Domingo, 24 de agosto de 2014 | Hoy
MUSICA Agustín Fuertes y Ariel Varnerín transitaron biografías parecidas hasta que la vida y el tango los cruzó y los convirtió en algo que hace mucho no sucedía: inspirados en la dupla de Carlos Dante y Julio Martel, muy popular en los años ’40 y luego muy olvidada, ellos mismos se volvieron un dúo, hace ya once años interpretan los temas de aquellos otros dos cantores legendarios y acaban de editar Uno y uno, su segundo disco. Dos historias singulares, mucha noche y trajes a lo Mad Men: uno más uno, dupla.
Por Mariano del Mazo
El tránsito que va de una tradición olvidada a un mohín irónico puede estar congestionado de malentendidos o, por el contrario, fluir con naturalidad. Hubo un tiempo en que las duplas de cantores con guitarras era una de las expresiones más bellas de la música criolla. Con la matriz de Gardel-Razzano y Magaldi-Noda, los años de oro cristalizaron duplas históricas y maravillosas. Las más notables y prestigiosas fueron tal vez las de los cantores de Aníbal Troilo: hay instantes extraordinarios de Goyeneche con Rufino (“Quiero huir de mí”), Marino con Floreal Ruiz (“Palomita blanca”), Rivero con Calderón (“Miriñaque”), Casal con Berón (“Vuelve la serenata”) y tantos más. Casi todas las orquestas dejaban un lugar para el lucimiento de una dupla. La más entrañable y a su vez más liviana, casi con la impronta de un cándido folletín, fue la de Carlos Dante y Julio Martel con la orquesta dirigida por Alfredo De Angelis. Subestimada por el relato oficial del tango pero adorada por milongueros, la orquesta motorizó en radio el Glostora Tango Club y fue tan popular que hasta animaba las calesitas de los años ’40. Es más: recibió para la posteridad el mote peyorativo de “orquesta de calesita”.
Hace ya once años Agustín Fuertes y Ariel Varnerín se zambulleron en el perfume anacrónico de las voces de Dante y Martel, y en este caso la tradición fluye como un río fresco: hace dos meses editaron su segundo disco, Uno y uno, en el que lograron definir un concepto artístico complejo en su aparente sencillez y, mucho más, en su leve sarcasmo. En el medio, la historia en paralelo de dos treintañeros de carácter que atravesaron drogas, divorcios y bandas punk, que hoy transitan las madrugadas con sus guitarras siempre templadas para la recalada, que alquilan autos en Europa para recorrer por ejemplo 10.000 kilómetros en meses de gira ininterrumpida como beatniks criollos y que tuvieron su revelación íntima, mística y tanguera una noche en el club Sunderland, el templo milonguero de Villa Urquiza.
“Todo se va desarrollando por causas azarosas. Que una mina te dejó, que te chocaste con tal persona. Es raro”, dice Fuertes, clase 77, voz y guitarrón del dúo. “Los dos en un momento estábamos perdidos”, acota Varnerín, voz y guitarra, dos años mayor. Respectivamente “Pucherito de gallina” por Edmundo Rivero y “Naranjo en flor” por Roberto Goyeneche torcieron sus rutinas de rockeros abúlicos y aficionados. En el caso de Fuertes, tuvieron que ver las inquietudes musicales de Juan Carlos Kusnetzoff, el sexólogo estrella de la radiofonía argentina. “Mi vieja está en pareja con él desde hace mucho tiempo. A Juan Carlos le gusta mucho la música. Yo pispeaba todo lo que tenía, sobre todo los discos de jazz. Un día empezó a llegar a casa una colección de tango de la revista Noticias. Me acuerdo perfectamente el track 5 del primer envío: ‘Pucherito de gallina’, por Edmundo Rivero con guitarras. Enloquecí. Coincidió con que yo había sufrido el primer desengaño amoroso: mi novia me había dejado y estaba partido al medio. A los dos días había sacado con mi guitarra ese tema, y me puse a escuchar todo lo que tenía que ver con la guitarra: Gardel, Corsini. Me armé un compilado en casete con los discos de Noticias: grababa sólo los tangos que venían con guitarras. Laburaba de repartidor de productos farmacéuticos e iba en el auto escuchando y aprendiendo esos repertorios.”
