Domingo, 2 de diciembre de 2012 | Hoy
CINE > NICANOR LORETI, DE QUENTIN TARANTINO A JUAN PALOMINO
Durante años, fue uno de esos chicos apasionados y nerds que frecuentaban los locales especializados (Mondo Macabro en el centro de esa galaxia), consumían películas voraz y devocionalmente (cineclub, videoclub, televisión, como fuera), se hacía amigo de otros como él (Axel Kuschevatzky) y escribía en las revistas que fundaban (La Cosa a la cabeza). Hasta que un día se pasó del otro lado del mostrador, empezó a escribir guiones y a empuñar una cámara. Hoy, mientras publica libros de entrevistas a glorias de la clase B, también gana premios y pergeña alguno de los proyectos más salvajemente saludables del cine argentino actual. A punto de estrenar la violenta, boxística y sanguinaria Diablo, Nicanor Loreti habla de ese trabajo por el cual el gran Alex Cox dijo que él es el verdadero salvaje y no “ese careta de Tarantino”.
Por Mariano Kairuz
“Peruano, peronista, judío y puuuuto”, le rajan en la cara al campeón retirado, Marcos Wainsberg, alias El Inca del Sinaí, los dos tipos que entraron por la fuerza a su casa y ahora lo tienen acorralado en el baño. Es el prólogo de otro baño: un baño de sangre, que el hombre secuestrado en su hogar ejecutará con sus propias manos. Apenas un par de minutos atrás vimos al Inca en una sugestiva secuencia de cuadrilátero que evoca a la criolla los ganchos de Toro salvaje, nos enteramos de que hace rato ya que este hombre curtido no pelea, y que hasta el día de hoy lo persigue la leyenda oscura del contrincante malogrado al que mandó al más allá sobre el ring. Un detalle argumental que evoca de entrada el recuerdo del personaje de Bruce Willis en Pulp Fiction, el púgil asesino en fuga, adelantando cuál es la figura tutelar más evidente de Diablo, ópera prima del también periodista y productor Nicanor Loreti: su ídolo Quentin Tarantino. La otra evidencia tarantinesca es el ojo de Loreti para el casting, a la hora de convocar a un actor conocido, pero poco estimado por el cine argentino, y reencuadrarlo en el imaginario de su película, reinventándolo con gracia y potencia en un lugar que nadie le había dado hasta ahora en el cine: hay un nuevo Juan Palomino, desconocido por los fans de sus telenovelas.
Ganadora de la competencia argentina del Festival de Mar del Plata el año pasado –y a punto de estrenarse comercialmente en Buenos Aires, el próximo jueves– la película le valió a Loreti una breve, pero fructífera amistad con el cineasta Alex Cox, el director de films de culto como Repo Man y Sid & Nancy, invitado por el festival para un foco sobre su cine y la presentación de un libro. Arengador de un discurso punk de rompan-todo, enojado con Hollywood desde que la industria lo descastó hace dos décadas, Cox le llegó a decir a Loreti que Diablo era cine independiente de verdad, a diferencia de lo que hace Tarantino, “que es un careta”. En todo caso, probando que no era puro palabrerío, de esta amistad surgió un proyecto: Cox quiere que sea Loreti quien filme un guión suyo, un western spaghetti titulado Clase X. Si aparece la financiación, ésa podría ser su próxima película.
Mientras tanto, Diablo. En su opus uno, Loreti se mete primero con ese subgénero casi inexplorado localmente –hecha la gloriosa excepción de Gatica el mono– que es el cine de boxeo, con una secuencia de combate intensa, hecha de poderosos planos al borde de la abstracción que resuelven con eficacia las limitaciones presupuestarias de la producción, para luego derivar en una comedia negra delirante y zigzagueante en la que casi cualquier cosa puede pasar. No se sabe bien en qué anda el ex Inca al empezar la película, pero cuando a la visita de sus dos nada amables atacantes le sigue la de su primo Hugo (extraordinario Sergio Boris), está claro que sólo lo esperan más problemas. Loreti se atreve con gracia –en la puesta visual y en los diálogos– a los chorros de sangre, la violencia, y también –sin perder jamás el humor– al comentario social y político, el racismo, la intolerancia como componentes inevitables de la idiosincrasia nacional: ahí está también el policía judío obsesionado por el antisemitismo (un inspirado Luis Ziembrowsky), que sobreactúa un poco su rol en la comunidad, y el discurso anarcosocialista inesperadamente desatado de Hugo.
