“Se puede hacer un museo sin objetos pero no sin vecinos.” Bajo ese lema, montado en una vieja dependencia del Ferrocarril del Sud, el Museo del Puerto de Ingeniero White reinventa las maneras de pensar, ordenar y exhibir la historia. A la hora de reconstruir la memoria de los inmigrantes que recalaron en Bahía Blanca, los objetos y las fotos son tan cruciales como la comida, las voces, las ficciones y hasta las fiestas. Cómo es el museo por el que Bertolt Brecht habría perdido la cabeza.
POR ANA PORRúA
Zapatos, sombreros (de señora y de niño falangista), cartas, campanas de ferrocarril, latas diversas con diseños antiguos, almanaques art nouveau, fotos, cucharas, santos de aquí y de allá (San Silverio, patrono de los pescadores), cucharones, cacerolas, sillones de barbería para el caballero, pupitres para el niño y la niña, libros de lectura, utensilios de zapatero. Estos son algunos de los objetos que pueden descubrirse en las diez salas del Museo del Puerto de Ingeniero White, en Bahía Blanca. Son objetos de la vida cotidiana. ¿De quiénes? De los pobladores del lugar: los actuales y los que llegaron desde diferentes lugares –Italia, España, Grecia y Croacia– para dedicarse a la pesca y otras tareas propias de un puerto en este lugar de América, al sur de la provincia de Buenos Aires.
Hasta aquí, el Museo del Puerto es un museo más o menos tradicional, si no pensamos que “museo” es el lugar donde se encuentra un patrimonio histórico; o mejor dicho: si no pensamos que el patrimonio histórico debe estar hecho de documentos firmados por próceres y de sables que les pertenecieron, o de reconstrucciones “de época” en las que la escena estará quieta en la historia.
Objetos, entonces, de la vida de todos los días. Un balde de playa de latón pintado, por ejemplo, o una muñeca antigua. Pero no, no sólo eso: los sonidos y las voces que activan los sensores también crean un clima del pasado, ahora como escucha: una maestra que se dirige a sus alumnos en la sala escuela, los silbatos del tren en la sala de los ferrocarriles, el ruido del mar y del viento dividiendo el museo en dos. Pero no, no sólo eso; también hay una superposición de voces que arma un tejido complejo: el discurso de Eva Duarte de Perón cuando se nacionalizan los ferrocarriles y una consigna de las luchas ferroviarias de los obreros de La Fraternal: “Paramos todo”; el relato del inmigrante portugués Armando Russo, que cuenta cómo reconoció a su padre desde el barco, después de 20 años de separación, y los extraños sonidos de otro inmigrante, Iván Milin, que entona una canción croata. Pero no; no sólo eso.
Esa antigua casa construida en 1907 por la compañía inglesa del Ferrocarril del Sud –una típica casa de chapa y madera montada sobre pilotes, sede del museo desde su fundación, en el año 1987– y su colección de objetos e imágenes, ¿no son acaso el locus amoenus de la nostalgia? Y para las nuevas generaciones –los habitantes más jóvenes del lugar–, ¿esos objetos no son fósiles? ¿Qué son todas esas piezas de uso cotidiano? ¿Blandas imágenes de la infancia? ¿Canciones de cuna? ¿Restos pétreos y silenciosos de lo que fue?
TOMAR DISTANCIA
Las imágenes de las fotos, los objetos y los sonidos podrían funcionar como entorno encantatorio, como el canto de la sirena antigua. Sin embargo, el Museo del Puerto de Ingeniero White está construido a partir de una idea distinta de la historia. Es la idea que aparece en un documento interno escrito por el poeta local Sergio Raimondi –responsable del archivo oral del museo–, que dice que “se puede hacer un museo sin objetos, pero no sin vecinos”, o bien que “el presente es un dominio absolutamente necesario para un museo”. Y también la que se lee en uno de los folletos de difusión de la institución: “La fantasía aparece como un elemento de la historia y la ficción, como un modo adecuado a la complejidad de ‘lo real’”.
Fantasía y presente son dos materias básicas del ejercicio de composición de las salas. No se trata de la disposición de los objetos, del uso de las paredes o las vitrinas para armar escenas o conjuntos antiguos, sino de cómo ingresa algo extraño, extemporáneo, a esa colección. El resultado es muy similar al que buscó Bertolt Brecht en la década del ‘20: romper el efecto ilusorio de la representación teatral, quebrar la sensación de ingreso a un mundo mágico y, así, llevar al espectador al lugar de la reflexión y, también, de la acción. Con ese propósito, Brecht comenzó a introducir grandes carteles en sus obras, mezclándolos a veces con la escenografía (contra la representación meramente realista o naturalista), e indujo a sus actores a reflexionar en voz alta sobre su propia actuación y sus propios personajes.
