Domingo, 24 de agosto de 2014 | Hoy
Cuando el próximo martes se cumplan los cien años del nacimiento de Julio Cortázar, habrá llegado a su culminación el homenaje alrededor de su figura y su obra. Todo empezó cuando se cumplieron los cincuenta años de la publicación de Rayuela, en 2013, y en febrero de este año se conmemoraron los treinta años de su muerte. Pero más allá de tantos aniversarios, la publicación constante de su obra y la vigencia de su frescura y su ejercicio de la libertad total son el verdadero eje de las celebraciones. Cuando se pensaba que sus cartas habían sido publicadas en su gran mayoría (el volumen de Cartas de Alfaguara de 2012), Ariel Dorfman, que había mantenido una nutrida correspondencia con Cortázar y que había contribuido a ese volumen, durante una mudanza encontró cinco cartas que le enviara Cortázar desde Nicaragua y París, donde se pueden captar momentos decisivos de los últimos años de su vida. Radar las publica por primera vez junto con un entrañable recuerdo del escritor chileno, sumando así una grata y bienvenida sorpresa a los festejos que tienen lugar por estos días.
Por Ariel Dorfman
Solamente una vez en su vida, que yo sepa, se topó Julio Cortázar de veras con un vampiro –uno de carne y hueso, y no un espectro de tantos que poblaban su ficción–. Si invoco hoy ese encuentro de ultratumba, a cien años de su nacimiento y treinta de su muerte, se debe a que permite, entre demasiados recuerdos posibles, explorar de una manera singular su continua permanencia entre nosotros, con una singularidad que –se me ocurre– podría haberle gustado.
Tal cruce verídico pero inverosímil con una hija o hermana (¿o sería la esposa?) de Drácula ocurrió en mayo de 1979 durante un foro de solidaridad con Chile llevado a cabo en Torún, una ciudad polaca que, como no cesaban de repetirlo los anfitriones, era el lugar donde había visto la luz del día el sabio Nicolás Copérnico.
La segunda mañana de nuestra estadía estaba programada una visita a la catedral en el centro de la ciudad. Julio y yo nos sentamos en la parte de atrás mientras los demás participantes en el foro se adelantaron hacia el altar. El sitio religioso nos hizo rememorar una jornada parisina cuando, hacía un par de años, el Gran Cronopio me había invitado, junto a mi mujer Angélica, a ver la Saint Chapelle. “Acá los espero, Ariel”, me urgió por teléfono, con esa “r” tan francesa que nunca pudo soslayar. “El sol está perfecto para gozar de los más bellos vitraux del mundo.”
Natural, entonces, que en Torún levantáramos la vista al unísono hacia el techo y allá, entre los querubines y los santos, se asomaba la indesmentible cabeza pintada de... ¡una vampiresa! Una mujer vetusta y dientuda, con ojos hundidos y hambrientos, mirándonos en forma devoradora desde las alturas. Después de unos minutos pasmados, salimos a la peatonal de Torún y nos pusimos a caminar en silencio, rumiando sobre esa visión siniestra, espejo quizá de nuestros propios demonios.
Era como si la malignidad que veníamos a Torún a denunciar, la dictadura de Pinochet, hiciera su aparición hasta en la lejanía de Polonia. Por mi parte, mi ansiedad se multiplicaba por un sentimiento de culpa: mientras yo acudía durante unos días a este foro cultural que después de todo no era tan importante, mi mujer quedaba atrás en el solitario exilio de Amsterdam con nuestro hijo recién nacido.
En medio de esos pensamientos sombríos, miré de pronto hacia el tercer piso de una antigua casa que daba sobre la calle y, sin decir nada, le tiré de la manga a Julio y él siguió mi mirada y... ahí, inspeccionando (diríase seleccionando) a los transeúntes, había una vieja polaca QUE ERA ABSOLUTAMENTE IDENTICA a la vampiresa que acabábamos de divisar en la catedral. Ella no nos vio, por suerte, estaba demasiado absorta en otras víctimas, y sus ojos eran como carbones y estaba como muerta y cenicienta. Nos escondimos en el umbral de una farmacia para poder observarla con detenimiento, aunque no por mucho tiempo, porque los escalofríos nos señalaban que era mejor partir antes de que ella se fijara en nuestros cuerpos, nuestros cuellos vulnerables.
