Domingo, 30 de marzo de 2014 | Hoy
Entrevista Su nombre, su apellido, su literatura y su abuela, Marta Rivas González, a la que acaba de dedicarle un libro, son parte de la historia de Chile. Y de su literatura. Rafael Gumucio se llama igual que su abuelo, un político de la Democracia Cristiana que abandonó a su clase para pasarse del lado de Salvador Allende. De visita en Buenos Aires, habla de los últimos años de la transición a la democracia, de la influencia de Roberto Bolaño en su generación, y de su abuela, una dama de la alta sociedad, íntima de José Donoso.
Por Martín Pérez
“Ahora que los de mi generación están descubriendo a sus padres, yo voy un paso adelante”, se ríe el chileno Rafael Gumucio, revolviendo su café en un bar italiano del barrio de Palermo, en la mañana del día en que cruzó la cordillera para presentar su libro en Buenos Aires. Personaje tan inclasificable como el volumen que se editó a fines del año pasado en Santiago, Chile, pero que acaba de distribuirse en las librerías porteñas, Gumucio saca pecho y al mismo tiempo se burla de sí mismo al agregar que si todos –y en ese todos incluye a Alejandro Zambra, cinco años más joven que él– están inmersos en la narrativa de los hijos, él ya está en la narrativa de los nietos.
Algo que se hace evidente desde el mismísimo título –Mi abuela, Marta Rivas González– de un volumen encantador y nostálgico, en el que en realidad cuenta la misma historia que ha contado siempre en sus mejores libros: su historia y la de su familia. “Bueno, escribí antes sobre mi infancia porque no la pasé en cualquier lado, sino en París”, intenta justificarse mientras, sin darse cuenta, se vuelca encima del traje un vaso de agua tónica. Antihéroe perfecto aun cuando está dando una entrevista, Rafael Gumucio es el último de una larga saga de antecesores con el mismo apellido y nombre, todos ellos profundamente entrecruzados con la historia política de Chile. Una tradición que se confiesa feliz de abandonar, ya que sólo tiene dos hijas, y que supo traicionar al desdeñar la política –su primo apenas tres años menor, Marco Enríquez-Ominami Gumucio, terminó cumpliendo ese destino– para dedicarse a la literatura y el periodismo.
“Pero como el tiempo es circular, me terminé convirtiendo en columnista político”, cuenta el nieto del político con su mismo nombre y apellido, que abandonó la Democracia Cristiana para apoyar a Allende, traicionando así a su clase. “Así fue como terminé entendiendo a un abuelo con el que siempre estuve peleado. Porque todo discurso revolucionario siempre me sonó fascista, y siempre detesté al Che y al final terminé respetando más a Castro, porque demostró ser más político. Mi abuelo por entonces se burlaba de mí, diciendo que yo era una anarquista de derecha. Pero ahora creo entender las reformas que pretendió hacer. Porque soy parte de una generación que supuestamente lo consiguió todo, pero seguimos parados sobre el mismo volcán de desigualdades, desconfianza y odio, y no hemos hecho nada para cambiar eso”, asegura el Gumucio escritor y periodista, humorista televisivo, columnista de El Mercurio –el diario que ayudó a echar a su familia al exilio– pero también fundador de The Clinic, el semanario político, humorístico y popular que más y mejor retrató al último Pinochet hasta que estuvo bien enterrado. Y ahora autor de un libro entrañable, con el que supuestamente debería haber hecho las paces con la memoria de su abuela, pero ha terminado enterrándola.
“No me reconcilié con ella, sino que la maté –explica–. Pero cuando murió, hace unos años, yo no quería que muriera. De hecho, antes de la salida del libro estrené en Chile una obra de teatro sobre ella, donde me sentí como James Stewart ante Kim Novak, en Vértigo. Fue algo monstruoso, porque la había resucitado. Así que finalmente este libro logró terminar con ese pacto. Fue como si le hubiese dicho: ‘Usted está muerta y yo estoy vivo: éste es mi libro, escribo sobre mí, no sobre usted’. Y ahí fue que se murió”, asegura Gumucio, que habla veloz y arrebatado, arranca y se detiene, duda, repite, vuelve a comenzar. Algo que no sucede en el libro, donde su prosa es cuidada, dando vueltas una y otra vez deliciosa y melancólicamente alrededor de los recuerdos de un niño que hará todo para ganarse el amor de su abuela. Y ese todo, en su caso, debe llamarse literatura.
