Domingo, 15 de diciembre de 2013 | Hoy
Cuando esta semana, a poco más de un año de su muerte, se inaugure en la Casa del Bicentenario la exposición dedicada a la vida y obra de Leonardo Favio, es probable que el gran artista que fue en el campo del cine y la música esté empezando a ingresar en la memoria colectiva sin grandes aspavientos ni apresuradas canonizaciones. Es, quizás, un tiempo propicio para volver a Favio, un tiempo en busca de relatos del que sin duda películas como Crónica de un niño solo, Aniceto, Moreira o Gatica ofrecen una ineludible genealogía donde la picardía, lo sagrado, el peronismo y la infancia son algunos de los hitos clave que Favio supo trasvasar con elementos de vanguardia de los años sesenta a una visión popular, acompañando la parábola de un país hasta los años noventa, haciendo un balance de la vida nacional y también del propio destino: el de uno de los más genuinos artistas populares que dio la Argentina.
Por Marcelo Figueras
Favio ya no está. Una ausencia que permite cerrar textos enciclopédicos (la entrada biográfica de Wikipedia, por ejemplo: Las Catitas, Mendoza, 28 de mayo de 1938 - Buenos Aires, 5 de noviembre de 2012). Pero todo fenómeno orgánico –que pertenece por definición, aunque sea diminuto, al orden de lo cósmico– deja vestigios de su paso. Moléculas, para empezar. Y cuando es humano, deja también recuerdos y hechos concretos. Las moléculas de las que Favio estaba hecho ya emprendieron viaje, más allá de nuestros radares. Pero la obra artística que produjo sigue ahí, orbitando en el firmamento. No diré que intacta, en tanto es difícil acceder a ella en toda su gloria (¿para cuándo una remasterización de sus películas? Con sonido e imagen remozados, Juan Moreira y Nazareno Cruz sacudirían a una generación convencida de que el cine argentino se define, básicamente, por todo aquello que no puede ser). Una vez sorteada la hojarasca de las grabaciones y copias deficientes, lo que se impone es la necesidad de abrir nuevos textos, de alentar más reflexiones. La obra de Favio estará cerrada, pero sus (re)lecturas no lo están. De todas las preguntas que su desaparición física compele a formular, la primera es: ¿cómo leer, ver, escuchar a Favio hoy?
La última década generó una luz más amable para contemplar el fenómeno. Tal vez sirva como ejemplo mi experiencia, que puede ser narrada en apenas dos actos. El primero coincide con el estreno de Juan Moreira. En ese momento, el niño que yo era, adicto a la aventura en todos sus formatos, entendió que Moreira hablaba sus mismos códigos. Lo que yo entreví entonces, y me marcó para siempre, fue que pensar una épica desde la Argentina no sólo era necesario sino también posible: más allá de los relatos “de próceres”, nos debíamos (¡nos debemos!) el relato de las aventuras míticas que nos convirtieron en lo que somos y develaron, así, el destino al que aspiramos como pueblo. Aun con las limitaciones (de formación política, ante todo) propias de mis once años, supe que no podía tratarse de una épica convencional: aquel bandido era más bien un antihéroe, víctima de un sistema que lo usaba y lo descartaba cuando se le tornaba incómodo. Pero, lejos de inhabilitarlo, esa (aparente) incorrección política lo ponía en la liga de otros incorrectos, como Robin Hood o Sandokán. Por eso compré, y leí con placer, el folletín original de Eduardo Gutiérrez. Y en los blocks de hojas donde dibujaba compulsivamente, la imagen de Moreira se entreveró con cowboys, superhéroes y guerreros: algo intuí apropiadamente en 1973.
