En Los Angeles, en 1988, se celebró un encuentro en el Museo de la Tolerancia del Centro Simon Wiesenthal. Me interesó porque nunca había conocido al hijo de un nazi. Fui a encontrarme con hijas solteras y marchosas de las SS, pero solo se presentó una pobre alemana traumatizada en representación de toda su especie entre un puñado de ratones como yo. Y la atormentaban tanto la culpa y el peso de una historia mucho más vasta que la suya personal que comprendí que solo los alemanes y los judíos podíamos reunirnos a gusto a llorar al pasado, porque la historia conjunta pesa muchísimo en la psique de unos y otros.
A la conferencia asistieron principalmente supervivientes, jubilados judíos muy ancianos admiradores del centro. Maus todavía no era tan conocido como lo sería con el tiempo y el público estaba formado por unos doscientos Vladek Spiegelman que no me quitaban ojo. Desde luego no habían leído el libro, pero todos sabían que salían unos ratones de un comic. Y los comics merecían tan poco respeto que, por definición, Maus era un insulto. Durante la ronda de preguntas, un anciano me preguntó: “¿No podías esperar a que estuviéramos todos muertos para hacer algo así?”.
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