Diablo es un animal raro en el cine local, cuya existencia solo parece posible en el contexto más o menos nuevo de la tímida reivindicación del cine de “género” –esa eterna deuda pendiente de la producción nacional, escasa en policiales, films fantásticos y de terror– que puede verificarse actualmente en la profusa producción que se presenta cada año en el festival especializado Buenos Aires Rojo Sangre (con 13 ediciones ya) y, más notoriamente, en el espacio que algunos de estos films vienen ganando en el Festival de Mar del Plata. Un año después del premio a Diablo, es decir, hace apenas una semana, la nueva ganadora de competencia argentina en MDP fue una película titulada Hermanos de sangre, otra comedia con salvajes salpicaduras en rojo, dirigida por Daniel de la Vega y coescrita por Loreti.
Parte de este pequeño fenómeno del cine de género criollo, Diablo se recorta entre esa producción que, a pesar de su sostenido crecimiento, nunca termina de ser un poco de ghetto. Realizadas a menudo en estilo guerrilla, con tres mangos y muchas veces más entusiasmo que ideas originales y pericia narrativa, varias de estas películas siguen pareciendo productos amateur. Como la fenomenal obra del grupo Farsa (los de la saga Plaga Zombie) Diablo es una excepción, por su profesionalismo y por su creatividad. Y si bien se trata de una ópera prima, Loreti (nacido en 1978) viene de pasar unos cuantos años trabajando sobre estas películas, las que más le gustan, desde el otro lado del mostrador, como periodista especializado. Su biografía comienza como la de muchos cinéfilo y tantos nerd, incluyendo mil trasnoches de descubrimientos frente a la pantalla de HBO cuando era el canal más popular del básico del cable. Estaba en plena adolescencia cuando Axel Kuschevatzky y sus tres socios abrieron en una galería de la calle Corrientes Mondo Macabro, un espacio iniciático que en la primera mitad de los ’90 amplió la videoteca para muchos fans del género y nostálgicos de los Sábados de Súper Acción. “Veías una película que te volvía loco y volvías para preguntar: ¿Qué más hizo este chabón? Y ahí estaba todo”, recuerda Loreti, quien más tarde ingresaría en la revista creada por Kuschevatzky, La Cosa. Esas fueron sus escuelas, aunque también estudió cine en la FUC a fines de los ’90, es decir, cuando la universidad de Manuel Antín estaba poblada por muchos de los nombres fundamentales del Nuevo Cine Argentino. ¿Que cómo era ser un freak del cine bizarro en las mismas aulas donde se gestaba una generación más nouvelle vague e interesada en el retrato social de filo documental que en homenajear a John Carpenter? Bueno, recuerda Loreti, para entonces el panorama había empezado a abrirse un poco. “Unos años antes, un tipo como Daniel de la Vega era un paria en la escuela del Instituto de cine, iba con su copia de Hellraiser y poco menos que lo cagaban a piñas en el baño, pero a fines de los ’90 ya era otra cosa. Yo hice un corto que era una especie de Tetsuo, la salvajada de Tsukamoto, sobre un chabón que mataba a la mujer con una corbata, y Trapero, que era mi profesor, me dijo: ‘Está muy bien filmado, pero ojo con las actuaciones’, porque claro, era todo ese grito de la sobreactuación. Aparecían los profesores de mente abierta que trataban de orientarte en lo que a vos te interesaba. Compartí aula con futuros directores como Llinás, Villegas y Moguillansky, y con gente más afín, como Pablo Parés y Ariel Winograd, en un lugar en el que ya había algo de empezar a considerar a Carpenter como un autor, o donde un profesor por ahí decía ‘hoy vamos a ver cómo pone la cámara Sam Raimi en Evil Dead’. No ya el viejo discursito de que lo bizarro era despreciable, que John Waters era basura y solo Bergman es arte.”
