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Domingo, 30 de marzo de 2014

UNA LITERATURA DE LA INCLUSIÓN

 Por Marcelo Figueras

Cuando se explica el boom –aquel fenómeno por cuya vara se nos sigue midiendo–, suelen traspapelarse las razones geopolíticas. Es un error porque, más allá de su excelencia, a la hora de escribir los autores del boom se sabían amparados, o mejor: contenidos por Latinoamérica. Que estaba lanzada entonces a una aventura mayúscula, de Sur a Norte y de un océano a otro, en el terreno de lo político y social.

Hoy, Latinoamérica vive otro boom, embellecido por la calidad de sus democracias. (Que aunque cenicientas son buenas, en especial cuando se las compara con sus hermanastras del Hemisferio Norte.) Este debería ser un momento ideal, pues, para el surgimiento de fenómenos culturales que trasciendan fronteras. Pero los procesos históricos nunca se repiten del mismo modo. Y lo que al contemplar el ayer parece fácil, no tiene por qué serlo ahora, en la ausencia de los puentes que el neoliberalismo voló en los ’90: las editoriales nacionales enajenadas, la TV regalada a quienes privilegian el lucro a la democracia, la exhibición cinematográfica postrada ante el capital extranjero. Puertas afuera nos va bien, en tanto produzcamos obras que no compitan con las del primer mundo, sometidos a lo que funciona como la División Internacional del Trabajo Intelectual. El papel que nos encajaron allí, sin siquiera consultarnos, es el de guapo arrabalero, condenado a la periferia de la narrativa “universal”.

Y sin embargo, desde el lugar privilegiado que me tocó (parte de la delegación invitada al Salón del Libro de París), sentí que la literatura argentina se colaba por las grietas de las limitaciones fácticas. No sólo por la vitalidad que exhibieron las editoriales independientes, cuyos autores –por ejemplo, Selva Almada– estuvieron entre los más solicitados. Me deslumbraron, ante todo, la estatura y el aplomo de nuestros escritores. Y no me refiero sólo a sus méritos artísticos, que estaban claros desde antes, sino a una dimensión extra que no suele brillar en sus manifestaciones públicas, y menos aún cuando son colectivas.

En los ’70, la mayoría de los autores del boom se sentía parte de un mismo proyecto político. (Que, además, estaba de moda.) Eso explica por qué tantas obras comparten procedimientos y pueden ser enhebradas con el hilo de un (sub)género único: el realismo mágico. Pero en el siglo XXI, el proyecto político es más amplio. Sin ismos a la vista, construimos democracias que cimentan las instituciones, combaten la exclusión sociocultural y defienden el derecho a disentir. (¡Somos una isla en el mundo, con el río Bravo por límite boreal!) En consecuencia, la literatura latinoamericana no admite constricciones formales, ni se limita a una única constelación de autores. Lo nuestro es la diversidad absoluta. (Una más radical, incluso, que aquella practicada fronteras adentro por los países que admiramos en lo cultural.) Y por eso el fenómeno no puede ser reducido a un grupete de estrellas. En términos todavía astronómicos, estamos más cerca de constituir un nuevo sistema solar.

Y la delegación argentina, aunque imperfecta como todo recorte de la realidad, fue estupenda en su representación de esta singularidad. Allí entraron la experimentación de Tabarovsky y los géneros con los que juega Sasturain; los extraños cuentos de Schweblin, las novelas brutales de Saccomanno y la poesía de Diana Bellessi; el rigor de Kohan y Vitagliano, y las tangentes por las que fuga la también cineasta Lucía Puenzo; las soledades de la narrativa de Coelho y las familias de Brizuela; la saga de Bodoc y los relatos asfixiantes de Consiglio. Y los homenajes fueron rendidos a la narrativa gráfica más popular –Quino, Oesterheld– tanto como a la exquisitez de Saer.

Nuestra narrativa se niega a ser jibarizada. Es irreductible: no hocica ante los gustos del público conservador, no baja la guardia ante una crítica pobre en ideas y goza desconcertando a la Academia. Le guste o no, es una literatura de la inclusión: porque reivindica su derecho a contenerlo todo, incluso aquello que no le ha pedido asilo. Exhibe una energía incómoda, cuando debería oler a últimos óleos. Y es consciente de su dimensión política, en la acepción original del término: como ágora dentro de la cual toda voz puede y debe ser oída, un territorio que sólo excluye la violencia porque siempre es funcional al Poder. Al igual que el boom, es como es por sus autores, pero también porque prosperó en un ambiente de máxima libertad. Y por eso constituye un testimonio de los méritos de la Argentina actual. La narrativa de hoy (perdón por el símil, si ofende a alguno) es como el peronismo: a ojos del extranjero es un fenómeno caótico e inexplicable, pero a la vez tiene más vidas que un gato y nunca deja de ser interesante.

Yo fui testigo, en París, de la seducción que producía nuestra variedad infinita; y comprobé que por lo general sobrevivíamos al escrutinio. Créame, lector, cuando digo que, en términos existenciales, los escritores somos mamíferos muy pequeños. ¡Más chiquitos que musarañas! Y en nuestra pequeñez, los que pisamos París no podíamos ser más diferentes: en ideologías y estéticas, en experiencia y género, en fobias y gustos. Por eso mismo, el espectáculo de tantos artistas actuando como si lo que une fuese mejor que lo que separa supuso, en sí mismo, una buena noticia. Allí se depusieron las rencillas (que las había, e históricas) y primó el re-conocimiento del Otro. Aun cuando está de moda el disenso y hasta el look enragé, se aceptó que los parapolíticos berlusconianos (esos que apocopan tu nombre y hablan por “la gente”, pero trabajan para que vuelva el autoritarismo) representan un abismo al que no hay que asomarse. Y aquellos que, con tal de ensuciar a un gobierno, torpedearon a diario lo que era una plataforma para nuestra cultura, perdieron en París todo su poder, como en un cuento de Perrault.

Esta vez –esta rara vez– estuvimos a la altura de la Historia.

Siempre sentí orgullo de ser escritor. Pero es la primera vez que me enorgullece ser uno entre tantos narradores de la Argentina de hoy.

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