Dom 25.03.2012
radar

LA MUESTRA SE INAUGURA EN EL MALBA (AV. FIGUEROA ALCORTA 3415) EL PRóXIMO VIERNES 30 DE MARZO Y PERMANECERá ABIERTA HASTA EL 4 DE JUNIO.

El lado oscuro de la fuerza

Después del éxito descomunal de público y crítica que fue Mr America, la muestra sobre Andy Warhol, hace dos años, el curador Philip Larratt-Smith fue invitado por el mismo museo a idear una muestra que reflejara el escalón siguiente en el arte norteamericano: una generación que ya no se ocupa del cenit económico y cultural del gran imperio del siglo XX, sino del crujido de las grietas que preanuncian su declive. A través de siete artistas, Bye Bye American Pie ofrece un panorama apasionante y desolador de una decadencia que ya parece más estructural que apocalíptica. Como bienvenida, Radar invitó a siete artistas argentinos a presentar esas obras.

› Por Claudio Iglesias

Una icónica canción de Don McLean (“Y estábamos todos en un solo lugar / una generación perdida en el espacio / sin tiempo para volver a empezar”), un cúmulo de referencias distópicas heredadas de J. G. Ballard (la Estatua de Libertad tumbada, las calles de Manhattan llenas de cactus, Charles Manson autoproclamado presidente), un repaso por la historia económica reciente (el progresivo desmantelamiento de la industria, el crecimiento financiado con deuda, los presupuestos militares desorbitados, etc.), todo condimentado con citas de Gibbon sobre la decadencia romana, son algunos de los hilos significantes que flotan entre las obras de Bye Bye American Pie y en el cerebro de su curador, Philip Larratt-Smith (Toronto, 1979), en una muestra que, aunque pueda pasar como una exhibición grupal de grandes nombres, en verdad tiene un sesgo de autor muy específico. No sólo porque detrás de las obras de Jenny Holzer, Nan Goldin, Barbara Kruger, Cady Noland, Paul McCarthy, Jean-Michel Basquiat y Larry Clark se esconde el intento de reconstruir las raíces del sentimiento de cataclismo civilizatorio que afrontan los Estados Unidos en la actualidad; el mismo intento de contar el desastre en toda su amplitud sirviéndose de artistas canónicos sitúa a Larratt-Smith en una tradición de pensadores de la decadencia, nihilistas culturales y aficionados al pesimismo con una impronta clínica característica. Dejando de lado la visita reverencial a ésta o aquella obra del santo de devoción personal de cada fanático/a, lo interesante de la exposición como tal puede ser justamente la revalidación en gran escala de un pensamiento crítico lúcido y pesimista (ausente del menú filosófico del arte contemporáneo en general) así como de un conjunto de instrumentos de análisis que abreva simultáneamente en la crítica cultural de izquierda y en el psicoanálisis. Lo histórico-nacional, lo económico y los estribillos más tristes de Bob Dylan se reúnen aquí en el teatro de una composición mayor y más abstracta, cuyo objeto podría ser el cuadro de las declinaciones artísticas de la melancolía que han crecido en el regazo de la divina Columbia.

La apuesta, con todo, es arriesgada: utilizar un museo de Buenos Aires para hacer una especie de fertilización cruzada de la historia económico–política de los Estados Unidos, su sentido inherente de cataclismo, su actual posición renuente como líder mundial y la emergencia de aquellos artistas en los cuales, después de Warhol, se vuelve moneda corriente la crítica al sueño americano. Hacer algo así no requiere sólo de erudición y capacidad de diagnóstico, sino también de cierto manejo experto de las distancias ideológicas y emocionales. La exhibición, por momentos literalmente, busca ser un catálogo de las patologías psiquiátricas como síntomas de decadencia cultural y como obras de arte. Estas proyecciones de doble o triple nivel no sólo convierten a los artistas en ilustraciones vivientes del colapso nervioso generalizado (a la manera de las histéricas de la Salpêtrière) sino al mismo curador en un campeón del desencanto analítico, con el estómago necesario para relacionar el fin de la guerra de Vietnam con las estadísticas actuales de pobreza y con el suave violeta de los moretones de las chicas golpeadas en las fotografías de Goldin. En cierta medida, el mismo Larratt-Smith deviene uno de los personajes involucrados en el análisis: sus obsesiones son demasiado evidentes.