La educación cinematográfica de Loreti se completó en sus años en La Cosa, para la cual hizo infinidad de entrevistas, muchas veces a personajes relativamente desconocidos a los que ningún otro medio les prestaba atención. Varias de estas entrevistas dieron forma a dos libros, Cult People y el flamante Cult People 2, la revancha, editado hace unos meses por Fan Ediciones. Armado de trivia y indagaciones pormenorizadas sobre esos actores del tipo de ¿y-éste-de-dónde-lo-tengo?, Cult People 2 entrevista a personajes como Carlos Gallardo, el hoy ignoto protagonista de El Mariachi (la que hizo famoso a Robert Rodriguez), a Michael Pare (figura de culto por Calles de fuego, de Walter Hill, y dueño de un prontuario larguísimo de directos-a-video), y a otros grandes desconocidos y no tanto, como Powers Boothe. El ex criminal Danny Trejo (fetiche de Rodriguez, el temible barman de Del crepúsculo al amanecer) recuerda cómo descubrió a Dios en la cárcel; y Alex Cox le espeta a Fiorella Sargenti (coautora del libro) sus convicciones personales sobre el futuro del cine: “El sistema de grandes estudios va a desaparecer pronto, se lo van a terminar metiendo en el culo, consumidos por su fraude monumental, la fantasía del 3D y el despilfarro desenfrenado”.
Para Favio, el Charles Bronson argentino pudo haber sido Monzón (al menos así se lo dicen en Soñar, soñar), pero Loreti está convencido de que no, nuestro vengador anónimo es Palomino. La revelación le llegó hace casi diez años, viendo la película de Ezio Massa Cacería, en una época en que todavía creía que jamás iba a poder hacer sus propias películas. La hora del salto le llegó cuando entendió que su trabajo periodístico (en La Cosa y en publicaciones norteamericanas especializadas, como Fangoria y Psychotronic Video) no tenía mucho futuro, no al menos en lo redituable. En medio de su transición escribió el guión de Diablo con su amigo del secundario Nicolás Galvagno y enfrentó el primer rodaje a su cargo cuando lo presentó y ganó el concurso de operas primas del Incaa. El punto de partida argumental había sido una noticia del diario, sobre un personaje vestido de Satán que había estado regalando dinero por los barrios bajos de un pueblo mexicano. “Se decía que era un narco arrepentido, pero la gente creía que era de verdad el diablo. De ahí partimos, y de ahí sale la escena que vemos en los títulos de la película.” Después, dice Loreti, fue darle rienda suelta a sus años de delirios y sus obsesiones, meter en la batidora a Peckinpah, Carpenter, el spaghetti western, y “ver qué sale”. Buena parte del resto, dice, lo pusieron los actores. “Palomino aportó muchas de las ideas de su personaje: que tuviera tatuados a Evita y al General en sus pectorales, o el sobrenombre Inca del Sinaí. Es un groso, pero también tiene que hacerse cargo del personaje, porque él es un poco así en la vida real, tiene mucho sentido del humor y a la vez es el tipo al que te llevás a un bar si te querés agarrar a piñas. Fue increíble trabajar con él.”
La experiencia fue también buena para Boris y Ziembrowsky, que se sumaron una vez más a Loreti en la serie Dos por una mentira, producción del Bacua (el Banco Audiovisual de Contenidos, del programa nacional de Television Digital, TDA) que su guionista, director y productor está editando contra reloj para que estrenarla en los próximos meses. De declarada inspiración lyncheana (por Twin Peaks, mayormente), son trece episodios, de los cuales se vieron tres en Mar del Plata; lo suficiente para darse una idea del nivel de demencia argumental al que aspira, con su historia de un asesino serial de ventrílocuos (¿?), el empleado del cementerio al que van a parar los cadáveres de estos crímenes (Boris), y un policía de métodos poco limpios en el que Ziembrowsky retoma al oficial de Diablo. Como para completar un año de hiperactividad, Loreti acaba de presentar también un libro sobre Near Dark, el film de vampiros de Kathryn Bigelow (también de Fan Ediciones); aguarda el estreno de La memoria del muerto (que coescribió con su director Javier Diment) y el de su segundo largo, el documental La H (sobre la banda Hermética), intenta cerrar la financiación para realizar junto a Fabián Forte la película Zabojka! (“una especie de Esperando la carroza con monstruos”) y ver si consigue llevar adelante un viejo proyecto suyo con Rodolfo Bebán haciendo de sí mismo. Una imagen por ahora: el actor de Juan Moreira recibiendo a escopetazos a una banda de viejas glorias del cine y la televisión vernáculas (Norma Pons entre ellas) que van a buscarlo al Tigre para que lidere su plan de asalto a un banco. Será, como le gusta decir a Loreti, otro chifle, pero suena prometedora, ruidosa y brutal como pocos proyectos recientes de la castigada y a menudo aburrida pantalla local.
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