Un algo que veinte años después –diría Dumas pére– se había perdido en la neblina. La única vez que entrevisté a Favio fue en ocasión del estreno de Gatica. O sea: en pleno menemismo, durante el auge de la convertibilidad. El Favio que me recibió en su oficina/tienda de campaña era una figura a quien yo respetaba, todavía agradecido por la epifanía de Moreira. Pero en aquel momento no valoré el encuentro en su justa medida. Y cuando vi Gatica, me dejó afuera. Como tantos argentinos que perdieron la inocencia durante la dictadura, no podía entender cabalmente una narración cuyo protagonista era un tipo autodestructivo, que no obstante honraba a dos figuras políticas (Eva, Perón) con un fervor y una constancia inclaudicables. El agradecimiento eterno que Gatica profesaba a los Perón me resultaba ilegible, una pasión abstrusa: como millones de argentinos, yo creía que la política era una máquina de producir decepciones, y nada más. Aun así me conmovió la escena en que muere su perro y Gatica llora lo que no se permitió ante otros dolores. Y la tuve presente en los años que siguieron, cuando me cayó la ficha y comprendí que, a pesar del popularísimo uno a uno, había que reaccionar para que no terminásemos llorando a destiempo, al igual que el pobre Mono... cosa que pasó al fin, como es vox populi.
De no haber aparecido los Kirchner, cuya praxis engendró lo hasta entonces impensable: un reenamoramiento del poder transformador de la política (en positivo, la pasión de Gatica descifrada, pero ante todo pasada en limpio y multiplicada), seguiríamos perdiendo colores esenciales de la paleta de Favio. Por eso este momento es ideal para reconsiderar su obra. La valoración artística puede permanecer inalterable: ni sus discos ni sus pelis van a ser mejores o peores. Pero hay toda una zona de Favio que está volviendo a ser legible, por primera vez en décadas. Y lo que insinúan esas lecturas pendientes podría ser de un valor incalculable en esta hora.
Favio es quizás el paradigma del artista popular del último medio siglo argentino. La parte más notable de su obra exhibe un equilibrio tan perfecto como inusual entre ambos términos de esa formulación, habitualmente contrapuestos: el agua del arte no suele mezclarse con el aceite del pueblo. Pero ocurre que Favio tenía un dominio magistral de sus recursos expresivos, además de un estilo personalísimo; dos de los requisitos que las academias reclaman para concederle la A mayúscula a un artista. Y al mismo tiempo trabajaba a conciencia para un público tan simple y sensible como lo era él mismo. Por esa razón, aun cuando la inspiración lo llevara en la dirección de un desborde expresivo, encontraba siempre el modo de no dejar afuera a espectador alguno. Nadie vende las entradas que vendieron Moreira y Nazareno seduciendo sólo a un sector del gran público: sus películas satisfacían a aquellos que buscaban deleite estético, y también a aquellos que no deseaban más que pasarla bien y, en el mejor de los casos, conmoverse. (Si digo que su arte era inclusivo, habrá quien malentienda, intoxicado por las batallas políticas de este tiempo; ¡pero es que lo era!)
La muestra producida por la Casa del Bicentenario abre el juego, inspirando a pensar. En las pulsiones que animaban a Favio, en sus obsesiones. Pero ante todo en las claves de un arte que logró algo que hoy suena imposible: desde el compromiso profundo con una determinada visión de la vida y del país, producir una belleza tal que persuada al público más renuente a deponer sus prejuicios y a reconectarse, así, con su parte más luminosa.
Una de las políticas que dictadura y menemismo perpetraron en sintonía fue la enajenación del concepto de artista popular. Que desde entonces tendió a confundirse con aquel del artista que vende mucho, cuando debería seguir definiendo a aquel creador que, más allá del éxito económico, cristaliza en su obra un signo o una demanda esencial de su tiempo. Si algo brilló por su ausencia en esta década son los artistas nuevos con un ascendiente sobre el público como aquel del que ya gozaban, por ejemplificar mediante la música, Spinetta, García, Páez y Los Redondos, y Osvaldo Soriano (que empatizaba mucho con Favio, dicho sea de paso) en la literatura. Hay gente que todavía vende muchas canciones, libros, entradas y DVDs, pero ninguna que constituya un fenómeno cultural de la resonancia de Favio o los recién mencionados.