En el Museo del Puerto hay indicaciones por todas partes, hay objetos que sacan al visitante de la serie antigua y también hay elementos que se inmiscuyen, que entran al pasado desde otra época. Para los pobladores, la ilusión de estar viviendo ese momento –o la reconstrucción de la historia de los abuelos como un continuo– aparece permanentemente interrumpida.
A los indicadores típicos de los museos –que señalan lugar de procedencia y fecha de los objetos– se suman aquí grandes carteles. Por ejemplo, en la sala “Vida en el Puerto” hay una enorme fotopanel de una inundación de la década del ‘60 (las inundaciones son un clásico de Ingeniero White). Los pobladores posan mirando a cámara, con el agua tapándoles media pierna: una especie de Venecia del Tercer Mundo. Arriba hay un gran cartel que dice: “Era tan largo el océano... No sabíamos qué nos íbamos a encontrar”. Así se arma el contrapunto entre lo que se ve y una de sus lecturas. No es una lectura piadosa; no cuenta el relato de la inmigración como logro, pero tampoco como fracaso extremo. La frase del cartel es irónica y la ironía —se sabe— nos mantiene alertas. El humor, en este caso, juega su papel, porque permite una mirada crítica, siempre atenta, de los acontecimientos.
Otra fotopanel, esta vez en la sala “El Tren”: tres obreros ferroviarios comen tallarines en la cabina de una locomotora. El cartel dice: “White fue un producto típico/ de la generación del ‘80:/ capital inglés, mano de obra inmigrante, pampa/ y océano para llevar el cereal a Europa.// Agua, electricidad, ferrocarril:/ el progreso era un negocio y un contrato;/ se terminó y los ingleses se fueron”. No se trata de una voz lastimosa sino de una reflexión sobre la historia, que va obviamente a contrapelo de la visión idílica del país agrícola. El cartel saca a las fotografías del lugar estético y las coloca en el sitio del verdadero documento.
En la composición de las salas, además de los carteles, habría que mencionar los “objetos de cotillón”. Algunos, explica Sergio Raimondi, fueron comprados en un todo X $ 2; otros fueron hechos por la gente del museo: enormes peces, langostinos y sirenas de cartapesta que irrumpen en la escena produciendo también un corte. El contraste con los objetos de la colección está dado por el color –dorados brillantes, rojos furiosos– y por la escala, monumental o diminuta (un barquito de papel pensado en relación con los barcos del puerto o los barcos en los que llegaron los inmigrantes; un tren de juguete que minimiza a los que sirvieron para trasladar mercancías o personas). ¿Culto al kitsch? En absoluto. Los objetos de cotillón son una forma de leer el pasado y el presente (y el kitsch no tiene historia). Uno podría pensar en un mundo de pescadores llevado al punto del relato fantástico, pero también en los problemas cotidianos y actuales de la pesca, de la contaminación, etc.
La gallina de los huevos de oro es, en este sentido, otro hallazgo creativo: una bataraza grande sentada sobre un colchón de huevos dorados y, arriba, un cartel que dice en italiano: “Vamos a la Argentina/ Vamos. Allá , dicen,/ está la gallina de los huevos de oro”. Este “objeto de cotillón” habla por sí mismo, pero además entra en diálogo con otros objetos o con fotos, con la de la inundación que revierte el mito, por ejemplo.
Otras composiciones del Museo del Puerto son las cajas de vidrio, que arman relaciones entre elementos en principio aislados. En la sala “El Tren” hay una cuyo telón de fondo es una gran foto de Mr. Coleman; sobre el piso, hecho de granos de trigo, hay un pequeño juguete de hojalata, nada más ni nada menos que un tren. También hay una carta enviada a un ferroviario con una estampilla de Evita y un cartel que dice: “Perón cumple:/ ¡Ahora son argentinos!/ Compra del tren inglés, 1948. Festejos por la ¿independencia?/ económica: mal negocio (hierros viejos),/ buen negocio (¡Viva la Patria-Perón!) El inglés Mr. Coleman fue Superintendente de Tráfico del ferrocarril Sud entre 1905-1948. Gran parte de la ciudad estaba en sus manos”. La mezcla es interesante: objetos reales y juguetes, materias primas como el trigo exportable sosteniendo un tren demasiado precario para formar parte de una gesta heroica. La foto magnificada de Mr. Coleman (el poder llevado a escala visual) y un trencito de hojalata con el que él... ¿jugaba? Con el que los hijos de los ferroviarios ¿jugaban? ¿Un tren convertido en juguete? Lo que se lee, además, no es sólo la historia puntual del origen de la inmigración, sino la historia de vida, lo que sucedió luego con los ferrocarriles, lo que sucede hoy con los ferrocarriles nacionales inexistentes. El pasado, el presente y también, por qué no, la posibilidad de reflexionar sobre nuestro futuro. Eso es lo que se propone el Museo del Puerto. Como en la caja del ‘30, en la que se reúnen un adorno de época, una vieja pistola, la cabeza de maniquí con la balila (el gorro falangista), un botón del Congreso Eucarístico del ‘32 y un imagen del gauchito del mundial de fútbol de 1978. Las asociaciones políticas, económicas, en fin, ideológicas, son parte del armado. Son todas formas de tomar distancia, pero para volver. No hay inocencia en los objetos; la taza, el vestido, la latita de pastillas no pueden ser souvenirs del pasado. Porque el souvenir es un recuerdo de un día especial, de un momento de amor o de felicidad personal; no de la historia.