Agustín Fuertes había liderado bandas punk y de rock en la adolescencia. Después integró Salsipuedes, un grupo que trajinó varios escenarios y que hasta fue elogiado por Tom Zé. Ahí tocaba Nicolás Villamil, hermano de Soledad Villamil. “Vía Nico fui a ver Recuerdos son recuerdos y Glorias porteñas, y conocí a Pompeyo Audivert, a Silvio Cattáneo, a Brian Chambouleyron. Me atrajo la cosa criolla y me puse a estudiar guitarra. Paralelamente me interesaba la computación, específicamente los sistemas de software aplicados a la producción musical. Me anoté en la Universidad de Quilmes para estudiar música electroacústica. Estaba perdido. ¡Y justo me deja mi mina! Escribí mi primer tango, que empezaba: ‘Tu partida me dejó acorralado...’.”
EL OTRO, EL MISMO
La historia de Ariel Varnerín tiene puntos en común, y también sus matices. Rocker del conurbano, del triángulo Martelli-Munro-Florida, formó bandas con sus compañeros del colegio Ceferino Namuncurá y andaba por la avenida Mitre, entre los negocios de segunda selección de jeans Kansas y Robert Lewis, con su guitarra eléctrica, sus remeras negras con estampado de Los Ramones y The Clash y las All Stars reglamentarias, también negras. Era hijo de un fetichista del vinilo. “Mi viejo tenía tres mil discos, doble bandeja. Toda la bola. Música de los ’70 y ’80, como Supertramp, Rush, Bee Gees y clásica, folklore y tango. Yo despreciaba el tango. Mi viejo ponía Grandes Valores, y yo se lo cambiaba a Brigada A. Como Agustín, cuando terminé el secundario estaba perdido. Yo pensaba: ¿cómo me voy a ganar un mango en este mundo de mierda? Y me metí a trabajar en el Banco Galicia. Un error total. Un día, jugando a la pelota, me lesioné y tuve que estar 50 días en cama. Ahí me puse a reflexionar sobre mi crisis. Y me dije: yo quiero hacer música. A través de alguien del banco me contacté con Daniel Seminario, que tocaba con Leonardo Favio. Tomé clases con él, me enseñó ‘Naranjo en flor’ y flasheé, mal. Me inscribí en el Conservatorio Manuel de Falla y no paré.”
En la segunda mitad de los ’90 Buenos Aires estallaba en tango. Era un under que crecía año a año; crecía y se visibilizaba. Las milongas fueron pobladas de zapatillas, los veteranos les enseñaban los yeites del baile a chicas y muchachos y ocurrían fenómenos acotados pero significativos como el de Luis Cardei y su pasaje de la periferia al Centro, las lujosas noches de El Club del Vino con el Quinteto Real y Nelly Omar y una escena subterránea que se agitaba con futuras figuras como Lidia Borda y el Cardenal Domínguez. El tango hacía furor en el Conservatorio Manuel de Falla y, especialmente, en la Escuela de Música Popular de Avellaneda: el huevo de la serpiente de, por caso, la Orquesta Típica Fernández Fierro. En el Falla, Fuertes y Varnerín se cruzaron y empezaron a pensar un concepto, a buscar una idea. Cómo dice la canción, discutían “qué tango hay que cantar”. Y hallaron lo que hoy se puede definir como “El último retro”.
VOLVER A LAS DUPLAS
A partir del repliegue del género –digamos... hace 60 años– el tango siempre estuvo volviendo: volvió por supuesto a los años ’40 pero también a los ’20 y ’30, volvió a la renovación de los ’60, a lo guitarrístico, a las típicas, a los cantores de voz caudalosa, a los cantores de voz pequeña, a Piazzolla, al post Piazzolla... Pero nadie había vuelto a las duplas de cantores. Como dice Ignacio Varchausky, productor de Uno y uno: “La sonoridad creada por la melodía cantada a dos voces con acompañamiento de guitarras es una de las más tradicionales y a la vez una de las menos frecuentadas. Podría agregar que es también una de las más tristemente olvidadas”.
Conmueve escuchar el primer disco del dúo, recorriendo temas que fueron clásicos de Dante-Martel como “Pregonera” y “Pastora”. Pero es recién en este segundo disco cuando lograron el empaste exacto de sus voces y un tratamiento guitarrístico más personal. En aquel debut de 2007 habían delegado lo musical a un cuarteto de guitarras arreglado por Horacio Avilano; ahora ellos mismos se hacen cargo de la guitarra y el guitarrón. “Tuvimos que pelar. Al principio nos costó, pero quedó bien”, dicen. Y es cierto: se advierte el crecimiento de un disco a otro. Entre tangos, milongas y valses y hasta un bolero (“Mucho corazón”), se lucen en armonizaciones que realzan el romanticismo de “Sueño azul” (Zerrillo y Barczy) o de valses cantados a una velocidad que pone a prueba la dicción de los cantores, destreza que convoca a una mueca de gracia: “Como la margarita” (Rótulo y Gentile), “Pobre flor” (Spindola y Mottosese) y “Flores del alma” (Palacios, Bayardo y Laranzo).
