MúSICA
Viaje al fondo del mar
Después de un ascenso fulminante a base de psicodelia, los seis galeses veinteañeros de The Coral sedujeron a la Sony y le sacaron un millón de libras para producir su álbum debut. Con una mezcla de modestia adolescente y vedetismo arrogante, The Coral –el disco– teje un imaginario de aguas heladas y gran literatura de aventuras y exhuma algunos de los tesoros que todavía esconde el viejo rock and roll.
POR PABLO PLOTKIN
Para la poesía rock, el mar rara vez dejó de ser un territorio consagrado a la melancolía o a la mera dispersión estival. Casi siempre prefirió contemplar las olas y mojarse los tobillos antes que aventurarse más allá de la segunda rompiente. En la historia del rock hay más casas en la playa que caza de tiburones, más tablas de surf que cangrejos acumulados en la madera podrida de un muelle. El rock es más playero que ultramarino: prefiere el puerto a la expedición. No es casual, entonces, que The Coral haya construido su imaginario desde un pueblito bañado por las aguas heladas del Mar Irlandés, ni que James Skelly, su cantante de 22 años, optara por leer novelas de Stevenson y Twain en lugar de secarse los ojos frente a una pantalla de Playstation. Lo que es un tanto extraño es que James Skelly levante el auricular del teléfono y rumiando su espantoso acento norteño empiece así la entrevista: “Estoy en Hoylake, la nueva capital inglesa. Hoylake doblegó a Londres”.
ESTO NO ES EL TEG
Hoylake es un pueblito de pescadores de la zona de Merseyside, muy cerca de Liverpool. En la humeante modorra de Skelly, la fantasía parece mezclarse con el orgullo naval y cierta arrogancia de conquistador británico. Está claro que Hoylake jamás doblegaría a Londres y, si se lo interroga un poco, el pequeño James revela estar más cerca de la hidrofobia que de la Fishing Times. “Nunca me gustó mucho la pesca. Hace demasiado frío acá como para andar pescando por deporte. Siempre preferí tocar la guitarra en una habitación cerrada. Acá no es como en Argentina, donde siempre hace calor.” Cuando se le comenta la existencia de esa gigantesca extensión de tierra llamada Patagonia, en la que si se piensa en salir de pesca conviene abrigarse, James se sorprende: “¿Ah, sí? Tengo que repasar geografía”.
Lo que James no necesita repasar es la noción de que el viejo rock and roll, como una glorieta subacuática, oculta tesoros que, llevados a la superficie de este tiempo, pueden convertirse en una forma novedosa de botín. De eso se trata The Coral, el primer disco de estos seis jóvenes (promedio: 19 años) que combinan la humildad de adolescentes pueblerinos con la arrogancia de estrellas de rock en ciernes. “Ni me acuerdo de mi vida antes de The Coral, o antes que The Coral se hiciera un grupo famoso”, asegura el cantante. “Me parece que fue hace tanto tiempo...” No fue hace tanto, en verdad. Los chicos se conocieron en la escuela, armaron una banda y crecieron juntos, probando todo disco y toda droga que tuvieran a mano. Pero la historia pública de The Coral comenzó hace poco más de un año, cuando su psicodelia musical y narrativa trascendió la neblina del pago y empezó a ser el comentario obligado de las revistas y los camarines del rock inglés. Al cabo de la crecida, Sony depositó un millón de libras esterlinas en la cuenta del sello menor Deltasonic, que hasta el momento editaba a la banda, para poder publicar The Coral en todo el mundo. “La prensa inglesa te construye un altar y después lo derriba”, dice Skelly, aludiendo al célebre hype que corona (y condena) a toda promesa rockera imperial. “El antídoto contra eso es no dejarte arrastrar por ese proceso. Vos hacés música y tenés que lograr que nadie interfiera en tu misión. Imaginate si Marvin Gaye les hubiera prestado atención a las críticas: nunca hubiéramos escuchado ‘Tonight, tonight’”.
EL JOVEN Y EL MAR
The Coral –el disco– se inicia con “Spanish main”, dos minutos de rock bucanero y lunático que ruge un juramento a los cuatro vientos: proa a los mares de España. “I remember when” cuenta historias de cárcel y mares congelados sobre una base fulminante infiltrada de melodías cosacas. “Shadows fall”, mezcla de spaghetti western y música hawaiana, es una hermosa canción de despedida para la hora del ocaso. El narrador pide que ensillen su caballo y apresten la carreta y luego abandona el pueblo bajo una luna plateada. “Dreaming of you” es bien sixties, tal vez lo máspop que tiene el disco. Skelly vuelve de la taberna y se encierra en su habitación: “Todavía te necesito, pero ya no te quiero”, carraspea.
“Simon Diamond” es la historia de un hombre que vendió su alma para convertirse en vegetal: un folk alucinado, de contornos imprecisos, que resulta un preludio adecuado para “Goodbye”. El primer hit de The Coral es una canción de pérdida en la que Skelly asegura que prefiere “morir antes que decir adiós”. “Waiting for the heartaches” arranca con una pregunta hornbyana: “¿Por qué escucho canciones tristes? Para sentirme bien cuando sé que hice las cosas mal”. Luego llega “Skeleton key”, una tarantela al estilo No-Smoking Orchestra que desencadena el delirio. Cambia el clima, se despliegan las banderas piratas y la banda se lanza alegremente a un Triángulo de las Bermudas atonal. Después de la tormenta sólo se escucha un swing que parece emitido a través de una vieja radio mojada. “Wildfire” es puro rock poético. Y en “Badman”, Skelly parece David Lee Roth cuando cuenta la historia de un hombre malo que duerme en habitaciones de motel y termina muerto por una pastilla mal prescripta. “Calendars and clocks” es un final psicodélico y brillante. “Sólo somos líneas en el mapa”, dice James. Un epílogo existencialista para un disco de aventuras en el que Skelly encarna a un capitán Ahab con acné que decide sincerarse prematuramente. “¿Quién sos vos y quién soy yo? Por favor, no me preguntes, voy a romper a llorar...”.
QUEMAR LAS NAVES
La is la del tesoro es una obra tan capital en la concepción de The Coral como cualquier disco de Captain Beefheart o los Beach Boys. A contramano de lo que ocurre con buena parte de sus congéneres, las coordenadas creativas de estos chicos se rastrean mejor en la letra impresa que en el entretenimiento electrónico. Las canciones de The Coral no hablan de fútbol, éxtasis y Playstation, una posible Santísima Trinidad de la generación brit post Trainspotting. “Hoy hay demasiada realidad en el mundo, creo yo. Mucha ciencia y nada de magia”, observa Skelly, que se declara fan de Buddy Holly, Curtis Mayfield, Roy Orbison y Lee “Scratch” Perry. El legado de todos ellos –distorsionado, profanado– estará presente en el segundo disco de la banda, que en Inglaterra aparecerá en abril. “Es más íntimo, más espacial, más 50”, describe James. “Música para cowboys espaciales”.
En el fondo del mar o en alguna galaxia remota. El asunto es pasar un tiempo en otra parte.