Recuerdo una frase de Shoah. Un comandante judío del levantamiento del ghetto de Varsovia de 1943 dice: “Si me lamieras el corazón, te envenenarías”. Indicaba hasta qué punto debe ser total la ausencia del sol. Me costó encontrar un tono imbuido de esa oscuridad y que no fuera una recomendación de suicidio. Mucha de la cultura popular sobre los campos de exterminio degenera en Holokitsch.
El Holocausto se ha convertido en un tropo que a veces, como en El pianista de Polanski, se emplea de forma admirable y otras de manera chabacana, como en La vida es bella de Roberto Benigni. Casi cada año se selecciona un documental o una película de ficción de esta categoría para algún premio de la Academia, de los Oscar. Y hay montones de documentales sentimentales sobre la vida en el shtetl o la Segunda Guerra Mundial que aparecen cada vez que se organiza una colecta para captar el voto judío. Ultimamente se ha convertido en terreno abonado para la parodia más espantosa, como el Libro negro de Paul Verhoeven o Bastardos sin gloria de Tarantino. Los nazis son divertidos. Pero quizás ahora que la historia ha dejado de acabar volvamos a tener villanos rusos y los terroristas árabes podrían ser los nazis.
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