Domingo, 2 de diciembre de 2012 | Hoy
FOTOGRAFíA > EL LIBRO QUE RESCATA LAS MáSCARAS DE BUENOS AIRES
Aunque ya casi nadie las mire, ante ellas transcurrió buena parte de la vida de la ciudad. Desde la prosperidad de los primeros inmigrantes de fines del siglo XIX y el nacimiento del gusto de clase media, hasta la identidad de los barrios, atravesando oficios, modas e historias familiares, las máscaras que decoran las casas antiguas son un tesoro invisible a la vista de todos. Dispuesto a revelarlo, Sergio Kiernan se dedicó con pasión de flâneur, agudeza de detective y paciencia de coleccionista a ubicarlas, fotografiarlas y publicarlas en Las máscaras de Buenos Aires, un extraordinario libro que pone ante nosotros esas caras llenas de secretos que por las veredas rotas, la enajenación y la rutina nos miran sin que les devolvamos la mirada.
Por Veronica Gomez
No las vemos, pero nos ven. Nos observan en silencio desde las alturas. Impávidas, sufrientes, jubilosas, bucólicas, dulces o sarcásticas, un exhaustivo abanico de emociones queda rotundamente ilustrado por las máscaras que adornan los edificios de la ciudad de Buenos Aires. Son rostros atravesados por cables de alumbrado, por caca de paloma, por hollín, ramas y musgo. Enmarcados por hojas de acanto, laureles, flores, velos, racimos de uva y peinados variopintos hasta el disparate morfológico, los retratos son el detalle figurativo por donde el edificio se asoma a la vida pública y, al mismo tiempo, resguardan una intimidad casi infranqueable. Es que la máscara inmoviliza la expresión de tal manera que nos hace sospechar que debajo hay gato encerrado. Todo gesto sostenido estática y largamente se vuelve máscara, fachada. Querubines, leones, faunos, cerdos, muchachas, calaveras, diablillos y todo tipo de especímenes mitológicos o terrenales es lo que Sergio Kiernan se ha dedicado a inventariar fotográficamente en su extenso deambular por la ciudad. Y el resultado quedó compilado en Las máscaras de Buenos Aires, un libro maravilloso y subyugante, publicado este año por la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad de Buenos Aires. Allí, un millar de rostros esperan ser mirados para auscultar nuestros secretos mejor guardados.
Solemos transitar la urbe de manera programática. Los viajes que emprendemos son de un punto a otro, un camino segmentado por estaciones de subtes y paradas señaladas de antemano, en donde nuestra voluntad no tiene mayor cabida que la de decidir dónde bajarse. Lo que sucede en el medio es lisa y llana rutina, conformada por guiños de semáforos, esquive de peatones y autos, sorteo de baldosas levantadas y rodeos de obras en construcción, que convierte el desplazamiento en una especie de carrera de obstáculos, una coreografía vertiginosa a la que nos acostumbramos tanto que ninguna cosa nos sorprende, pues lo excepcional ya se ha vuelto regla. El tránsito que propone la ciudad, excepto que seamos turistas a salvo de paquetes turísticos, es un tránsito pautado y casi siempre anodino. La mirada se dirige a las cosas que vamos dejando atrás con el alivio que implica acercarnos a la meta. No miramos los rostros que viajan con nosotros en el transporte público. No miramos la cara del colectivero, ocupados como estamos en embocar la tarjeta SUBE en la pantallita del artefacto-lector.
Sergio Kiernan rompió esta rutina para generar otro tipo de rutina, no menos utilitaria, pero donde la poesía y una suerte de anacronismo militante tienen cobijo: durante años se dedicó a caminar la ciudad bajo la guía de la mirada distraída y elevada. El objetivo: descubrir y documentar las máscaras en los edificios de Buenos Aires, tan expuestas como ignoradas. Así confabuló una colección de máscaras insólita y riquísima que incluye un amplio arco social: desde los ornamentados palacetes del centro y norte de la Ciudad, firmados por famosos arquitectos, hasta las casas modestas en las que los capataces o maestros mayores de obra replicaban las ricas mansiones adaptándolas a sus posibilidades materiales y sumándoles nuevos ingredientes.
Las máscaras de Buenos Aires establece categorías para el material recopilado: Máscaras tempranas, Retratos, Máscaras clásicas, Máscaras victorianas, Máscaras Art Nouveau, Máscaras en puertas, Máscaras Art Déco, Máscaras del Cementerio de Recoleta y Un bestiario porteño. Con simpática gentileza, al final del libro el autor especifica las direcciones donde el lector podrá encontrar cada tesoro, un llamado al flâneur anestesiado que llevamos dentro. Lo que el libro provoca es un leve, pero sustancial cambio de enfoque en nuestros subsiguientes tránsitos por la ciudad porteña. Si antes mirábamos al piso procurando no pisar mierda de perro, ahora miramos hacia arriba cual detectives, escudriñando los dinteles, las columnas, los arcos, las cornisas y las ménsulas, con las antenas paradas para no perdernos la materialización facial de los fantasmas en la selva de cemento.
“La máscara es uno de los más bellos y poéticos elementos de lo que fuera un arte, la arquitectura, que se daba el lujo de pensar en belleza y poética hasta en sus desarrollos comerciales”, apunta Kiernan.