Una vez fuera del alcance de la matrona de los largos dientes y ojos enfurecidos, Julio y yo, como si fuéramos personajes atrapados en la surrealidad de algún cuento cortazariano, desmenuzamos la “coincidencia” con nerviosa facilidad: la tartartarísima abuela de la siniestra mujer del presente polaco había servido de modelo para el pintor del Medioevo de Torún, así de simple. Pero ninguno de los dos presumíamos que tal encarnación se debía de veras a un mero traspaso de genes. Aquella vieja ERA LA MISMA que habíamos percibido en el cielo de la catedral, ella seguía pasándose los labios por la boca (¡no exagero!) y robándose las almas oriundas y extranjeras que deambulaban por Torún. Ahora entendíamos por qué Copérnico había huido de su ciudad natal. Para que la veterana aquella no lo dejara como globo desinflado, no le absorbiera toda la sangre celestial y terrestre y astral. Quizás el buen Nicolás había inventado su ciencia precisamente como antídoto a los misterios herméticos con que creció, las leyendas que escuchó de niño, una manera de conjurar el oscurantismo, ayudando a inaugurar una modernidad donde aquella vampiresa no tenía cabida.
Pero Julio sabía –y vaya si lo escribió una y otra vez– que los fantasmas y los sueños, todo lo que es marginal y subconsciente y bárbaro, tienen un modo de rondarnos, de tomar su venganza cuando menos lo esperamos, desafiando la racionalidad occidental y las sociedades y acuerdos que ha construido. Y he aquí que tal situación se incorporaba frente a los ojos del mismo Cortázar, no en su ficción, sino que en las calles de Torún, calles que justamente había pisado Copérnico, calles donde una mujer fantasmagórica y duplicada nos llevaba a preguntarnos por otro registro de lo real. Qué privilegio: asistir a un momento en que un gran escritor tropezaba cara a cara con las fuentes de su creatividad, lo que siempre le fascinó a él y aterrorizó a sus personajes.
A medida en que nos alejábamos de aquella mirada voraz, nos permitimos bromear un poco, preguntándonos cuál de los dos sería su víctima predilecta, dada la tradicional preferencia de los vampiros por la sangre más fresca y nueva.
–Vos sos más joven, pero por ahí ella se confunde y cree que el hermano menor soy yo –dijo Cortázar con su habitual sentido del humor, refiriéndose a que, pese a llevarme casi treinta años, lucía un aspecto de eterno adolescente, debido a su condición de acromegalia.
–Pero lo que no adivina aquella augusta dama –agregó Julio– es que de hecho soy tu hermano mayor y me toca protegerte.
No era la primera vez que Julio me anunciaba tal hermandad, si bien a veces invocaba a Poe y su personaje William Wilson para tildarnos de dobles, doppelgangers, y otras veces me llamaba gran monstruo, lo que para él era una fórmula cariñosa.
Lo cierto es que habíamos fraternizado, Julio y yo, desde la primera vez que se habían cruzado nuestros caminos, cuando él voló a Chile en noviembre de 1970 para asistir a la inauguración de Salvador Allende como el primer presidente de Chile, y de la historia, que pretendía construir el socialismo con medios democráticos. ¡Qué regalo para tantos jóvenes en nuestro país! No sólo se abría una nueva era de justicia, sino que nuestro máximo héroe literario venía en apoyo de nuestra revolución pacífica. El autor de Rayuela, nada menos, el texto fundacional de mi generación, cuyo asalto desfachatado y travieso a las categorías literarias constituía un acicate estético para la liberación social que soñábamos para el continente entero.
Por cierto que, con su acostumbrada generosidad, Julio se pagó su propio pasaje en esa primera venida, como lo haría de nuevo en marzo de 1973. Para esta segunda visita ya habíamos establecido una relación tan cercana que aceptó cenar en casa un par de veces con su amiga Ugné Karvelis. Después, ya en el exilio, nos alegraríamos mucho de que Angélica pudiera agasajar a estos amigos con tantos platos sabrosos, ellos que nos recibirían en París cuando habíamos perdido nuestro casa y nuestro país y nuestra libertad, Julio que se convirtió, como me lo reiteraría en Polonia, en mi protector, y también en un hermano mayor para Angélica y los chicos, dándonos siempre ternura y amparo.
Incluso después de muerto. Hace tres décadas que se nos fue, pero yo, que no creo en Dios, lo siento presente, lo siento hablándome, sonriéndonos, susurrando consejos desde el otro lado de la existencia. Trato de no adornar el asunto. Cortázar desconfiaba de los homenajes, de la solemnidad, de la sentimentalidad fácil, de manera que quisiera ser circunspecto en esta celebración de su centenario. Quisiera, pero no lo logro. De todos los seres que he conocido en mi vida, Julio fue uno de los pocos que puedo llamar, sin sonrojarme, un ángel.
Y si me hechiza tanto esta historia del encuentro con la vampiresa es porque si ella pudo persistir más allá de la muerte, si ella anda por ahí todavía buscando víctimas y cuerpos inocentes que violar, ¿por qué no Julio, ese ser angelical, quién nos dice que él no está acá cerca, no sólo en su literatura, no sólo en los recuerdos de los que quedamos y que nos vamos apagando, quién nos puede jurar que Cortázar no sigue mirándonos desde alguna cercana bóveda y que lo seguirá haciendo por los siglos de los siglos, amén?
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