Está claro que semejantes artistas no pueden ser concebidos en un laboratorio. Pero eso mismo, lejos de impedir, torna necesaria la reflexión sobre sus procedimientos. Y Favio ofrece muchas pistas al respecto, de las cuales mencionaré aquí sólo dos, igualmente constitutivas de su arte: la picardía y la gracia, dicho esto último en el sentido religioso del término.
Por las circunstancias que le tocaron, y tal vez hasta por su ADN (su padre fue lo que Arlt habría mentado como “un rufián”), Favio creció como un buscavidas. Pudo haber sido un “vago y malentretenido” como Moreira, y hasta un delincuente. Pero el primer peronismo le dio contención, la sensación de que había alguien allí afuera, más allá del núcleo familiar, que velaba por él. (Si alguien encarnó la figura mítica del Padre para Favio, ése fue Perón.) Y el arte le dio dirección y propósito: primero por la vía de su madre, la actriz y guionista Laura Favio, y en segundo término gracias a la guía de Leopoldo Torre Nilsson, que lo dirigió –literalmente, como actor– y fue mentor de su carrera como cineasta. (Torre Nilsson representa otra figura paternal, digna de Dostoievski: el artista excelso que a la vez era un jugador empedernido.) La picardía de Favio, esencial a su descomunal intuición, le sugirió que podía emplear recursos estilísticos que estaban de moda en los ’60: los del Nuevo Cine Argentino alentado por la Nouvelle Vague (aquel de Torre Nilsson, claro, y también de Kohon, Ayala, Antín), para contar historias afines a su mundo personal. Así surgen las tres que abren su filmografía: Crónica de un niño solo (1964), El romance del Aniceto y la Francisca (1966) y El dependiente (1969). Un cine sobre personajes humildes, con una narrativa que no lo es. Películas magníficas de un artista que todavía es cachorro y necesita probarse y probar su inteligencia, deslumbrando más que seduciendo a su público.
El salto cualitativo que lo mueve a la madurez es extracinematográfico: su carrera como cantante. El éxito de su primer LP, Fuiste mía un verano (1968), lo transforma de modo insospechado. Deja de ser un actor conocido y un director de culto. Y se vuelve famoso, sí. Pero algo más ocurre, que excede sus previsiones: al descubrir la voz propia de forma literal (la voz del Favio actor no permitía imaginar aquella otra, tan volcánica, que recién asomaría con el cantante) y enfrentarse cara a cara con un público vasto que lo entendía y amaba, algo debe haberle producido un clic: la sospecha –nuevamente– de que tal vez no fuese obligatorio seguir cantando para muchos y filmando para pocos. Su obra musical merecería revisión aunque más no fuese por esta causa, pero también vale que se la reconsidere per se, y ya no como la Cenicienta del arte de Favio. La muestra de la Casa del Bicentenario, cabe señalar, también la asume como central. Más allá de su ubicuidad en el paisaje sonoro de mi infancia, el tilingo que soy empezó a disfrutarla sólo después de haber asimilado a Gainsbourg y Brel.
El Favio maduro que irrumpe con Moreira adviene, pues, como una consecuencia impensada de su popularidad. Porque, lejos de aprovechar la fama para armar una peli apuntada al éxito seguro (un romance, como pronto lo sería La tregua; o la recreación de un episodio histórico con héroes y villanos clarísimos, a lo Quebracho), Favio sorprende y se despega una vez más del pelotón de cineastas de su tiempo.
