Dom 25.03.2012
radar

CADY NOLAND

La extraña dama

› Por Cristina Perez Cochrane

Nadie negaría que una de las figuras más sexies de la cultura pop americana es Patricia Hearst, descrita en Wikipedia como “millonaria, figura social, actriz, víctima de un secuestro y ladrona de bancos condenada a prisión”. Pero Hearst nunca nos interesó por el lado periodístico: la historia estilo síndrome de Estocolmo de la rica heredera con nombre de corporación de cosméticos secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación que se convierte en cuadro armado de sus raptores, no es solamente la de una mujer capaz de usar mil máscaras, ponerse un vestido de fiesta de miles de dólares o un uniforme ajustado y una boina estilo Che. Eso es lo de menos, o es como mucho lo que puede sonsacar alguien con una noción de la locura femenina formada a imagen y semejanza de Madonna y Judith Butler. Hearst es mucho más: una blanca de clase alta absorbida por el portal de la lucha negra entendida como salto fuera de la realidad. Si Charles Manson era como una Abuela con Hacha matando ricos surcalifornianos en lugar de indios en los bosques de Nueva Inglaterra, Hearst es Pocahontas al revés, un negativo del mito, una encarnación del delirio de abandonar la sociedad por el camino más corto. Su vida tiene una conexión astral con la de Ulrike Meinhof: historias de alguna clase de encuentro del tercer tipo con fuerzas consideradas amenazadoras o que simplemente son no bienvenidas por la sociedad en determinado momento, protagonizadas por mujeres jóvenes cuyos dilemas, de acuerdo con el consenso circundante, deberían ser del estilo: ¿los hijos o la carrera?

Simbionese Liberation Army, la serie de Cady Noland dedicada a Patty Hearst, tiene algo de ese deseo. Toda la señalética crítica alrededor de las obras siempre hace hincapié en la crítica del sueño americano o la relación con Warhol, visible hasta en el soporte. Pero la borrosidad de las imágenes en el monocromo y el símbolo de la víbora de siete cabezas son demasiado fuertes: son imágenes capaces de arrastrar la mente al desierto. Es a lo que todo sténcil feminista debería aspirar.

Algo parecido tiene la serie de Texas y otras obras en las que Noland se encarga de mostrar la mierda fronteriza white trash en el cubo blanco, todos los detritus de la cultura de la celebridad metropolitana o la basura en la que se convierten sin querer los modelos de conducta una vez que caen en manos de grupos humanos atravesados por la violencia sexual y los embarazos no deseados. El psicópata cowboy es la encarnación humana de este “objeto indeseable”, el trasto del desarrollo que puede estar dedicándose a un raid asesino pago en Ciudad Juárez en este mismo momento.

Noland tiene un mito detrás, ausente de su propia historia oficial. Es la artista que dejó de mostrar hace décadas y lucha denodadamente incluso para evitar que su producción ya vendida circule por espacios que juzga indeseables. Cambió el síndrome del reconocimiento insuficiente típico de la mayoría de los artistas de su generación por la actitud de la dama sentada en el porche de su casa que espera que la vengan a visitar los muchachos con el rifle escondido entre las piernas. “Otro día” es la respuesta que parece darles a todos sus pretendientes (curadores, galeristas, coleccionistas). Tal vez porque le molesta la gente del arte. Tal vez porque quiere que entiendan que también está hablando de ellos.

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