Domingo, 30 de marzo de 2014 | Hoy
Fotografía La nueva temporada de la Fotogalería del Teatro San Martín se inaugura con una muestra del fotoperiodista Martín Felipe. En Los días y las noches puede verse el resultado de un viaje solitario e iniciático que realizó entre 2005 y 2006 desde Salta a Lima, atravesando Bolivia. Paisajes desolados y abismales, casi sin presencia humana, en los que la naturaleza devuelve una imagen espejada, de claroscuros, del verdadero viaje existencial.
Por Angel Berlanga
Es una piedra enorme que está en el centro de la foto. A su alrededor, cerca, también en el suelo, hay unos cuantos pedruscos, y sin embargo quien mira siente la soledad de la roca grande, anónima, perdida. Hay una niebla, de fondo, configurada en los caprichos de la luz y de las sombras, que también juegan sus formas en el piso árido y el bloque monolítico. La vida, ahí, está del otro lado, de éste: en Martín Felipe, el fotógrafo que ofrece esta imagen. Un ejercicio: se baja del subte atiborrado, se camina la avenida Corrientes, se atraviesa el hall del Centro Cultural San Martín y, ya en el remanso castigado de su Fotogalería (bautizada ahora Banco Ciudad), se para uno frente a esta foto. La vida del lado del que mire, entonces, y la piedra que acaso esboce las preguntas de un espejo milenario.
Los días y las noches es el título que eligió este fotógrafo nacido en Buenos Aires en 1977 para su primera muestra individual, que abre además la temporada anual del espacio que dirige Juan Travnik. La piedra está entre una veintena de fotos que componen una serie decantada de un viaje de ocho meses que hizo entre 2005 y 2006 solo, en una moto de 90 de cilindrada, con la que partió desde la ciudad de Salta, atravesó Bolivia y llegó hasta Lima. “Entré en una especie de misticismo –dice Felipe–, de andar durante el día y de parar al costado del camino cuando empezaba a irse la luz, y de pasar a veces la noche solo, con un fuego, en ese estado de poca relación social.” Imágenes nocturnas: las líneas de un sauce, en una foto que hace pensar en la xilografía, una de las técnicas de reproducción gráfica más antiguas, o un caballo solitario en cercanías de Humahuaca, atado, en una oscuridad alterada por una luz que apenas revela su perfil y unos trazos de vegetación rota a sus pies. Cuenta Felipe que fue tomando las fotografías cuando lo que tenía enfrente (o adentro) lo impulsaba, que no proyectó situaciones a la espera de luces o escenas específicas. “Cero planificación de nada –rememora–. Terminé descartando el bidón de nafta de repuesto que llevaba, y hasta la carpa. Tenía mi viandita, no estaba tan loco, pero fue como romper todas las estructuras. A veces me digo ‘uh, mirá lo que me perdí por no haber planificado...’. Pero no importa: esto es lo que necesitaba hacer, y no reniego.”
Ese estado de ruptura aparece, por ejemplo, en la historia de algunas de las fotos: la de la planta silvestre que, alumbrada nítidamente por el sol, carga de lado unos trazos de hielo. “Estaba en Cachi y quería encarar la Cuesta del Obispo, pero se veía que arriba era un desastre –recuerda Felipe–. Me decían: ‘No, no vayas, que está nevando’. Y yo dije: ‘¡Mejor!’ Esa cosa de locos, de decir ‘yo salgo igual’, de ir solo contra el mundo. Y de repente se abrió el cielo. No era nieve, había habido una helada grande, con viento muy fuerte, por eso quedó el hielo de un solo lado, pegado a las ramitas y a las flores.” En la mayoría de las fotos de la serie no hay presencia humana (y esto convoca a preguntarse por quién tomó las imágenes): un sol que cae, contornea las montañas, marca el camino; vastos paisajes grises, con ondulaciones rocosas, desérticas; la selva salteña, un callejón de tunas. En las contadas veces en que aparece el hombre, su presencia es fantasmal, sin cara: un trabajador de espaldas en la penumbra de una mina de plata en Potosí; una silueta pequeña entre el vapor de los géiser de San Pedro de Atacama, en la puna chilena; el torso casi monstruoso de alguien que parece limpiar un parabrisas y lleva clavados los ojos de un espejo retrovisor. “Yo tenía la fantasía del viaje, de irme hasta México –dice Felipe–. Pero resultó otra cosa, no puedo decir que lo disfruté. Por momentos sí, andaba viajando por las alturas, en moto, alucinado, pero luego llegaba la noche, y solo, ahí... Había que ponerle el pecho. Fue muy tortuoso. Y fue también un proceso de dejar muchísimos miedos atrás. Como si me hubiese sacado sacos y camperas de encima. Una limpieza. El viaje me hizo ver la sociedad, el lugar que yo ocupaba, y cuestionarme. Salir un poco, preguntarme qué había estado haciendo, qué haría de ahí en adelante. Fue alejarme para poder ver mejor y volver con otros aires. Un gran aprendizaje, pero fue durísimo.”