Aunque se sienta cercano dentro de la escena literaria chilena a la generación de Alejandro Zambra –después de todo, escribió antes que ellos en “yo menor”, tal como él mismo describe su estilo–, Rafael Gumucio pertenece a una anterior, la de la Nueva Narrativa Chilena, la que asomó en la larga transición chilena, durante los ’90. “En realidad, me siento un poco huérfano. Porque por una cuestión no sólo de edad, sino también de gustos y estilo, me corresponde un lugar al lado de Zambra o Alejandra Costamagna. Pero como arranqué muy temprano, conviví con la generación anterior, la de Arturo Fontaine y Alberto Fuguet”, explica, nombrando autores conocidos en Argentina al haber sido publicados por entonces en la colección Biblioteca del Sur, de Planeta. “Pero mi contribución allí era contestataria: no me sentía parte, una incomodidad que compartíamos con Alberto. Por mucho tiempo estuvimos solos. Después llegó Bolaño y todo se ordenó.”
La contundencia de la frase sorprende, y ante la repregunta, Gumucio se encoge de hombros, mientras intenta comer un tostado. Antes de Bolaño, cuenta, por un lado estaba el reino de Donoso y los donositos. Por el otro, Diamela Eltit y las diamelitas. “Y también estaba Fuguet, que representaba a la Zona de Contacto, el suplemento juvenil de El Mercurio, y yo que me juntaba con Roberto Merino y el Pato Fernández.” Según el relato divertido de Gumucio, casi un monólogo de stand up, el nuevo orden de Bolaño echó abajo a los donositos y las diamelitas, y puso el foco sobre Enrique Lihn. “Bolaño empezó a hablar de los mismos temas que hablábamos nosotros, pero sin nombrarnos –resume–. Nos pasó por alto, pero instaló ese mismo mundo. Y después, claro, llegaron los jóvenes.” Pero si Gumucio se siente huérfano –en realidad, reconoce en Lihn a un maestro al que nunca conoció– es porque, además de haber remado durante tanto tiempo solo junto a Fuguet (“él más que yo, por supuesto”, aclara), se dedicó decididamente a los medios.
“Siempre quise ser escritor, aunque para mí eso significaba ser un escritor francés”, ironiza, al tiempo que señala que hacia el periodismo lo guió gente que conoció de muy joven, y que acertó con el consejo. “El traje me quedaba casi a medida”, asegura Gumucio, que para más de una generación de chilenos es el Padre Buena Onda, uno de los personajes que realizó para Plan Z, un programa humorístico televisivo hoy mítico, algo así como un Cha Cha Cha chileno. “También hice de O’Higgins, en un sketch que lo presentaba como el típico chileno sumiso, siempre queriendo complacer los deseos de San Martín”, recuerda. Incluso llegó a encarnar a Allende en un especial que contaba su vida desfachatadamente, tal como lo haría la derecha chilena. Ese era justamente el chiste, pero a nadie le importó. “La derecha se enojó porque se dio cuenta de que nos burlábamos de ella, pero la izquierda también se enojó, porque no entendió el chiste. Tuve que reunirme con su viuda para intentar explicarle lo que habíamos querido hacer, y asegurarle que nunca quisimos ofender su memoria.”
El amplio arco del recorrido laboral de Gumucio, que comienza en la Zona de Contacto en El Mercurio hasta terminar en el decididamente antipinochetista The Clinic, pasando por el exitoso Plan Z en el Canal 2 de la Democracia Cristiana, es un peregrinaje al que se podría denominar como generacional. “Como toda generación de transición, gozamos de un cheque en blanco permanente”, asume Gumucio, que calcula que lo que los terminó ubicando en un lugar protagónico fue el olvido, la decisión de la generación gobernante de dejar de lado a la que luchó contra la dictadura en pos de una transición ordenada. “Por eso, cuando gobernaron los de 60, en vez darles un lugar a los que tenían 40, nos lo dieron a los chicos de 20. Y lo que nosotros queríamos era Carver, Easton Ellis y Bukowski, no Allende ni García Márquez.” También, concede Gumucio, se puede leer ese cambio de guardia de una manera ferozmente crítica, e imaginar un plan maquiavélico de El Mercurio, buscando una generación joven que instalara culturalmente una vía norteamericana que ya se había instalado política y económicamente. “Pero esa cultura norteamericana era también la de la libertad, la del desparpajo. Así que, de ser así, al final todo terminó siendo un suicidio para El Mercurio. Porque arrancamos en Miami para mudarnos a la Costa Oeste, pero terminamos en la Costa Este, cerca de la izquierda norteamericana.” Además, agrega Gumucio, está muy bien Carver y Bukowski cuando uno tiene 20 años. Pero la edad que él acusa, calcula, comienza ser ideal para leer a Proust, Chejov y Tolstoi. Y ahí es cuando se vuelve a sentir cerca de su abuela. “Ahora veo los títulos de editoriales como La Bestia Equilátera, y son todos los libros que están juntando polvo en la biblioteca de ella.”
