Apenas apareció su primera parte, en 1987, Maus se convirtió en un fenómeno mundial que cambió el modo en que se consideraría la historieta a partir de entonces. Su historia: las memorias de un sobreviviente del Holocausto contadas a su curioso hijo. Su peculiaridad: los judíos aparecían caracterizados como ratones y los nazis como gatos. Cuando se completó, en 1991, el libro ganó el Pulitzer y se tradujo en casi todo el mundo, convirtiendo a su autor en una extraña celebridad en combate permanente contra la sensiblería de lo que llama el Holokitsch. Ahora, la edición de MetaMaus (Mondadori) es una invitación inesperada e imposible de rechazar. Durante una larga entrevista, el mismo Art Spiegelman cuenta su vida con el libro, la génesis de los ratones, los malos entendidos, su posición frente al judaísmo, y la larga y tortuosa historia familiar detrás del libro: un padre remoto y una madre suicida. Además, el libro incluye un DVD completo con la historieta original, los bocetos de cada página, comentarios del autor y un extra conmovedor: los audios y las desgrabaciones de las entrevistas que mantuvo con su padre en el ’78 y en las que le contó el libro que el hijo terminaría dibujando.
› Por Art Spiegelman
De pequeño me decían a menudo: “Ve a jugar con Sol mientras visitamos a Esther. El padre de Sol murió en la guerra. Fue horrible”, etcétera. Por entonces nadie empleaba la expresión “segunda generación”, pero la mayoría de los críos con los que mis padres me mandaban a jugar eran como Sol, no eran judíos estadounidenses y mucho menos de cualquier otra tribu. Había momentos completamente inconexos que invadían mi cotidianidad al azar. Como una vez que, con diez u once años, acompañé a Anja a hacer la compra en Queens, donde vivíamos, y tuvo que ir al baño. Estaba inquieta y no sabía si esperar a llegar a la tienda para ir la lavabo o dar media vuelta y volver a casa. Acabamos volviendo a casa. Y, de camino, se puso a recordar para distraerse de las ganas de orinar. “¿Sabes? Recuerdo cuando, durante la guerra, tenía que mear en el campo mientras estaba trabajando –-empleó otras palabras, pero da igual– y si los kapos te pillaban meando cuando no era el momento específico en que te mandaban hacerlo, podían matarte de una paliza. No sabía qué hacer, así que las amigas formaban un círculo a mi alrededor para que no me vieran los guardias.”
Anja me contaba cosas que le habían pasado en los campos –este ejemplo es el que recuerdo mejor–, pero sin contextualizarlas ni explicármelas y básicamente, de niño, sólo servían para aterrorizarme. No recuerdo que siendo yo niño Vladek me contara gran cosa de sus experiencias. Pero cuando ya de joven le pregunté y por fin se entretuvo en contarme su historia, parecía de la opinión de que yo, por nacimiento, tenía derecho a conocerla. Con todo, lo primero que me dijo fue: “A la gente no le interesan esas cosas”. En su opinión, para sobrevivir en el nuevo universo de la posguerra, había que dejarlo todo atrás.
Yo sólo comprendía algo de sus historias cuando hablaban en polaco –idioma que supuestamente no entendía– con sus amigos supervivientes. Tenía unos conocimientos pasivos del idioma que me permitían deducir de qué iba el tema. Todo por intentar averiguar qué planeaban para mí. Si, por ejemplo, decían “Artie vendrá con nosotros a casa de fulanito” sabiendo que yo no quería ir, lo decían en polaco. Descifrar aquel código fue un “mecanismo de supervivencia”, pero sólo entendía polaco, nunca lo hablé. Habría desvelado mi tapadera y se habrían pasado al yiddish.
El Maus de tres páginas que hice en 1972 estaba basado en lo que sabía antes de saber nada; uno de esos fragmentos sueltos de anécdotas cazadas al vuelo. Pero, inclusive entonces, no supe de la parte en que Vladek entierra al judío que les descubrió en el búnker y que los delató a los nazis hasta que regresé a casa y le pedí que me confirmara sobre la marcha lo que estaba dibujando. Solo entonces pasé a intentar averiguar las cosas de manera más sistemática.
Había vuelto a la ciudad mientras trabajaba en la historieta, se la había mostrado a mi padre, y él, inmediatamente, empezó a contarme el resto de la historia, mucho más de lo que ya había dibujado. De pronto, me entró la prisa por saber más. Me quedé unos cuatro días y grabé todo lo que pude. Me costó casi toda la historia de Maus. Aunque luego regresé y lo entrevisté una y otra vez para conocer más detalles, la textura y otras facetas, la esencia, ya estaba en las conversaciones que mantuvimos en 1972.
En su mayoría, aquellas primeras entrevistas tuvieron lugar en la terraza de nuestra casa de Queens, al aire libre, con una grabadora de carrete. Terminan de forma bastante sorprendente, con Vladek agarrando el micrófono para dejar su testimonio a la posteridad después de mantenerse completamente al margen de todo, razón por la que siempre desconfío de mi propia visión sobre cualquier cuestión. No parecía consciente de que lo estaban entrevistando con un fin concreto. Pero al final agarró el micrófono como si estuviera en la radio y dijo: “Ahora ya saben lo que pasó, y, ¡por Dios!, no dejemos que se repita”. Fue una declaración pública tras repasar una información íntima. Dio forma a su testimonio. Yo no era consciente de que Vladek necesitara testificar de algún modo, pero al final más o menos plantó su bandera. Fue algo que le nació de la parte más ritualizada del cerebro; como si hablara su rabino interior.
En 1977 o quizá un poco antes, empezaron las incursiones para verlo y grabarlo una y otra vez casi hasta que murió, en 1982. Ya lo habíamos repasado todo y le decía: “Vale, terminado. Empecemos de nuevo”. En parte era solo una excusa para estar con él.
Había intentado sin muchas ganas acercarme a él justo después de morir mi madre, en 1968, pero yo estaba ido y muy distante. Acababa de salir del psiquiátrico cuando mi madre se suicidó. Mi padre y yo no pudimos consolarnos. Yo todavía estaba en plena rebelión interior y me relacionaba con gente de una comuna de Vermont. Sencillamente, Vladek y yo no podíamos mantener una conversación, siempre acabábamos peleándonos y con mi padre exigiéndome cosas fuera de mi alcance. La brecha generacional entre nosotros era ancha como el cañón del Colorado.
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