Domingo, 15 de diciembre de 2013 | Hoy
MUSICA 1 Con un disco doble, Reflektor –que acaba de editarse en Argentina–, los canadienses Arcade Fire se confirman como la gran esperanza del rock, abandonando la melancolía de sus primeros y épicos discos para agregarle música negra y ritmos bailables a su habitual sofisticación espectral. Con invitados como David Bowie y producción de James Murphy, de LCD Soundsystem, los Arcade Fire evolucionan y deslumbran –y el próximo mes de abril habrá oportunidad de comprobar su poderío en vivo cuando se suban al escenario del primer festival Lollapalooza local–.
Por Juan Andrade
Hay que imaginar a los Arcade Fire haciendo trencito para entrar a una disco de Montreal, con sus trajes blancos cubiertos de dibujos símil rupestres, como si vinieran de una fiesta de casamiento descontrolada y quisieran seguir la joda hasta que las velas no ardan. Encabezados por un Win Butler ebrio de felicidad, con un antifaz de purpurina azul a la manera de Michael Stipe; secundados por conejos y otras mascotas gigantes que parecen escapadas de un show de los Flaming Lips; bañados por un mar de luces de neón; al ritmo de unos tambores que machacan con una marchita tribal, mientras los riffs de sintetizadores agregan una cuota de jolgorio en plan rave; los Arcade Fire se plantan sobre el escenario como si fueran la versión canadiense de los Auténticos Decadentes. Y echan a patadas a dos “impostores” enmascarados que pretenden hacerse pasar por ellos: Bono y Ben Stiller. ¿Qué pasó con la gran esperanza del rock del siglo XXI?
Así comienza Here comes the night time, el corto de 22 minutos dirigido por Roman Coppola (hijo de Francis Ford) con el que la banda comenzó a promocionar Reflektor, su nuevo disco. La cámara registra a los músicos tocando, pero también se detiene en el diálogo guionado entre los barman de ese colorido antro kitsch. “Carlos, dámela a Shakira cualquier día de la semana antes que estos ruidos”, se queja uno, con acento centroamericano. “No, yo creo que son buenos como Mumford & Sons”, replica su compañero. “Carlos, por qué no tenemos a Miguel Bublé o alguien así... ¡Están las grandes bananas del momento y nosotros estamos escuchando a estas bananitas!”, insiste el primero. La cosa se pone aún más delirante cuando Zach Galifianakis, el barbudo protagonista de Qué pasó ayer (Hangover), se presenta como el Capitán Zach y los saluda desde “el espacio exterior”, hamacándose en una gravedad cero chamuyada. “¿Cuál fue el primero de sus shows en el que hubo más gente en el público que arriba del escenario? ¡No necesitan tres bateristas”, los apura.
Podría ser nada más que una simple y burda movida marketinera para inocular una dosis de ansiedad y desconcierto en las mentes de sus fans, a partir de un combo de imágenes y sonidos que ubican a la banda casi en el extremo opuesto de sus postulados estéticos. Un amague, digamos, a partir de temas como el que da título al corto de Coppola, “We exist” y “Normal person”, para que luego de escuchar el álbum (¡doble!) completo sus seguidores se tranquilicen y comprueben que los de Montreal siguen siendo los mismos chicos profundos y sensibles de siempre. Pero no, porque esa mezcla de humor ácido, desprejuicio, autoironía, pulsión bailable y ganas de divertirse que impregna Here comes the night time está en el ADN de Reflektor. Una renovada composición químico-musical, que deja atrás el dramatismo, la angustia, el dolor, la nostalgia, la melancolía y la seriedad de ayer nomás. O sea: el cartel de “los nuevos Radiohead” u otro por el estilo ya no les sienta para nada bien.