Antes de enfrentarse cara a cara con su abuela en el libro que acaba de editar, Gumucio ya la había evocado en Memorias prematuras (1999), el entrañable volumen en el que recuerda su infancia como niño hijo de exiliados en París. Allí, Marta Rivas González había ocupado apenas unas líneas aquí y allá, que ella misma se ocupó de borronear en el ejemplar que estaba en su casa, para que sus empleadas no pudiesen leerlo. Consiguió un capítulo propio en Los platos rotos (2004), la versión Gumucio de la historia de Chile, en donde la abuela contaba su propia versión de esa historia en primera persona, un texto que fue la base para la obra de teatro La grabación (2013). Personaje público desopilante, entrevistada serial de los estudiantes de periodismo, su abuela Marta no se le apareció a Gumucio tan graciosa como a los demás cuando empezó a escribir su libro. “Las cosas que recordaba graciosas cuando las hacía ella, no me salían graciosas al escribirlas –explica Gumucio–. Por eso me demoré tanto en publicarlo, pensé que sería una decepción para los que esperaban a la Marta y sus ocurrencias. Porque a mí me salió un personaje trágico y solitario. Y la única solución que encontré fue incluirme en ese retrato. Anteayer me encontré con una señora de 85 años, amiga de mi abuela, que me dijo que había comprado el libro esperando encontrarla a ella, y que en cambio me había encontrado a mí.”
Escrito en capítulos cortos, que van llevando la historia de París, donde arranca la relación del protagonista con su abuela, hasta el regreso a Santiago, Mi abuela, Marta Rivas González es un libro proustiano en el mejor sentido del término, lleno de magdalenas y de cruces históricos. “A mi abuela yo tuve que conquistarla, ella representaba para mí la literatura y la aristocracia, en el mejor y peor sentido del término. Pero después de haber conseguido mi objetivo, empecé a refregarme todas las heridas que había recibido en el camino”, explica Gumucio, que pone en boca de su abuela toda clase de infidencias, que él asegura que ella repetía sin prejuicios, sin guardar ni un secreto. Como la vez que su amigo Donoso la invitó a ver una película, y la llevó a un cine de los suburbios, donde le pidió que ella buscase a un acomodador. Donoso se fue con él, y ella debió ver sola la película. “Como mi abuela sabía el secreto de Donoso, él no quiso que yo fuera a su taller literario, porque sospechaba que yo no era confiable –recuerda–. Pero yo tampoco quería ir, porque para mí Donoso era mi abuela con barba. Eran amigos, pero ella nunca le perdonó su homosexualidad ni su cursilería.”
Cuenta Gumucio que recién cuando murió su abuela pudo leer de verdad a Donoso y, para su asombro y maravilla, descubrió que lo que a su abuela le molestaba era otra cosa, para ella mucho más grave. “Lo que le molestó era lo bueno que tenía Donoso: que era un escritor muy valiente, capaz de desnudar los tejidos de su clase. Una valentía que a mi abuela le molestaba. Y descubrirlo fue uno de los motores del libro. Porque si bien mi abuela quería que yo fuese escritor, sabía que serlo significaba romper con una cantidad de pactos con los que ella nunca rompió. Mi abuela era una señora que se casó una sola vez, partidaria de que la gente no se divorcie, y que consideraba que las clases sociales tienen su razón de ser. Era una señora conservadora, sólo que inteligente, cuando los conservadores suelen ser generalmente tontos, y están de acuerdo con las cosas porque así deben ser. Mi abuela no. Ella tenía sus razones, y se las contaba a todo el que quisiera escucharlas. Y a los que no, también.”
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