El concepto de pulsión de muerte como una fuerza disolvente o desorganizadora (que Freud, en cierto punto, hereda de la psicoterapia francesa para darle una articulación decisiva en esa balada del pesimismo intelectual que es El malestar en la cultura) es utilizado para dar coherencia a dos fenómenos aparentemente desconectados: por un lado, la fascinación tanática reconocible en el arte de los Estados Unidos sin mucho problema, sobre la que Larratt-Smith ya ha trabajado en su anterior exhibición de Warhol (Mr. America). Por otro lado, la multiplicidad como factor recurrente del proceso social estadounidense de los ‘50 a esta parte. La variedad de subculturas contestatarias desde el estallido de la contracultura hasta el auge del East Village en los ‘80 aparece aquí no como el sueño de libertad de una generación enojada con sus padres y deseosa de cambiar la vida, sino como el mosaico sintomático de una cultura nacional herida desde el interior por sus fuerzas destructivas, hasta entonces contenidas por la amenaza del enemigo de ocasión y por el mítico movimiento al Oeste que daban, al decir de Leslie Fiedler, cierta orientación cartográfica al deseo mesiánico de muerte y reposo. Drogas, liberación sexual, militarismo rampante, racismo crónico, empobrecimiento, violencia de mil colores parecen ser algunos de los variopintos flujos sociales desatados por esta “decadencia americana” posterior a la guerra de Corea: la encandilante diversidad del arte estadounidense de la segunda mitad del siglo XX queda así reducida al campo unificado de la crisis del yo, recuperable detrás de distintas expresiones coprofágicas, histéricas, paranoides, etc. Nunca el “pluralismo” típico del arte contemporáneo pareció un bocado más difícil de tragar. Pues quizá nunca un curador se había propuesto hacer con este pluralismo lo que Freud hizo con las increíblemente múltiples formas de patología mental de fines del siglo XIX: reducirlas al denominador común de la tríada neurosis-perversión– psicosis. Larratt-Smith no vacila nunca en su determinación patográfica (ya ha resaltado la neurastenia de Warhol y la histeria de Tracey Emin en ocasiones anteriores) y sus juicios avanzan con la coherencia del desánimo sobre un terreno repentinamente abandonado por los discursos académicos políticamente correctos que infestan con demasiada frecuencia a las instituciones artísticas. “La historia cambia la expresión de la neurosis, incluso si no altera sus mecanismos subyacentes”, es el epígrafe de Philip Rieff con el que Larratt-Smith comienza su análisis de la crisis del narcisismo estadounidense en un texto que cumple su rol como entrada de catálogo, aunque bien podría contarse entre los documentos tempranos de una nueva psicoterapia expandida al terreno del cataclismo contemporáneo, remotamente conectada con la tradición de Paul Bourget (Ensayos de psicología contemporánea, 1883) y Max Nordau (Degeneración, 1892), pioneros de la patología social en la forma de crítica literaria y artística.

En este horizonte, lo que queda por ver es cómo el arte estadounidense devino canon global. Pues Larratt-Smith no es un redivivo Howard Zinn contando algo así como la “otra historia” del arte de los Estados Unidos, si es que existe, sino que trabaja justamente con sus síntomas superficiales, localizables en aquellos de los artistas más visibles del mainstream que le interesan en aras de su abundante producción neurótica. La muestra pone foco precisamente en la primera generación de “contemporáneos” en sentido estricto: una generación formada enteramente en un paradigma crítico de la modernidad que fue ganando espacio institucional de manera continuada desde fines de los ‘60 hasta la gran apoteosis del arte contemporáneo de los ‘90 y los 2000 (las décadas de la economía creativa, las industrias culturales, etc.) que acompañó la desregulación masiva del sistema económico internacional. La muestra cuenta esta historia del esplendor que, como en las novelas de Scott Fitzgerald, remata en desastre, pero la remonta también a las calles más sucias y las angustias más retorcidas de la vida estadounidense promedio. Uno de los puntos interesantes de la operación de Larratt-Smith es por ello el volver a pensar como estadounidenses a aquellos artistas que se parangonaron como sinónimo del canon internacional y, consecuentemente, someterlos a un despiadado esprit d’analyse curatorial.

Bye-Bye American Pie, al tiempo que ofrece una selección amplia y rica de la producción de artistas canónicos virtualmente apta para todos los paladares, tiene por todo ello un cierto sabor amargo, por no decir estremecedor. Pues entre los numerosos puntos de peregrinación que incluye la muestra se cuela un malestar ácido que da coherencia y determinación al conjunto. Es como si la exhibición perforara la negación de la decadencia y el trauma característica de la idiosincrasia estadounidense (eso que John Gray llama “disonancia cognitiva”, y que “permite preservar el propio sistema de creencias descartando hechos y experiencias conflictivos”). Aquí el trauma es devuelto en estado puro, y refrendado con cifras y fechas. En este sentido, Bye Bye American Pie es una exhibición descarnada, “desublimatoria” para utilizar la expresión de rigor. El sueño americano se ha cumplido y parece una pesadilla; el Oeste fue alcanzado, el paraíso se hizo realidad y es inhabitable, saturado por los vahos de la descomposición.

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