Felipe es fotoperiodista y ha trabajado para diversas revistas (Crisis, Trespuntos, Rolling Stone, Latido, entre otras). Trabaja, actualmente, como laboratorista profesional en blanco y negro, y para una agencia. Las imágenes de Los días y las noches fueron tomadas con una cámara analógica: sigue encantado con el proceso de revelado, dice. Parte de su formación tiene que ver con los talleres que coordina Adriana Lestido, y con eso se relaciona la otra serie, más acotada, que forma parte de la muestra: se trata de un ensayo de sesgo intimista que se centra en Rubén, un veinteañero portador de VIH, al que fotografió durante dos años. “Fue mi primer trabajo a fondo –dice Felipe–. Yo tenía veinte y me proponía hacer algo fuerte, comprometido, que no estuviera sólo atravesado por la cuestión poética. De cara al taller de Adriana, y en busca de un tema para desarrollar, iba al hospital Muñiz; ahí un día me lo presentaron, le conté del proyecto, le propuse hacer fotos. En mi adolescencia, a comienzos de los ’90, el VIH daba mucho miedo, se veía como una condena; sigue siendo grave, pero hoy ya no se lo percibe tan así. Bueno, pegué re onda con Rubén, me abrí y él se abrió, conocí a su familia... No digo que vivía ahí con ellos, pero hubo una fusión fuerte. En el marco de los talleres hay un enfrentamiento con lo que no te gusta, y acá estaba la perspectiva de poder ver con los ojos del otro, de poder entender su situación sin condenar, aprender a no condenar.”
La imagen de Rubén jugueteando con su beba, Camila, o la risa de su chica, Laura, no atenúan la tristeza, la pesadumbre que campea en esta serie. Felipe lo retrató en la intimidad de su cuarto, en un boliche, en el hospital, en la salida de servicio del edificio de la Avenida del Libertador, donde su padre trabajaba de portero, donde vivían. “A los veinte, viste, salís a comerte el mundo –dice Felipe–. Pero si te encontrás con un tema así, tan profundo, no lo podés hacer de otra manera. No me podía permitir hacerlo de otra manera que no fuera involucrándome sentimentalmente, o lo que fuera.”
Cuenta Felipe que las fotos de esta serie eran una cuenta pendiente personal, porque hasta ahora no había querido que fueran parte de una muestra: que Rubén no sobreviviera a la enfermedad lo llevó a preguntarse por el sentido de eso. “Creo que estas fotos hablan de la tristeza y de la soledad, del drama del enfrentamiento con la muerte”, sostiene. La intensidad al involucrarse: eso tienen en común las dos series. Y representaron, ambas, transformaciones rotundas en él, dice. “Me largo a hablar de las fotos del viaje porque siento que son las que más me representan hoy, son imágenes que siento más propias y representativas de mi búsqueda actual con la fotografía”, explica. “Me acuerdo que cuando volví a Buenos Aires me asombraba del miedo que sentía en la ciudad –agrega–. Un miedo bien característico de acá, que no vi en ninguna otra ciudad de Latinoamérica.”
Esto ya termina y hay que salir a Corrientes, acaso al subte. En aquella piedra inicial, entre las luces y las sombras, puede verse el perfil de una vieja cabeza humana, abierta.
Los días y las noches Martín Felipe Fotogalería del Teatro General San Martín, Corrientes 1530. Hasta el 4 de mayo Entrada libre y gratuita
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