Pero sólo es posible captar en su totalidad a Fuertes-Varnerín en el vivo. Todos los lunes, en el Café Vinilo, le ponen un toque sensible a la milonga que musicaliza en el escenario la Orquesta Victoria. Se los puede ver desplegar una performance que llega a conmover o simplemente agradar, pero jamás decepcionar. Incluso al público no tanguero. Sin llegar a ser al tango lo que Los Amados al bolero, desarrollan un sutil show con toques teatrales, diálogos inverosímiles (Varnerín maneja un registro actoral que recuerda al Damián Dreizik de los años de Los Melli) y versiones insuperables de, por ejemplo, “Demasiada presión” de los Cadillacs en ritmo de vals (que grabaron en el primer disco), “Clandestino” de Manu Chao en swing y el bolero “Perfidia” en reggae. “Muy fumeto todo. Es más, la gente del sello tiene la idea de aprovechar la cantidad de temas que tenemos con menciones florales, y editar un disco en Uruguay que venga con un cogollo de regalo, o una semilla”, dice con una risa de costado Varnerín. Después se pone serio, y cuenta que estuvo muy metido con la cocaína. “Me la tomé toda. Hace cuatro años que no pruebo falopa. Pero me mató cuando trabajaba en las tanguerías. Era tomar todas las noches y después salir por el circuito de Almagro para tocar a la gorra, y seguir tomando. Fue muy denso. Por suerte, el dúo se la bancó”, dice mirando a Fuertes. Que devuelve: “Yo en ese momento también estaba con quilombos. Había tenido una hija, algo que siempre me había generado terror. No fue nada fácil, de hecho me separé”.
Curtidos, jóvenes viejos, tal vez por este tipo de dato biográfico eligieron un costado del tango más relacionado con el anacrónico sentido naïf de la serenata que de la densidad lírica propia del género. Y fue una serenata precisamente la que los convenció del poder de la propuesta. “Nosotros tocábamos en las milongas. Nos poníamos trajes cruzados, bien de los años ’30, y hacíamos el cancionero criollo de Gardel, Corsini, Magaldi... Una noche unos coreógrafos nos dijeron: ‘¿Por qué no le van a hacer una serenata a Miguel Angel Zotto, que está festejando su cumpleaños en Sunderland?’. Nos miramos con Ariel, y nos mandamos. Así, con los trajes y las violas. Llegamos, pedimos permiso y el encargado del club nos dijo que no había sonido, escenario, nada. ‘Es que no necesitamos nada’, le respondimos. Fuimos al medio de la pista gigante con las violas peladas y cantamos ‘A unos ojos’, ‘Pregonera’ y ‘El viejo vals’. Sunderland se vino abajo. Impresionante. Es un lugar supertradicional, y nos ovacionaron”, dice Fuertes. “Pensamos: ‘No nos para nadie’”, remata Varnerín.
Un día decidieron cambiar el look gardeliano por el de Mad Men: rigurosos trajes, anteojos oscuros. Comentan que nuevamente tienen ganas de cambiar: “Pensamos en un abanico que va de trajes naranjas a una onda Ramones”, dicen, serios. En lo musical, cranean un disco dedicado íntegramente al glorioso Trío Argentino, que formaron en los años ’30 Agustín Irusta, Roberto Fugazot y Lucio Demare, una de las expresiones más exquisitas y tapadas del género. Todavía sienten las secuelas de una gira bestial que los hizo recorrer diez mil kilómetros en siete meses. “Desgastante... Nosotros dos, solos, manejando por rutas desconocidas. Puso a prueba al dúo. Nos llevamos bien, mal, como cualquier grupo. Es que el dúo hoy es una banda, una banda de dos. Sabemos que nos necesitamos y aprendemos a manejar nuestros tiempos”, dice Fuertes. “Quiero tocar mil años con Agustín –se arrima Varnerín–. Escucho nuestras violas, cómo se enlazan nuestras voces y pienso que es muy grosso lo que estamos haciendo. Que nadie suena así. Que no nos para nadie.”
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