En cierto sentido, Juan Moreira supone una extensión natural de su obra: como los protagonistas de la trilogía, Moreira es un tipo oscuro y conflictivo, que no encaja en el corsé del Héroe convencional. (En un tiempo de definiciones políticas en blanco y negro, este matrero de turbias filiaciones encarnaba la pura incorrección.) Pero Favio también toma decisiones tajantes, que separan a Moreira de sus predecesoras. Los protagonistas de la trilogía son siempre iguales a sí mismos, parecen haber venido al mundo así: jodidos. Pero, en Moreira, Favio cuenta el modo preciso en que su personaje se jodió: no era originalmente un gaucho malo, lo hicieron malo. En segundo término, Favio se despide del blanco y negro (deja de mirar, por así decir, en el espectro limitado que registran los perros) y abraza el color humano en su infinita riqueza. Por último modifica el escenario del relato: abandona el realismo sucio y los espacios asfixiantes, y filma el campo abierto en todo su esplendor, como John Ford cuando dotó al Lejano Oeste de dimensión mítica.
Y al acometer esas novedades parece sugerir lo siguiente: que la Argentina de las dictaduras y las proscripciones era ese sitio kafkiano y enrarecido de sus primeras ficciones, mientras que la democracia que advenía (Cámpora asumiría como presidente electo ese mismo 1973) era más bien la hoja en blanco de un horizonte interminable, donde se respira al fin y todo puede ser (re)escrito. Hasta un matrero como Moreira... y como Favio.
Modificado el telón de fondo, el protagonista oscuro y conflictivo que no encaja en ningún lado ya no es necesariamente un condenado. Más bien aspira a ser un hombre libre que, dentro de sus limitaciones, aprovecha el margen obtenido para elegir su destino y actuar en consecuencia. Y para que no quede duda de la importancia que otorga al cambio de paradigma, Favio le arranca a Pocho Leyes y Luis María Serra la banda sonora más celestial del cine argentino. Ya no hay que resignarse a morir en la mugre, retorciéndose como Aniceto; ni como ratas, al igual que Fernández en El dependiente. Aun en el peor de los casos hemos ganado la posibilidad de morir de pie: ¡como Moreira, ahora somos Moreira! Ese es el estado de ánimo que Favio convierte en drama y el público argentino sintoniza al vuelo, respondiendo con fervor.
Además de ayudarlo a vender proyectos que en el papel suenan delirantes, la picardía de Favio es la brújula que garantiza su rumbo: él se sabe igual a su público, y por ende asume que lo que lo hace vibrar, por raro que parezca, conmoverá también al pueblo, si le dan oportunidad de contarlo en condiciones adecuadas. La picardía opera como su antena, que pesca hasta señales que no puede decodificar del todo, pero de las que se hace cargo. (Si alguien duda de su efectividad, que revise Nazareno Cruz y el lobo. En 1975, Favio narra la historia de un inocente –el primero, en términos de sus protagonistas masculinos– que resulta víctima de la intolerancia de la clase patricia y de la complicidad de la sociedad civil. Todo lo joven y bello –Nazareno, su amada Griselda– es masacrado en la película, estrenada un año antes del comienzo de la dictadura. Debo esta interpretación a Ana Amado, que la mencionó durante la preparación de la muestra de la Casa del Bicentenario.)
Es aquí donde entra en juego la gracia. Porque Favio tiene sintonía fina con su público, pero no actúa por cálculo. No le ofrece papilla, ni platos convencionales: le da lo que considera sublime, lo más parecido a un bocatto di cardinale que pueda concebir. Porque cree sinceramente que está respondiendo a la mejor parte de sí mismo, a sus sentimientos más altos, a lo que vive como su conexión con lo divino y con la pureza que pusieron a su alcance tan sólo el arte y el amor. Cuando piensa en Toshiro Mifune para hacer de Moreira, no lo hace por snob sino porque el japonés le comunica ese estoicismo propio del gaucho, que todo lo aguantaba. (Dicho sea de paso: la actuación que finalmente obtuvo de Rodolfo Bebán sigue siendo antológica.) Y cuando usa a Verdi no lo hace para sacar patente de culto sino porque esa música (que le llegó por el aire, tal vez por la radio o mediante otra peli: Verdi no es Stockhausen) le inspiró el mismo sentimiento exaltado que trataba de poner en imágenes. Por eso mezcla lo alto y lo bajo –Verdi y “Soleado” en Nazareno, Eva santificada y chistes guarangos en Gatica– sin complejo alguno. Porque sabe que lo sagrado asoma en todas partes. ¿O no está el hombre, según la Biblia que leía seguido, hecho de aliento divino y también de barro?
