabulló con un amigo para tomarse un LSD. Pasaron dos días: la madre –muy en la vena poética de Bonino– esperó y esperó apenas sostenida por las botellitas de Eau de Vichy que le alcanzaban ocasionales transeúntes hasta que Bonino volvió. ¿Acaso no dijo que volvería?
Abajo
La locura, ese traspié que le hizo tirarse de espaldas por el hueco de una escalera en Oliva, estaba ahí bajo la forma de una angustia insoportable, de la suspensión de la posibilidad de actuar y el deseo de volver a Córdoba, de hacer viajes como a él le gustaban: “de un solo colectivo”. Un desplazamiento geográfico fuera las casas incubadoras y se presentaba el desastre aunque nadie lo considerara tal. En un teatrito de Suiza, por ejemplo, en 1972, triunfó fracasando. “Una de las noches yo estaba muy mal (me sentía muy loco) y decidí que no daría la función. Subí al escenario y le comuniqué a la gente que les devolverían la entrada porque yo ese día no actuaba. La gente creyó que era parte del espectáculo y no se movía para nada. Entonces llamé al escenario a unos chicos que estaban en las primeras filas y me puse a charlar con ellos. Como parte de la escenografía había, en ese teatro, unas figuras de madera. Yo empecé a ponerlas en fila y los chicos las iban copiando en el pizarrón (era mi pizarrón que estaba preparado para mi espectáculo) y las iban pintando de distintos colores. Fue como una clase de dibujo. Cuando estoy ya en micamarín me golpea la puerta un sueco, y entra gritando: “¡Su espectáculo es maravilloso!”.
Ya entonces puede pasar sin solución de continuidad entre la escena del teatro y la de la locura: cuando de actuar desde el balcón de la casa de Antonio Seguí con una cacerola en la cabeza pasa a dirigir el tránsito frente al Arco de Triunfo todavía parece estar en el territorio del teatro; cuando se tira al Sena e imagina que de un lado están los judíos y del otro los nazis y él debe realizar dramáticas negociaciones entre los dos grupos, al guión se lo escriben los fantasmas. Entonces, en ese invierno que poblaba los puestos de castañas y hacía salir de los placards los gorros de visón, un Bonino aterido es puesto preso no por amenazar la seguridad pública sino su propia seguridad. Ese nadar frenético de la orilla izquierda, sede de las vanguardias artísticas de principio de siglo, a la derecha, la de los burgueses pudientes y frente a esos actores improvisados del genocidio de la Segunda Guerra, podía ser una performance, ¿pero existen las performance inevitables? Entre la voz grabada y las imágenes del corto ¡Guauch! de Marta Minujin, lo que falta es el registro de que aplaudir a Bonino era también aplaudir una tregua en medio de un excesivo sufrimiento o de las últimas boqueadas antes de abandonarse a él sin que el lenguaje único pudiera evitarlo. Si los amigos se movían como un cordón de protección que le permitía estar fuera de las instituciones psiquiatras o que hacía de sus casas ocasionales hospitales de día maravillosamente camuflados de talleres de artista, había límites. Para Antonio Seguí fue cuando Bonino tomó a su hija y la suspendió desde el balcón, tal vez persuadido de que se trataba de una magnífica escena, ya que pensaba que los bebés eran verdaderos mutantes ante cualquier estímulo, una suerte de actores natos arruinados por la educación.
–NO, NO, NO. NO PUEDO NADA. ERA UN GENIO, ERA UN GENIO, ERA UN GENIOIOOOOO –dice Marta Minujin cuando se le pide que hable de Bonino, pero después cambia de idea–. Era un loco ido, no un loco malo, pero era insoportable estar todo el tiempo con alguien que usaba una lengua que no existía, con personajes que no existían, con cosas que no existían y que estaba en el escenario de verdad como en la vida. Y que de repente había que bajar de un árbol, como nos pasó con Tamara Di Tella. Porque una cosa es un loco artista y otra un loco de manicomio. Y Bonino era un loco de manicomio. Claro que no era loco desde el principio, pero después el arte lo fue enloqueciendo hasta que no pudo más con él. Van Gogh tuvo la genialidad de suicidarse antes de volverse loco; Alberto Greco no se suicidó de loco sino por amor y Federico Manuel Peralta Ramos fue loco y no se suicidó, pero Bonino se suicidó como Alfred Jarry, que terminó tomándose un frasco de tinta. Pero que era un genio, era un genio.
En el catálogo de la muestra ¿Y Bonino?, Oscar del Barco escribió que el salto en el hueco de la escalera ya estaba en los espectáculos del artista. “En el salto se renueva el espectáculo sin espectáculo, o sin actor y sin espectador, que es Bonino. Debió llegar a ese punto absoluto, en cuanto extinción de relación, para decir todo, y es posible que ese fuera su destino, no algo extraño sino el propio acto aprehendiendo lo que llamamos Bonino”.
Bonino souvenir
Cuando caía la noche, en la Fundación Bonino todo parecía –por supuesto que falsamente– aclarar ciertas dudas. Sin saberlo, Martín, un asistente a la fundación, se paseaba como Bonino de pared a pared y sonriéndoles a seres inexistentes para los otros. Al día siguiente, en ese mismo espacio, Jorge seguiría armando su arsenal numérico contra los amigos de sus primos como si fueran soldados para una batalla; Gustavo haría el ritual del desnudo total y Agustín inventaría otros finales para María Victoria, en los que quizá un beso no la matara y ella tuviera hijos que recibieran la maldición de morir por un beso ocualquier otro final menos ortodoxos que los de antes, en los que –dice Alba– todos se casaban y punto. Pero ellos son chicos con dificultades y no actores, aunque la tarde del lunes 10 de diciembre, mientras Dolores Cáseres pintaba a mano con témpera blanca el piso con la inscripción “NTOLSVZ...”, un alumno de Bonino canturreaba a su alrededor las vocales del abecedario como el Bonino del audio: AAAAAEEEIIIOOOUUU.
–Tratamos de no estructurar a Bonino. De no dar respuesta al misterio. Porque reconstruir a Bonino a partir de datos biográficos es una ilusión. Hay en él una fuerza episódica sin fechas. Ni siquiera una evolución como actor. Desde que jugaba con títeres hasta su última actuación es el mismo –quiere redondear Schmucler.
¿Era para tanto Bonino? Su efecto crítico post mortem invalida la pregunta. En su libro Je me suviens, Benjamín Peret dice: “Je me suviens de one show man de Bonino”. En la contratapa dice que ese acordarse no está hecho de recuerdos en el sentido de que tengan un valor testimonial, que requieran de un relato o un valor para entrar ya sea en la historia como en la autobiografía. Son experiencias mínimas que la gente de la misma generación ha tenido y que, al juntarse, vuelven sin que sea necesario darles forma: incluso aunque no se puedan recordar, todos los que las vivieron saben de qué se trata y que de lo que se trata es común. Por eso la amistad es capital al mito de Bonino, no como falsificación sino como un perpetuo interrogar al signo, a la memoria, al ser. Si él jugaba infinitamente al instante de la creación y, como en Asficciones y enunciados, proponía al público la creación de un nuevo himno y de una nueva bandera, los que tenemos la edad de haber visto a Bonino o de haberlo perdido desde antes hoy somos esos golems de la escritura que beben bajo el árbol de Saussure mientras siguen pasándose la contraseña. “Me acuerdo de Bonino”.