Para calibrar la magnitud del cambio operado, habría que recordar que los Arcade Fire se dieron a conocer con un álbum debut que llevaba el ilustrativo título de Funeral, además de incluir esa maravillosa epifanía ecualizada con antidepresivos llamada “Wake up”. Que para grabar su segundo trabajo, Neon Bible, se internaron en una antigua iglesia de Montreal en busca de un sonido acústico y espectral. Que con el posterior The suburbs alcanzaron algo bastante parecido a la perfección, a partir del evocativo canto de Butler, Régine Chassagne y compañía de los suburbios en los que pasaron su infancia, adolescencia y juventud. Fue gracias a este último que en 2011 ganaron el Grammy al disco del año y el Brit Awards al mejor álbum extranjero, además de acumular cantidades enormes de ese capital intangible que se podría denominar “credibilidad rockera”. ¿Cómo se explica entonces que, con semejantes antecedentes y pergaminos, se les ocurra justo ahora aparecer agitando en plena fiebre de sábado por la noche?
La expectativa generada en la previa del lanzamiento tuvo su apoyo audiovisual en el corto citado y en el video de “Reflektor”, el tema en el que participa como cantante invitado nada menos que David Bowie, confeso admirador de la banda. Dirigido por el reconocido Anton Corbijn, los muestra en un perturbador duelo con sus propios “dobles” enmascarados. Todo gira en torno de una bola espejada: cada uno y su propio reflejo, enigma y boliche. Y ahí Butler les canta a las interferencias y las distorsiones que introduce la tecnología en las relaciones humanas: “Todavía estamos conectados / ¿pero acaso somos amigos?”. En suma, una campaña de difusión a todo trapo, que superó por mucho a sus propios estándares en la materia. Incluyó unos llamativos murales alusivos –se podía leer el nombre del disco, del grupo y el dato “9 PM - 9/9”– en las calles de Nueva York. Algunos seguidores pensaron que se podía tratar de un mensaje encriptado, incluso satánico (“Es un 666 al revés”, especulaban), pero en verdad anticipaban las coordenadas de la salida del primer single, Reflektor.
Cuando la revista Pitchfork le preguntó de qué iba Reflektor, Butler dijo que era “un mashup de Studio 54 y vudú haitiano”. Los canadienses habían aterrizado en Haití dos años atrás, en tiempos de The suburbs y, mientras se preparaban para tocar en una zona rural del país de las Antillas, se preguntaron qué clase de música debían tocar para un público que nunca escuchó a los Beatles. Entonces se dieron cuenta de que la conexión se podía establecer a partir del lenguaje rítmico. Ese fue el germen de Reflektor, una propuesta que a priori se veía como algo tan improbable como incierto, viniendo de quienes venía: construir un puente que uniera a la legendaria discoteca de Manhattan con los ritmos de raíz afro.Y para que semejante aventura llegara a destino, convocaron al productor James Murphy, el hombre detrás de LCD Soundsystem. “Reflektor suena como Arcade Fire de la forma en que sólo Arcade Fire puede sonar como Arcade Fire”, declaró Murphy en la británica New Musical Express. “Realmente, es fucking épico. En serio”, completó, dejando de lado los trabalenguas.
Todas las preguntas, dudas, sospechas y temores quedaron despejados a fines de octubre, con la llegada de Reflektor a las disquerías físicas y virtuales extranjeras. Un compacto doble en el que la sofisticación orquestal de los canadienses se redefine en un nuevo contexto: el de la pista de baile. Y aunque en las primeras reseñas se los haya asociado con los Talking Heads, tal vez habría que rastrear entre sus contemporáneos para encontrar conexiones más estrechas: Vampire Weekend, por la afinidad con el exotismo y la polirritmia; Danger Mouse, por el beat de cuño indie; Franz Ferdinand, por su forma rockera de urdir una trama bailable; y, claro, LCD Soundsystem, por la implantación de circuitos electrónicos en canciones con tracción a sangre. En Reflektor hay raíces disco y funk, pero también dub, reggae, afro y haitianas-caribeñas. Y, sobre todo, hay una ambición, un deseo de superarse a sí mismos que por momentos puede resultar desmedido, pero que merece ser celebrado: riesgo, inconformismo e irreverencia, valores que hoy no parecen cotizar en alto en las grandes ligas de rock, empujan bien alto a una pieza desmedida y fascinante como Reflektor.
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