Su obra nunca trasunta impostura. Más bien su antítesis: total convicción, y no sólo en los reducidos términos de la operación intelectual. Favio, que había experimentado en carne propia el poder transformador del arte (¿o no habían terminado por salvarlo, a fin de cuentas, las canciones de la abuela Pilar, los radioteatros que escribía mamá, las pelis que veía de colado y hasta los lanzallamas del Parque Japonés?), creía religiosamente que su obra podía tener un efecto similar en el público. ¿Cómo interpretar que filmase Soñar soñar en 1976, si no como un intento de contagiar ternura en un tiempo salvaje, con la esperanza –diría franciscana, en términos del de Asís– de persuadir a los lobos verdaderos de frenar la represión? ¿Cómo explicar, más que a través de su contagiosa fe, que haya cosechado un arte tan prodigioso de sus colaboradores? (Empezando por el principal, su hermano y guionista, Zuhair Jury, y siguiendo con tantos otros, algunos de los cuales colaboran en la muestra: Claudio Capellini y Andrés Echeveste, por ejemplo.) ¿Cómo entender, si no, que el mote de cineasta excelso de la Argentina le vaya mal de sisa a tanto intelectual orgánico, tanto niño bien, y en cambio le quede pintado al morochito que jugaba en bolas junto al río?
(Si hablásemos de un artista de origen humilde nacido en Estados Unidos, diríamos que se trata de la encarnación del Sueño Americano. Habría que preguntarse a qué sueño responde, aquí, que aun en medio de tanta traición y de tanta muerte haya podido el Chiquito Jury convertirse en Favio.)
Arranqué diciendo que el hombre Favio ya no estaba. Y que revisar su obra era necesario, para justipreciar su aporte a la cultura argentina. Créanlo: repasar nuestra historia desde el ’45 a través de Favio es revelador, porque visibiliza conexiones que las fieras ocultaron siempre, con denuedo que desnuda sus miedos. Ahora quiero decir, también, que su ausencia grita que la sillita reservada para el Artista Popular Argentino –cierta academia no lo pondría con mayúsculas, pero, ¿por qué deberíamos nosotros privarnos del gusto?– está vacante. Y que si los aspirantes presentes y futuros se lo toman en serio, no encontrarán mejor inspiración para iniciar la aventura que la vida y obra de Leonardo Favio. Un hombre que supo ser humilde (tal vez porque se temía un artista menor, un trabajador de varieté siempre a tiro del hambre, como el Rulo de Soñar soñar) y al mismo tiempo era consciente de que, cuando ponía un sentimiento en escena, el efecto que producía en los otros tenía la fuerza del rayo... y duraba lo que el Olimpo.
El estado de gracia que transmiten sus pelis es consecuencia, en buena medida, de que nunca se tragó del todo la Teoría del Autor. Habría que decir, en todo caso, que el suyo es un Cine de (Co)Autor. Porque aunque no minimizaba su rol, se sabía vehículo de algo que imaginaba más grande y mejor que él mismo, una esencia inefable que se puede nombrar de mil modos: Dios, la energía indómita de la vida, la voz del pueblo. Nunca lo dijo con todas las letras, pero todo indica que creía seriamente que su patria era el Otro. Nazareno lo prueba: Favio tenía tanta fe en el hombre, que no le daba miedo apiadarse del Diablo.
Puede que ella, la de la canción, lo haya olvidado. Pero nosotros no.
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