Es así como las máscaras no distinguen entre clases sociales ni rubros y tienen a bien engalanar tanto oficinas, fábricas, garajes, conventillos, bancos, hospitales y casas de barrio como presuntuosos palacios o edificios de la Avenida Alvear acuñados por los más renombrados arquitectos inmersos en las fantasías dieciochescas.
En su vagabundeo por la urbe, Sergio fue vislumbrando la distribución de las máscaras en los distintos barrios de la ciudad. Por ejemplo, la calle México tiene más máscaras que todo el barrio de Belgrano. La Avenida Rivadavia atesora el mayor caudal, con concentraciones ostensibles en el barrio de Flores, Caballito y Once. La calle Estados Unidos puede recorrerse de punta a punta disfrutando de colecciones de máscaras milagrosamente enteras. También las calles Uruguay y Rodríguez Peña resultan afortunadas en la pululación de rostros pétreos.
Kiernan señala en su libro el momento de expansión de la máscara, fines del siglo XIX y comienzos del XX, donde la clase media desarrolló un “gusto victoriano”, algo exagerado y de proveniencia incierta. En simultáneo, pero de mayor duración en el tiempo, aparecen las formas más clásicas y elegantes. Y sobrepuesto al neoclasicismo aparece una gran masa de motivos Art Nouveau, el estilo de la clase media por excelencia. Por último, casi marginal, la máscara Art Déco entra en escena. El gusto victoriano al que Kiernan hace alusión está representado por piezas indefinibles y eclécticas, que anidan en residencias italianizantes o afrancesadas, sin terminar de ser ni italianas ni francesas.
El autor investiga los orígenes y técnicas de los rostros que lo obsesionan y logra aprovisionarse de algunas certezas que flotan como islitas de luz tenue en medio de una gran laguna en penumbras. Es que los motivos íntimos que llevaron a las personas que habitaron Buenos Aires hace más de un siglo a colgar determinados rostros y no otros (o ninguno) en sus casas continuará siendo un misterio. Son rostros de piedra, de cemento, de terracota, de granito, de mármol. Algunas máscaras provienen de talleres especializados, listas para aplicar, y otras de talleres de escultores comerciales. Otras se creaban como piezas únicas para una vivienda en particular, como es el caso de la calle Deán Funes donde los retratos de una madre y su hijo adornan los ventanales en los extremos de la casa y el hueco en la ventana central hace sospechar la ausencia de otro hijo de la familia, o el petit hotel de la calle Rodríguez Peña que luce el retrato de una madre de bellísima dulzura sobre la que flota el retrato de su bebé convertido en querubín.
El mundo de las máscaras es un mundo femenino. Hay rostros masculinos, pero casi siempre corresponden a personajes o dioses, no a hombres de carne y hueso. Homenajeadas en los dinteles, a veces con algún atributo de diosas, las mujeres dominaron el escenario y el retrato femenino se impuso como modelo de la belleza expresiva. Pero si bien priman los rostros suaves, de módica seducción, de serena sabiduría y de contemplativa adustez, Kiernan nos enseña que las excepciones encierran más misterios, como el de la gran cantidad de máscaras Art Nouveau que parecen mostrar casos de depresión mal medicada y que lo llevan a preguntarse desde cuándo y por qué la miseria anímica se impuso como marca de belleza.
Los rostros que todavía asoman en muchísimos edificios de la ciudad son testimonios de un arte en extinción. Sin embargo, las máscaras no dejaron de tener vigencia, inclusive adoptaron en los últimos años una proliferación apabullante: Facebook y otras redes sociales han vaciado de sentido ritual a la máscara para expandir su uso a los 365 días del año. “Internet plantea un universo de máscaras, donde las emociones se simplifican como los rostros en emoticones y caritas felices”, declaraba David Le Breton en su paso por la Argentina. Para el antropólogo francés: “Cambiar de máscara a gusto es como sacar ejemplares de un bestiario de personalidades”.
Este bestiario de personalidades queda bien documentado en el diseño del libro, donde se acentúa la idea de colección. Las fotografías de las máscaras son del tamaño de figuritas de álbum y están colocadas una al lado de la otra hasta completar la página, sin dejar hueco. Esto produce un efecto de atiborramiento emocional. Con tinte pesadillesco, una galería de personajes nos interpela al unísono. Un griterío tan potente que nos deja perplejos y nos sume en una especie de embotado mutismo. Sólo de tanto en tanto una imagen ocupa la página entera y podemos concentrarnos en una sola expresión, descansando la vista en el “face-to-face”, exentos del mareo que provoca la proliferación gesticular.
El libro de Sergio Kiernan tiene la virtud de reunir varias sensibilidades: la del detective, la del coleccionista, la del amante de lo insólito y la del fino catador de lo que no es del todo puro, sino pura mezcolanza, en este caso, mezcolanza porteña.
“Dar pelea por cuidar nuestro patrimonio no es cosa de nostalgia, sino de sanidad mental, de preservar lo mejor que tenemos frente a la rentable comercialización del mismo tejido material de nuestras vidas”, declara Kiernan. Y asevera: “Este libro es también un catálogo de sobrevivientes, de las máscaras que quedaron. Quien cave algún día en los rellenos del río, donde miles de edificios yacen demolidos, encontrará en una arqueología porteña las máscaras perdidas”.
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