COCINA, LIBROS, FIESTAS
El Museo Municipal del Puerto nació en relación con la comunidad de Ingeniero White y mantiene de maneras diversas este pacto de origen. En una de las salas, “La Cocina”, se pueden comer cosas dulces o saladas hechas por los vecinos. Las masitas griegas o la famosa selva negra no forman parte de un menú europeo exótico sino de las prácticas cotidianas de los inmigrantes y sus descendientes, e incluso de las mezclas culturales.
Tal como pretendía Brecht con el teatro, la idea central del Museo del Puerto es la acción. Por eso los pobladores están metidos en la cocina; de hecho, una de las más antiguas –la Piba Regueira– suele estar allí sentada, trabajando, además de recibir a los visitantes. Y el museo ha publicado un libro de recetas e historias que recupera las especialidades de varias mujeres que se pasaron un año cocinando allí. Por eso los visitantes pueden comer en las instalaciones. Pero es más que una cuestión culinaria; porque la metáfora de la masticación y la digestión de los alimentos se utiliza en los folletos del museo para aludir a “la forma de trabajar la historia”.
La historia también se cuenta a partir de las publicaciones La Cocina del Museo y de libros como La cocina económica de los Malvar, donde Aldo Montesinos reconstruye, a partir de los relatos de los descendientes del herrero cobrero don José María Malvar, el origen y los usos de esa cocina que desde el año 1992 calienta al museo. Otros cuentan las historias de ciertos personajes de Ingeniero White: la de Arnaldo Persevalli en ¡Hielero!; la de Miguel Curcio en Miguelito el rey del chupín, la de Rina Boccanera en Rina, vals whitense (estos dos últimos escritos por Sergio Raimondi). Son historias de vida que hablan del trabajo, de la comida y también de White. Pero otra de las formas de acción comunitaria del museo (más allá de estos libros, que nacen de un importante archivo de historia oral) es el movimiento en relación con las escuelas. Fabiana Tolcachier y Milagros Bilbao arman talleres en los que usan textos generados en el museo para maestras: A ordenar, a ordenar, cada cosa en su lugar, que habla sobre la huelga de 1907 en Ingeniero White; ¿Arriba los que van aWhite?, que habla del progreso; Locomotoras y caballos, o De la ría a la panza. Todos los libros son objetos maravillosos por el formato, la elección del papel y la caligrafía y la relevancia dada a los dibujos o las fotos. (El diseño –generalmente a cargo de Reynaldo Merlino, director del museo– forma parte del proyecto.) Pero no es sólo eso; los libros, sin excepción, dan cuenta de una forma diferente de encarar la historia, que no será gesta heroica ni patriótica: la historia está en el pasado pero tiene que ver con el presente.
Y después están las fiestas del museo, que ya son famosas. Como la de los antifaces de cartón con carcajada de fines del 2000, fotografiada para la posteridad por Cristian Peralta, o la Procesión de Vestuario Fantástico, que pone en escena –en la calle o en las plazas– un espectáculo con trajes que superan la escala humana y están confeccionados con materiales no tradicionales como plástico, telgopor, papel o chapa. La última fue “La cruza”, en el año 1999, y juntó a 2500 espectadores que miraban azorados las nereidas, las ostras, los hipocampos y cruzas como la del Ave-sireno o el Hipo-bici-campo. De “La cruza” participaron casi 60 personas –entre ellas, incluso, algunas de las coristas de los cabarets de White–, todas encolumnadas tras el lema “La memoria trabaja en múltiples direcciones y la historia también se hace de sueños”. Porque la ficción también sirve para pensar la propia historia.
El Museo del Puerto de Ingeniero White
depende de la Subsecretaría de Cultura
de la Municipalidad de Bahía Blanca.
Está en Alsina 41, altos, (8000) Bahía Blanca. Su e-mail es
[email protected].